Quizás el arquetipo que mejor
defina la urbanidad del ciudadano contemporáneo sea la vieja figura
decimonónica del flaneur: el paseante
ocioso que disecciona el mundo sin más escalpelo que su mirada, ensimismado en
el éxtasis íntimo de la contemplación de la metrópolis, rastreando
comparecencias efímeras de lo sublime en la ruidosa efervescencia de la ciudad.
El voyeur, el mirón, participa de la
colectividad en calidad de espectador pasivo, expuesto a la barra libre de
experiencias sensoriales que hacen de la ciudad el más exquisito de los
espectáculos: la riqueza y diversidad que exhiben los paseantes en sus ademanes
y atuendos, la orgía de consumibles que pueblan los escaparates, la cacofonía
de representaciones seductoras llenando de sensualidad cada esquina. Y por
supuesto, la visión de los cuerpos, de los cuerpos de los demás. Marshall Mcluhan equiparaba a la
publicidad con un cebo cuyo objetivo fuese atrapar nuestra atención. El flaneur contemporáneo, el atónito
habitante de las calles, cafés y centros comerciales, ha caído entonces presa
de esa fabulosa trampa de los sentidos que es la ciudad, que en la era del
postfordismo se ha transformado en una gigantesca máquina propagandística que
busca publicitarse a sí misma como imagen
de marca. El urbanismo contemporáneo tiende a operar, cada vez en mayor o
menor medida, como marketing urbano: la ciudad verdaderamente eficaz es aquella
capaz de atrapar la atención del voyeur
gracias a la proliferación de fuegos de artificio para los sentidos.
La pulsión escópica (la
histerización de la visión, la pasión compulsiva por mirar) es uno de los
hechos distintivos de nuestra epocalidad, culmen paroxístico de la sociedad del espectáculo. El voyeur
ha interiorizado el espectáculo
sensorial de la ciudad como una narcolepsia individual y paralizante que
cauteriza su potencia de interacción con el mundo. Como ya advirtieron los Situacionistas, lo espectacular no es
sólo un entretenimiento estéril para el tiempo muerto del trabajador, sino la
estructura misma de nuestra articulación social, funcionando como instrucción
de valores morales y estableciendo un tipo muy concreto de relación entre el
habitante y su medioambiente: el éxtasis de los mercados resulta del juego de
la seducción, y la seducción empieza como exhibición de aquello capaz de
persuadir la mirada. El arte del último medio siglo ha intentado
desesperadamente dislocar la pasividad del ciudadano-espectador, fomentando las
obras interactivas, participativas, cuyo objetivo sea el de sonsacar al voyeur de su ensimismamiento y ponerlo
en marcha, como agente vivo que recrea su realidad y no solo se recrea en ella.
Pero dicha estrategia seguramente haya sido derrotada por el imperio de las
redes telemáticas y su primado de la comunicación mediada por figuraciones y
avatares, un pacto social tácito por el que el mirón deviene también exhibicionista: el resultado es el planeta
envuelto en una nube de imágenes livianas que circulan sin origen ni destino, flotando
en una extraña ingravidez en la que el peso de los fenómenos se mide por su
potencia icónica, y quizás realizando la vieja pretensión nihilista de evaporar
la moral hasta desvanecerla como efecto estético.
El mundo que habita el ciudadano
telemático se ha convertido en un Paisaje, como en aquel cuento de Borges en el que el mapa llegaba a
suplantar al territorio: cada minúsculo recoveco de la tierra es
convenientemente cartografiado, fotografiado, indexado y puesto en circulación,
cualquier estampa es susceptible de convertirse en hashtag, lo sagrado y lo profano se disuelven en el impacto efímero
de lo exótico, valor único y último de este paisaje cifrado y magnético que
encapsula al voyeur en una selva de representaciones
a explorar en un safari simulado. Frente a la pantalla, todos somos turistas,
en una penúltima mutación del capitalismo ya no centrada en la mercantilización
de objetos consumibles, sino ante todo de experiencias estéticas, de la
sensualidad de las apariencias. Los dispositivos fotográficos que vigilan el
mundo se convierten en instrumentos
disuasorios, al servicio del ojo omnisciente del voyeur global, cuya mirada se instituye en imperio a través de la
tele-presencia.
