miércoles, 9 de octubre de 2013

Escenografía política

POÉTICA DEL ESTRUENDO MULTITUDINARIO

 Empezamos una serie de posts reflexionando sobre un tema casi siempre considerado ajeno a la arquitectura como es el de la comunicación política como acontecimiento espacial, que sin embargo es interesantísimo por el tipo de fenómenos que implica: la disposición de cuerpos en el espacio, la ordenación de los oradores y los espectadores, las relaciones entre fondo y figura, la potencia expresiva de la fisicidad de las masas, etc. Todas ellas son competencias de escenógrafos, es decir, de creadores de experiencias espaciales.

En esta primera entrega presentaremos algunos casos de la política estatalista del siglo XX, y en sucesivos posts abordaremos las reuniones religiosas, las reuniones municipales, los grandes eventos deportivos o la presentación del cuerpo en los populismos y los regímenes comunistas... además por supuesto del festival de teatralizades castizas que ha sido la comunicación política española desde la transición. Una cuestión de arquitectura y ciudad, pero ante todo de ciudadanía en tiempos de política representativa.





Independientemente de las derivas históricas, sociales y económicas que condujeron a Alemania a abrazar el nazismo, no cabe duda de que uno de las mayores herramientas en la ascensión de Hitler al poder era el aura increíblemente persuasiva de su parafernalia escénica. Ya antes de su llegada al Reichtag, la potentísima simbología Nazi conseguía ilustrar todos los valores de su discurso sin necesidad de argumentos ni explicaciones lógicas: aquello se entendía al primer vistazo, hasta un analfabeto comprendía la ideología de fondo gracias a la pasmosa efectividad del aparato estético con el que se presentaban. Si algo aportaron aquellos eventos a la política contemporánea, fue la importancia de matizar al máximo los gestos de escenificación en aras a seducir al votante. Consiguieron hacer de la esvástica uno de los símbolos más reconocibles y comunicativos de la historia de la humanidad, casi a la altura de la cruz cristiana.


Goebbles, el legendario ministro de propaganda del partido y responsable de sus fastuosas e hipnóticas puestas en escena, fue sin duda uno de los grandes arquitectos de la máquina de dominación biopolítica de aquel régimen: el plan comenzaba en la adecuada presentación formal de la estructura social por la que abogaban, cuidando hasta el mínimo detalle los efectos especiales. No es casual que su tesis doctoral versase sobre el drama romántico decimonónico, pues su ampuloso sentido de los actos públicos era indisumuladamente reminiscente de la operística wagneriana: el espectador empequeñecido y apabullado ante la visión del omnipotente gran Oráculo (Hitler y Goebbles eran magistrales maestros de ceremonias) en el que veían condensado y encarnado el espíritu colectivo de la Masa aglutinada en torno a la cruz gamada. El efecto era doble: por un lado el engrandecimiento del aura del liden en el estrado, y por otra la sensación de fuerza comunitaria que sentía cada uno de los asistentes, entregados a cánticos y consignas simultaneas y ensordecedoras. El lenguaje escenográfico recuperado por Goebbles de los manierismos de viejos imperios (simetrías, puntos de fuga enfáticos, orden geométrico imponente, efectos de iluminación y escala, poética del estruendo multitudinario, fuerte iconicidad…) supusieron el apogeo y punto y final de cierta estética política construida sobre volkgeists y monarcas carismáticos, pero sus huellas se han colado por mil resquicios en los actos multitudinarios del siglo XX.


Hitler fue la primera estrella del rock” es un aforismo atribuido a Bowie (no he logrado contrastarlo) que da cuenta de uno de los grandes antepasados del tipo de espectáculo en el que decayó la cultura pop en los años 70: el Stadium Rock y los grandes festivales tipo Woodstock jugaban las mismas cartas que aquellos pavorosos (y fascinantes) mítines en Nuremberg filmados por Leni Riefensthal, desposeyéndolos de la dimensión política representativa explícita pero manteniendo el mismo orden biopolítico de fondo. Masas de espectadores deslumbrados corean los ritornellos enunciados por el gurú de turno en una ceremonia de adoración en el que los cuerpos parecen ganar libertad de movimiento, pero conservando la ritualidad de base: adoración conmemorativa, monumentalidad sin historia. La transposición al campo de lo lúdico de la experiencia estética Nazi nos hace comprender en retrospectiva el por qué Hitler supo meterse a tanta gente en el bolsillo: uno de sus ases en la manga era la mesmerizante experiencia sensorial que ofrecía, junto a una puesta en escena muy potente de cierta desaparición del sujeto en lo colectivo. Ejercicios de placer sensorial (corporal), eso ofrecieron los shows nazis y eso sigue ofreciendo el rock and roll. Al votante se le conquista por el estómago, pero también por otros registros menos visibles de la líbido.


