Cuando una civilización zozobra
al atravesar una crisis de identidad,
suele recurrir al Superyo
común que serpentea bajo su ideología (¿el super-nosotros?)
para atenuar sus inquietudes. Y eso en la mayoría de los casos deriva en la reivindicación del Clasicismo, un universo
sublimado y más o menos ficticio que toma cuerpo como un repertorio de comandos
éticos y estéticos que encarnarían las virtudes ideales a las que aspira dicha
civilización. Por lo general, las pesadumbres del pathos colectivo encuentran su sosiego en la nostalgia de valores
ancestrales cuya pérdida habría sido la causa de los desvelos del presente: el
duelo ideológico de una civilización que
ha dejado de creer en sí misma busca alternativas polarizadas o pendulares,
cuando para algunos la solución pasa por abrazar la creatividad visionaria en un salto sin red hacia el futuro, mientras para otros
conviene recuperar la infalibilidad de la
sabiduría ancestral de un tiempo pasado. En la historia de la arquitectura
el retorno a Grecia y Roma sirvió como placebo eficaz cada vez que Europa ha
necesitado reencontrarse consigo misma, y desde el renacimiento a la
posmodernidad el espectro de Parménides y Agripa siempre ha sido invocado más o
menos explícitamente durante las diferentes crisis epocales de cada lenguaje. Del mismo modo que el dinero siempre vuelve
al oro en escenarios de pánico financiero, el imaginario grecolatino es el valor refugio al que vuelve la
arquitectura en tiempos tempestuosos.
Las cosas no han cambiado tanto,
y en el tumulto de la revolución neoliberal la resistencia se atrinchera detrás
de ideas como el Ágora de la polis griega, su civismo y política de consensos,
la armonía del procomún transhistórico y la solidaridad mutualista de
comunidades rurales perdidas en la noche de los tiempos. Si el post-estructuralismo
nos sumió fatalmente en el relativismo paralizante del que carece de verdades
firmes, la nueva disidencia recupera en sus discursos la firmeza moral de los
realismos clásicos como fuga para un presente que es sentido como “período de transición”: Google devuelve
miles de enlaces cuando uno busca “Smart
city + Ágora”, aunque ninguno de nuestros barbudos de referencia aceptaría
de ningún modo el adjetivo de “neoclásico”.
Los neoclasicismos nunca son
exactamente miméticos, pues la contemporaneidad se cuela por mil resquicios de
lo que en principio pudiese ser mero revival:
cada vez que las columnas dóricas y las loggias porticadas han sido restituidas
como canon estético, debían adaptarse a las nuevas condiciones técnicas,
culturales y sociales de cada localización espaciotemporal, de tal modo que un
coqueto templete romano del XVI difiere completamente del grandilocuente monumentalismo
republicano de los Estados Unidos jeffersonianos, por más que ambos beban de la
misma fuente grecolatina. Y las
diferentes mutaciones que va produciendo “lo
clásico” en sus reencarnaciones da lugar a maravillosas aberraciones,
cuando cae en manos de creadores indómitos que, partiendo de dicho lenguaje, lo
estiran y deforman hasta deducir de él potencias inusuales o paradójicas. En
los albores de la revolución francesa, cuando la Ilustración veía su
autoestima ensombrecida por decursos históricos nada apacibles, comenzaría a
aflorar una maravillosa generación de visionarios que figuraron a su (extraña)
manera excepcionales colisiones entre el clasicismo y la peripecia estética:
son especialmente recordados Étienne-Louis
Boullée y Claude Nicolas Ledoux,
arquitectos de sensibilidad sutilmente excéntrica que sirvieron de transición
entre el neoclasicismo académico comme il
faut, y los marcianos experimentos decimonónicos que invadieron Francia de
la mano de Garnier, Eiffel o Violet-le-Duc. Un clasicismo periclitado y que ve comprometida su impávida
quietud metafísica por medio del ingenio estructural, la sensibilidad
romántico-pintoresca, y el hambre por un idioma formal inconfundiblemente
moderno capaz de dar voz propia a los artefactos de su tiempo. Sin la panoplia
moral del gótico cristiano anglosajón ni la estólida frialdad del clasicismo
germánico, los curiosos diseños de
Boullee y Ledoux partían de una vocación
tan afín a la sensibilidad posmoderna como es la acentuación del valor
narrativo de lo construido, por medio de un ideario que se definió como “arquitectura parlante”:
dos siglos antes del auge de la semiótica o de las especulaciones estéticas de Robert Venturi y Scott Brown, Ledoux afirmaba (quizás precariamente) la urgencia de
hacer que los edificios fuesen autoexplicativos,
situando la expresividad o afirmación de valores (funcionales, identitarios,
morales…) en el epicentro del programa estético de la arquitectura. De ahí que
proliferasen todo tipo de simpatiquísimos diseños plagados de órdenes atenienses
deformados, filigranas escultóricas imposibles o citas intelectualistas que no
alcanzaban la elocuencia narrativa que se pretendía (¿puede un profano
comprender qué demonios significa
algo como el Cenotafio
de Newton?) pero que sirvieron para dinamizar los criterios compositivos de
una generación desesperadamente necesitada por sacudirse las polillas.Junto a Boullée y Ledoux, el otro
gran pionero de la “arquitectura parlante” fue un arquitecto más joven y mucho
menos recordado, un perro verde que
llevó demasiado lejos la intrepidez de sus maestros hasta quedar relegado a
nota a pie de página en las historiografías de la época: Jean-Jacques
Lequeu.