Los efectos de esta nueva episteme resuenan en la realidad de cada
pequeña cosa, si es que sigue existiendo algo así como lo real local. Custodiada por el panóptico planetario de cazadores
furtivos de imágenes, las ciudades se visten sus mejores galas para competir en
el mercado global de iconos espaciales: París, Londres, Florencia o Dubai son lo que son gracias a su investidura
de una imagen de marca propia y
exclusiva, trampantojo de una identidad diseñada para persuadir al turista
global de que en ellas tienen lugar los espectáculos más sublimes: las antiguas
categorías del valor de uso y valor de cambio colapsan en la
circulación universal de símbolos, que no admiten otra valencia que su
capacidad de seducción escópica, de la fascinación de los sentidos. El
cosmopolitismo en la era de la globalización uniformiza las diversas
expresiones de lo local en función de su capacidad de deleite para el
espectador universal, que ha conquistado el planeta con el arma invisible y
desconcertante de su mirada. Nos debemos a los Visitantes y sus inflexibles
expectativas estéticas. La unidad mínima del territorio ya no funciona como un
“Lugar”, sino como un iconema en la
sintaxis retórica y trasnacional de la imagen: todos somos rastreadores y
cazadores de panorámicas globales a golpe de Google Images y las incontables variantes del panóptico telemático
del tipo street view.
Pero un paisaje no es efecto
únicamente de su apariencia, sino también de las narrativas que vehicula. Cada
monumento lleva pareja su propia leyenda de reyes y santos, cada accidente
geográfico una teleología fabulada que explique su gracia formal, cada
singularidad una historia única que de cuenta de su pintoresquismo. De ahí que la conversión de lo real en paisaje acarree consecuencias tan graves: un lugar con
vocación turística no debe solamente engalanarse para lucir óptimo en las
fotografías, sino plegarse convenientemente a los relatos que el
espectador-visitante prevea para cada identidad local. La apreciación de un
paisaje como tal pasa necesariamente por la provisión de un Sentido, envoltorio
necesario para las territorialidades susceptibles de ser engullidas por la
voraz máquina de consumo simbólico promovida por la cultura del voyeur-turista. La Imagen que han de irradiar
los lugares no es únicamente visual, sino una compleja personalidad imaginaria
construida a base de leyenda, identidad y memoria, convenientemente perfumada
para su puesta en circulación y consumo universal. El turismo es un instrumento de conquista imperial, que
silenciosamente impone condiciones estrictas a las dinámicas de lo real de
acuerdo a las expectativas del voyeurismo de la multitud telemática: la suya es
una conquista silenciosa y aparentemente pacífica, pero inflexible.
El paisaje, por tanto, es mucho
más que una panorámica dotada de la cualidad de la “belleza”: es una forma de
ordenar las cosas y su valor, una distribución de dignidades y legitimidades,
un mecanismo de invención y reparto de Esencias más o menos reales, más o menos
impostadas. El paisajismo de mercadotecnia es entonces la escenografía de un
teatro de representaciones en el que el rol de los protagonistas viene previsto
de antemano, que no admite disidencias ni improvisaciones: su imperio legisla
las concordancias entre los elementos que lo componen, en base a una Idea normativa
que marca la pauta de las armonías posibles e imposibles mediante argumentos
estéticos. El paisaje no es superestructura,
sino infrastructura: su
funcionamiento es fabril, hay toda una lógica de producción económica implícita
en la estetización paisajística del territorio, que exige la concomitancia no
sólo de modos y modas, sino también de las formas de vida.
La desindustrialización del sur
europeo y el desmantelamiento de sus otrora potentes sectores pesquero y
agroalimentario, ha obligado a las economías locales a reinventarse de acuerdo
a la nueva distribución de recursos y potencias resultado de la globalización.