El típico pragmatismo anglosajón queda reflejado en la estética funcional y escueta de las apariciones públicas de Winston Churchill, que consciente o inconscientemente dará pie a la otra gran genealogía escenográfica en el terreno político, en las antítesis de la grandeur hitleriana: la del speaker “realista”, el naturalismo sin disfraces propio del que se presenta con la cara descubierta, sin efectos escénicos aparentes, y cuyos instrumentos de persuasión son la honestidad, la diplomacia, la horizontalidad respecto al pueblo llano, y la eficacia gestora. Su aspecto de prfesional liberal con estudios y lo poco agraciado de su físico, junto a sus sonoras apariciones en el Londres en ruinas, supieron crear un halo muy cuidado a medio camino entre el aristócrata de monóculo y bastón, y el burócrata eficiente en sus obligaciones. Pero renucniando  teatralidades demasiado estridentes o celebrativas, excepto en los actos estatales de mayor boato. Esta línea estética se ha convertido en la canónica de las grandes democracias europeas, aunque el caso británico seguramente sea el que más lejos la lleva. De hecho, la célebre Cámara de los Comunes presenta una de las estéticas más democráticas imaginables si la comparamos con el resto de parlamentos europeos: se reduce a dos tribunas enfrentadas, donde los diputados se sientan codo con codo y sin jerarquías, en clara alegoría a la Mesa Redonda artúrica (si bien la clara disposición de dos bloques enfrentados anuncia la naturaleza bipartidista de todos los arcos parlamentarios contemporáneos).


Ante una estética tan espartana y aséptica como la del parlamento del Reino Unido podríamos pensar que el pueblo británico es especialmente desafecto ante los juegos políticos altamente escenográficos y “teatrales” a la manera de Hitler, pero ¡nada más lejos de la realidad! Para incorporar a la política la necesaria poética de las multitudes que rugen, tienen a su monarquía. En eso como en tantos otros asuntos, los ingleses han sido grandísimos zorros: han separado en dos los componentes de la estética política popular, reservando para el parlamento el elemento “racional” y para la Reina el “sentimental” o visceral. Pero en aras a mantener el estatuto identitario actual del “pueblo británico”; ambas son imprescindibles y complementarias, como recíprocas son sus respectivas escenografías. Lo mismo puede decirse de casi todas las grandes monarquías del viejo continente, como la Sueca o la Holandesa: sus gobiernos democráticos están compuetos por personajes sin carisma, meros gestores, mientras que sus monarcas encarnan los valores transhistóricos que mantienen aglutinado al “pueblo”, sirviéndose de una estética mucho más ampulosa, jerárquica y plagada de simbologías casi místicas: una Corona, un Trono, son símbolos tan eficaces como pueda serlo la cruz gamada. Las comparecencias de la reina Isabel en la Cámara de los Comunes transforman el espacio en un templo de aspecto catedralicio, y totalmente focalizado hacia la figura de los monarcas, renunciando a la frescura de “espacio de debate” que muestra en las sesiones parlamentarias cotidianas.


El caso norteamericano es, como siempre, tan retorcido como inteligente: ellos no cuentan con una institución como la Corona sobre la que proyectar el componente más simbólico de la política, pero al mismo tiempo tienen un sentido muy individualista y liberal de la democracia que deshabilita la opción de la grandiosidad populista al estilo nazi,. En USA la simbología no puede de ninguna manera desatender a la entidad sociopolítica central al imaginario americano (la familia). Por ello, los yankis inventaron esa maravillosa figura estética que es el Presidente de los Estados Unidos, punto de fuga absoluta al que converge toda su tramoya escenográfica: la Familia Presidencial estadounidense (el presidente y sus imprescindibles primera dama e hijos) afrontan tareas más propias de Dioses o Titanes, pero en el fondo son “tipos como tú y como yo”. La escenografía política usana es ejemplar en ese sentido, y se construye sobre la leyenda del hombre hecho a sí mismo que se enfrenta a la más compremetora tarea (gobernar el Mundo) pero con cuyos valores humanos todos (o al menos, muchos) pueden sentirse identificados. Un patriarcado más o menos doméstico, y más o menos Imperial, en función de cada caso: recordemos que tiene que cumplir las tareas tanto de Monarca como de primer ministro.