))) autoretratos de Lequeu (((
La importancia del personaje estriba en su rol de transición
desde el neoclasicismo menos conformista hasta lo que sería luego el pintoresquismo
romántico más desmelenado, proponiendo una renovación conceptual del valor de “lo histórico”. Si para los clásicos
rigoristas y estrictos el recurso a lo ancestral simbolizaba templanza, mesura
de valores y orden de equilibrio platónico (una concepción apolínea del canon grecolatino), los extravagantes diseños de
Lequeu ponían en valor la sorpresa, el desconcierto y el impacto sensorial como
caracteres fundamentales de una arquitectura que en sus manos irradiaba un
temperamento dionisíaco. Patchwork de diferentes estilos
históricos en principio incomposibles, asimetrías fuera de control, juegos
excesivos con la monumentalidad, referencias zoomórficas, citas esotéricas y
pornográficas componían el repertorio de un arquitecto que apenas llegó a construir
en vida y cuya herencia es solamente conservada a través de sus fabulosos
dibujos. Según sus biógrafos, Lequeu vivió bajo la sombra intelectual de
Boullée, un creador venerado en su tiempo y cuyo papel de “visionario oficial del régimen” no fue capaz de usurpar: hubo de
trabajar como funcionario burócrata para el gobierno francés, en lo que
imaginamos un ensimismado personaje kafkiano cuya mente no dejaba de especular
en el tedio de su grisácea oficina. Aficionado al travestismo y erotómano
compulsivo (sus numerosos y minuciosos estudios gráficos de vaginas son tan
recordados como sus propuestas arquitectónicas), terminó sus días viviendo en
un burdel y sin alcanzar ni remotamente el reconocimiento que luego obtendría
de los expresionistas y surrealistas, que vieron en su trabajo y modus operandi una fuente de inspiración
sorprendentemente fresca y moderna para el tipo de investigaciones simbólicas
que florecieron durante las vanguardias.
La singularidad de Lequeu deriva
de su imprecisable lugar en la historia de la arquitectura: sus desvíos formales eran demasiado
arriesgados para el canon neoclásico, pero no lo suficientemente acrisolados
como para poder ser considerado con rigor un ecléctico. Definió su propio
espacio intelectual en tierra de nadie, conjugando ensoñaciones orientalistas
con tratados de construcción florentina, la elegancia estática del monumento
renacentista con la explicitud erótica de su contemporáneo Sade, los discursos trascendentalistas de la metafísica platónica
con placeres mundanos a base de pubis, pezones y novicias lascivas. La
Historia como faro
moral nostálgico, y como fuente libérrima de sugerencias formales para la
imaginación. Por tanto un hereje, un pagano, al que incluso algunos
atribuyen el papel de precursor del “mal gusto”, concepto burgués donde los
haya.
Como muy bien reconocen en este
magnífico post en Pruned, se trata de un personaje muy cinematográfico: el
tipo de creadores purasangre que se sienten llamados desde la cuna a
convertirse en leyendas, pero terminan devorados por la implacable lógica de su
tiempo. Además de sus maravillosos dibujos, queda para la historia su aura indómita
y su capacidad para comprender los desafíos más urgentes de su época: los suyos
fueron tiempos de transición que exigían
reescribir el balance entre ancestralidad y progreso, un desafío que Lequeu
atacó con espontaneidad y valentía, por más que sus hallazgos puedan
resultarnos meritorios únicamente por lo que tienen de estrafalarios. Muchos
como él saltaron sin red y acabaron en trompazo, pero las preguntas que le
inquietaban probablemente merezcan ser retomadas en tiempos tan resabidos como
los nuestros. A su manera, un utópico.
Te dejo el bandcamp de los dos últimos largos de SunnO))), uno de ellos compartido con Ulver, si te interesa bajarlos da toque y los dejo:
ResponderEliminarhttp://sunn.bandcamp.com/album/la-reh-012
http://sunn.bandcamp.com/album/la-reh-012
V, of course.
Repetí link, el compartido con Ulver es este:
Eliminarhttp://sunn.bandcamp.com/album/terrestrials
Cuántas cositas!!!! Grazie mile
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