Perdida la capacidad productiva, nuestras instituciones se afanan por instaurar
el turismo como nuevo motor del desarrollo socioeconómico, en un desesperado
intento por reverdecer los laureles mercantiles y rellenar el hueco dejado por la
agonía del ladrillo. El precio a pagar es el ya consabido: acelerar la
conversión de nuestro territorio en paisaje fotogénico, y armonizar las formas de
vida con las expectativas del voyeur-turista
global. En Galicia el proceso ya ha comenzado: la leyenda de un país céltico de
agua y piedra, postales bucólicas y pastorales de la arcadia campesina, el
imaginario romántico y dócil de tranquilas aldeitas inmunes al paso del tiempo,
que salvaguardan las esencias de un país fabulado como extemporáneo y purasangre.
La Galicia en
monocromía verdeazulada, de casas rurales que monumentalizan lo que otrora fue
doméstico, y donde el rumor de los carballos sólo es roto por el estruendo de
las gaitas, son una fabulación narrativa al servicio de la paisajización del territorio orquestada en función de las demandas
de la Consellería
de turismo, ahora que la de industria apenas tiene en cuenta las inusitadas
potencias de lo rural.
Pero lo cierto es que nuestro
país dista mucho de ahormarse al jardín pastoral de olor afrutado que algunos
intentan imponer para su mercantilización como postal: el nuestro es un
territorio complejo, plural, rico en paradojas y contrasentidos, ensuciado por
las aporías de la historia, disforme como el crisol de energías que lo pueblan,
incoherente e inconsistente, contradictorio, dinámico y bastardo. Hay una
frondosa riqueza de pluralidad cultural que desborda toda categoría
costumbrista, sociologista, nacionalista o arcaizante, costumbres y procesos
animados por energías libres que no caben en los estrechos marcos estéticos de
lo que uno esperaría fuese la
Galicia de agencia de viajes: expresiones espontáneas y
singulares de la creatividad popular, del instinto de un pueblo secularmente
muy pobre que ha aprendido a incorporar a sus formas de vida, con desprejuicio
y naturalidad, los recursos y potencias ofrecidas por “lo nuevo”. Los
atropellos y aciertos estéticos de nuestro territorio han sido modulados mediante
la intuición e ingenio de habitantes cuya memoria colectiva está endurecida por
infinitas crisis históricas, una forma de hacer más escorada al sentido
práctico que al estético, más a la eficacia inmediata que a la militancia
estética o identitaria.
Hace unos años alcanzó fortuna en
prensa el neologismo “feísmo” como concepto que resumía el desaliño de nuestro rural:
mientras los legisladores y autoridades competentes hacían malabarismos para
sacar brillo al bucolismo del paisaje gallego de postal, los lugareños
insistían en afearlo y deslavazarlo con intervenciones groseras y toscas,
impropias de la pompa milenaria de todo un Camino de Santiago tan viejo como
Europa. Haciendo oídos sordos a las llamadas a filas del boato estético y sus
exigentes composturas, los díscolos campesinos mancillaban la postal con
ocurrencias como somieres reconvertidos en cierres de parcelas, galpones de
hojalata y Uralita en parcelas de suelo rústico, retretes reutilizados como
inopinados taburetes para el café de sobremesa, o todo tipo de aberraciones
formales para construir espantapájaros con basura y plásticos. El resultado de
tamaño despropósito sería un paisaje agrario que aspiraba a ser como la Suiza de Heidi, pero que
terminó por parecer más bien la guarida de un chatarrero con síndrome de
Diógenes.