Hasta día de hoy la figura más perfecta de este arquetipo sigue siendo JFK, cuya leyenda es púramente estética: sus relaciones con Cuba, Vietnam, la URSS, la discriminación o la pobreza fueron gestionadas por Kennedy con la misma mano dura que otros presidentes menos reputados, pero en su caso ello resulta casi irrelevante al quedar todo eclipsado por el magnético carisma de su persona, icono emandador de aparente progresismo y modernidad pacifista. Sin embargo, la escenografía de sus discursos más memorables da fe del verdadero cariz ideológico de su mandato: solían ser mitins urbanos, a plena luz del día, sin más atrezzo que la bandera de los Estados Unidos y con cierta atmósfera casual… pero indefectiblemente el esquema era siempre el mismo: JFK delante de los micrófonos, y detrás suyo la Élite política, financiera y militar de USA, a la que servía de cabeza visible (o más probablemente, títere). En el sistema yanky la legitimidad de los lobbies está institucionalizada, quizás como analogía capitalista con las antiguas oligarquías cortesanas europeas. Sin embargo la estética urban streetware de JFK y su descafeinado glamour de familia yeyé sabía retrotraerse a un segundo plano cuando de lo que se trataba era de vender compromiso nacionalista: para las citas de pompa y circunstancia, el “hombre de estado” Kennedy cedía protagonismo icónico a la siempre mayestática bandera de las barras y estrellas.



Johnson, Nixon o Carter aportarían bien poco a la escenificación estética de la democracia americana: ellos fueron meros continuadores de Kennedy, mucho más chapuceros en el perfilado de su aura familiar (sus esposas eran perfectas segundonas si las comparamos con una popstar como Jacqueline K) y ni sus discretas dotes para la oratoria ni su mediocre carisma de cara al público aportaron realmente nada al imaginario político del imperio: si acaso, cierta debacle de los Mitines en vivo y en directo frente a la comparecencias mediáticas, para las que también perfilaron con sutileza la puesta en escena. Despacho Oval y traje sastre para las grandes proclamaciones nacionales, y camisa remangada y taza de café en mano para dar cuenta de los asuntos work in progress. Alto copete para las grandes citas de patricios, y desenfado doméstico en las recepciones en el rancho familiar.



Curiosamente, el supuesto racionalismo metodológico de raiz austríaca que invocaban Friedman y los Chicago Boys dio lugar a una recuperación de la teatralidad escenográfica en su llegada a la cumbre de la política norteamericana, encarnada en aquel bizarro teleñeco que fue Ronald Regan. Mientras su homóloga Thatcher mantenía el lenguaje expresivo típicamente británico (pragmatismo parlamentario y barroquismo monárquico) en USA los mítines se volvieron tremendamente coloristas a lo largo de los 80, durante la antesala de la globalización y el apogeo de la épica de broker vestido de Arman. Fue en esa época cuando se impuso el modelo estético que duraría hasta el final de la era Clinton: el público acudía a los encuentros con sobreabundancia de memorabilia, banderas y chapitas, pelucas, gorras de baseball y muñecos con la estirpe de su carismático lider del momento, atrayendo para la comunicación política herramientas más propias de la Superbowl y primando un ambiente festivo y eufórico donde las masas vuelven a recuperar su identidad como tal al reunirse alrededor de unos colores. Si la estética Kennedy sugería una América moderna, eficiente y pragmática, los reaganomics se sirvieron de las formas populistas de la más rancia sensibilidad estadounidense, más orientada al espectador tipo de Disneyland o el redneck que guarda un arsenal en el cobertizo. 




Probablemente el único aporte de Clinton a la escenografía política fue la sofisticación cada vez mayor de la semiótica del orador y el cuidado exquisito de cada detalle de su presencia: acostumbra a presentarse sobre fondos neutros que acentúan la figuralidad sobre el fondo, y la coreografía mímica se estudia hasta el último ademán susceptible de ser malinterpretado. Frente a la zafia campechanía de alguien como Reagan (cuyo innegable aspecto de tonto nunca incomodó a los responsables de sus campañas, que no dudaban en incluir como atrezzo a su florero Nancy), el matrimonio Clinton buscaban resultar una actualización de la estrategia Kennedy, pero controlando con frialdad cada uno de los signos: el color de la corbata, el encuadre adecuado, el tempo de la mímica y la gestión cronometrada de los crescendos del discurso inventaron toda la ingeniería de la comuniación política contemporánea, que de nuevo Obama ha sabido capitalizar en su peculiar registro de “talante”. Sin embargo ambos han sabido incorporar el efecto Show heredado de Reagan, incorporando con prudencia efectos de iluminación, grandes pantallas, y diseñando sistemáticamente la memorabilia que ha de lucir el público para generar una atmósfera festiva pero "fucional". A medida que el ojo del espectador aprende a desenmascarar todas las triquiñuelas teatrales que los políticos utilizan para persuadirle, y en paralelo a la cada vez mayor virtualización del espacio público, la vieja estética hitleriana de las masas rugiendo se ha suavizado y mutado en los canales por los que se articula, pero el programa de fondo (la estetización de la política a través de la propaganda instrumentaliada y la modulación de los aspectos cognitivos del espectador) sigue intacta.




2 comentarios:

  1. Excelente, muy buena informacion, reflexiva, critica, unica y cabe recalcar que la redaccion es EXCELENTE !!! muy buen blog !!!

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  2. valla enserio redactas muy bien !!!! el mejor que he visto incluso hasta en libros este es mejor, comunica mucho en pocas palabras

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