Pero la cuestión del “feísmo” no
es más que la punta de un iceberg que hace suelo en aguas mucho más profundas,
y es que Galicia tiene muy enraizado en su memoria colectiva el recuerdo de los
siglos de hambre. La entrada en la Modernidad de los pueblos históricamente más
pobres resulta más problemática cuanto más rápidamente tenga lugar: cuando una
generación duerme encima de la cuadra y la siguiente aspira a viajar en bussiness class, la cultura colectiva es
incapaz de hilvanar armónicamente ambos mundos, propiciando aberraciones que no
por “feas” han de ser necesariamente indignas. El campesino que ha cultivado
sabañones en los gélidos interiores invernales de una casa tradicional, no
entiende que su precaria morada pueda tener valor patrimonial alguno, y en
cuanto tenga oportunidad remendará las costuras domésticas a base de cemento,
ladrillo, deshechos o lo primero que pueda servirle para tal fin. Casi siempre
que se ha hablado de “feísmo”, se estaba haciendo referencia a soluciones
insólitas que desconciertan por su insolencia estética, al haber sido
realizadas desde un radical pragmatismo casi biológico, y desafecto respecto a
todo criterio canónico de belleza. Pero
casualidad o no, la práctica totalidad de los ejemplos que aparecían en prensa
se ubicaban en el ámbito rural: muy posiblemente, de haberse dado en espacios
urbanos algunos ejemplos hubiesen sido vitoreados como divertidas muestras de
la creatividad imparable de los ciudadanos. Lo urbano y lo real son abordados
con diferentes barras de medida en función de las características que nuestro
imaginario colectivo presupone para uno y otro tipo de hábitat: la ciudad ha de
ser vivaz, inestable, ruidosa y un poco esquizofrénica, mientras el campo se
debe a la tranquilidad, el estatismo, la meditación y la melancolía. Un reparto
de roles que pretende mercantilizar una identidad rural anacrónica, esteticista
y reaccionaria, y que desatiende (por incomprensión) muchas de las fuerzas
complejas que hacen que también el hábitat agrario sea un ecosistema cultural
en continua e imprevisible metamorfosis.
La urbanística contemporánea
concibe la ciudad como un ente esencialmente dinámico y procesual, sujeto de
infinitas e impredecibles mutaciones, que dan lugar a un paisaje de cambio
perpetuo y reinvención continua: cada vez en mayor medida, las ciencias y las
artes de lo urbano ponen en valor las erratas y fricciones propiciadas por el
magmático devenir de la ciudad, cuyas aberraciones despiertan curiosidad y
simpatía al ser muestras de vitalismo, condición sine qua non de la urbanidad contemporánea. Lo urbano sería
movimiento, nomadismo, trasversalidad, alteridad y desequilibrio, un imparable proceso
de auto-transformación cuya belleza consiste precisamente en su negación de la
quietud. La ciudad de nuestro imaginario seduce por inquieta e impura, mientras
la mirada del urbanita voyeur impone
al rural la impostura de un pedigrí purasangre. El estatismo formal deducible
del bucolismo de postal romántica exige desactivar cualquier tensión o
desequilibrio estético: de esta manera, la concepción paisajística de la
territorialidad actúa como cortapisa al libre desarrollo cultural, social y
económico de pueblos que son como son por
razones más complejas de lo que las instituciones están dispuestas a reconocer.
Las aldeas contemporáneas también son fértiles en dinamismos sociales,
estéticos, simbólicos y económicos que responden a lógicas tan complejas e
inextricables como las de cualquier otro ecosistema, y cuyos aciertos y errores
no pueden ser evaluados inmediatamente recurriendo a una concepción
insuficiente o capciosa de cómo ha de ser el modelo estético a perseguir
Contra toda expectativa,
proliferan en el rural antiguas tascas reconvertidas en after-hours para los jóvenes que se resisten a retirarse al
amanecer; carreteras comarcales en cuyos linderos aparecen espontáneamente
establecimientos comerciales orientados al tráfico, y funcionando como un
inopinado strip; ruinas de antiguas
instalaciones agropecuarias reutilizadas para todo tipo de usos fuera de
normativa, desde botellones a huertas o almacenes de chatarra; residuos de goma
y plástico reciclados como insólito mobiliario de jardín; patios de manzana en
los que se instalan gallineros, cochiqueras o guaridas para perros de caza; mercadillos
callejeros extrañamente cosmopolitas donde el campesino nativo socializa con
gitanos, subsaharianos o magrebís; áreas de servicio que funcionan como refugio
de amores furtivos; gigantescos chalets con barroquismos de estética narco junto a precarias chabolas con el
cerramiento a medio rematar; y todo un
repertorio de medianeras, parcelas sin edificar o torres fuera de normativa en
los centros de villas y aldeas, como huella de la sucesión caótica de planes
urbanísticos efímeros que proliferaron ante la secular desgobernanza local. Y
por supuesto, el abigarrado repertorio formal de las viviendas de indianos y
retornados, instancias claves de un país cuya cultura siempre ha adoptado muy a
su manera las enseñanzas de la emigración. Ejemplos todos ellos de una
sensibilidad bastarda y plural en la que la convivencia entre tradición y
modernidad ha tomado lugar sin tener en cuenta ni la “identidad” pastoral que
la ciudad sigue otorgando al rural, ni la necesidad de satisfacer el apetito estético
del voyeur global, al que ahora se
pretende atraer por la vía del turismo. Sin atender a argumentos ideológicos,
can de palleiro ladra en castrapo.
La paisajización del territorio que queda fuera de la ciudad tiene
entonces como su mayor enemigo al feísmo, un concepto inventado desde y para el
criterio del urbanita, que en su imaginario sigue exigiendo al rural la
sencillez y mansedumbre de un paisaje purasangre, y conjurando cualquier
bastaría que pueda ensuciar la estampa prevista para nuestra campiña. La
apuesta por el turismo de casa rural, el senderismo o las rutas de parques
naturales funciona por tanto no sólo como un mecanismo de puesta en valor de
territorios hasta ahora no explotados comercialmente, sino también la
imposición de un corsé a las formas de producción y relación social que se han
desarrollado allí durante décadas, sin que las autoridades se hubiesen
interesado por ordenar o modular los procesos. Desde esta perspectiva, las
paradojas y fricciones de nuestro paisaje rural son equiparables a los de otras
localizaciones en las que la modernidad también se desplegó sin un proyecto
institucional consistente, y redundando en modos de ocupación del territorio y
apropiación de la tecnología que en urbanismo se suelen denominar “asentamientos informales”.
Puede que nuestra identidad de
postal figure un rural gallego de cruceiros, riachuelos y casitas
rústico-románticas, pero nuestro paisaje real está atestado también de
medianeras, ruinas e infraestructuras muertas, de periferias desordenadas,
industrias fuera de su ámbito previsto, edificios feos, urbanizaciones
delirantes, apropiaciones indebidas del suelo, contrasentidos de todo tipo, que
ilustran el inquieto dinamismo territorial propio de una sociedad, la rural,
que no cabe en las estrechas hechuras de un paisaje purasangre. Lo pobre, lo
feo, lo mutante y lo bastardo quizás no hayan de ser fenómenos demonizados por
los gestores del territorio, sino potenciales temas de proyecto a incorporar en
la puesta en marcha del rural teniendo en cuenta su pluralidad de matices, y no
plegándose acríticamente a las
expectativas estéticas del turista, que funciona como el imponedor por
excelencia de los valores de la globalización sobre los territorios locales
mediante el recurso a una concepción normativa, universal, dogmática de la “belleza” impuesta por la ideología
hegemónica, decididamente urbana.
Las condiciones en las que
queramos transformar nuestro territorio en “Paisaje” implican por tanto
problemáticas que trascienden en mucho el mero aseado y vestido de largo de la
apariencia estética del medio rural: el paisajismo ha de ser un instrumento
suficientemente sofisticado como para respetar las singularidades y dinámicas
específicas de lo local, incluso a costa de sacrificar la homogeneidad sedante
de ese rural gallego de postal bucólico-pastoril, que desde las instituciones y
la industria del turismo pretenden uniformizar nuestro uso del territorio a los
cánones de fotogenia impuestos desde la aldea global. El desafío pasa entre
otras cosas por saber poner en valor las potencias y contradicciones que
esconde nuestro abigarrado territorio, e inventar los criterios que nos
permitan figurar nuevas expresiones de “Belleza”
que no estén reñidas con lo heterodoxo. Belleza bastarda, impura y lejos de equilibrio
estático, propia de un paisaje vivaz e hiperactivo que, contraviniendo la
voluntad homogeneizadora del sector turismo y el ciudadano voyeur, nunca tuvo vocación de purasangre, ni fue pensado para
seducir a través de su representación en una pantalla.
De todo lo expuesto podría
deducirse una cierta condescendencia hacia la fractura, dejadez y desorden de
nuestro paisaje, o tolerancia paternalista con sus ejemplos de torpeza y
fealdad. Sin embargo el objetivo era más bien aclarar que la cuestión no es tanto
negar la cuestión estética como fundamental a un territorio, como determinar
los criterios de “belleza” o iconicidad de los que nos servimos para figurarlo.
A nivel paisajístico, el concepto de lo rurbano implicaba una nebulosa
difusa que supuestamente conjugaba territorialidades tanto de lo urbano como de
lo rural, pero indirectamente remaba en la dirección de convertir todo en
ciudad. Del extremo en habitar una cabaña aislada en el campo a hacerlo en una
megalópolis de varios millones de habitantes, media un gradiente continuo de
modos y fomas de urbanidad y ruralidad de tantos matices que las taxonomías son
irrelevantes. Llegado el caso, lo rural no es más que el territorio resultante
de la expansión de la forma de vida urbana sobre espacios antiguamente
agrarios, cuyas especificidades son ya triviales, circunstanciales o simuladas.
Y en ese sentido, subsumiendo el antiguo suelo agrícola a los intereses de ocio
y descanso del habitante de la ciudad, la paisajización es equivalente a la
gentrificación en el centro de las ciudades: en ambos casos se trata de imponer
un orden artificioso de reproducción social por el que los habitantes de un
territorio son obligados a desplazarse o replegarse según condiciones impuestas
verticalmente y desde fuera.
El nacimiento del turismo en el
siglo XIX fue paralelo a la difusión del concepto británico del Pintoresco, de
matriz romántica: el pintoresquismo fue un movimiento estético que promovía el
placer del encuentro con paisajes insólitos y extravagantes, casi siempre por
su disparidad con el hábitat habitual del turista (bien por haber sido
producidos por culturas completamente diferentes a la suya, bien por
condiciones geográficas inusitadas) y cimentado en una mística de lo salvaje,
lo arcaico y lo sublime que medía la
Belleza como efecto de sorpresa y asombro sobre el ojo que
contempla. En un principio la categoría de lo pintoresco se aplicaba únicamente
a panorámicas rústico-románticas con reminiscencias de civilizaciones desaparecidas
o grandes accidentes naturales, o en general cualquier experiencia inusual que
retrotraiga al imaginario del espectador a un espaciotiempo extemporáneo, al
margen de la contemporaneidad mundana y urbana: desde sus inicios por tanto el
concepto de “lo rural” figurado por los urbanitas ha considerado que lo que no es ciudad está de alguna
manera fuera del tiempo, inmune al ciclo de la historia urbana, y por tanto
ofreciendo la tranquilidad de un refugio donde el reloj siga una cronometría
más natural, menos alienante: se ha buscado en el campo, ante todo, la afasia
de abandonarse a un ritmo temporal casi telúrico. A partir de ese hecho
diferencial, las formas estéticas que podía adoptar lo pintoresco eran
variadas: escenas que recuperaban el imaginario de los pioneros conquistadores,
parajes sublimes, ruinas sobrecogedoras, aldeas de sociedades extintas…
Quizás no debamos renegar de una pintoresquización del paisaje gallego
real en el imaginario del voyeur-global, pues nuestro territorio cuenta con una
cualidad que cada vez escasea más en el uniformado mercado internacional de
destinos turísticos: el exotismo. La
estrambótica y aparentemente azarosa formalización de nuestras localidades y su
proliferación de fracturas, desconexiones, saltos de raccord, encabalgamientos, superposiciones, fricciones, ruinas e
inesperados brotes verdes encierra la potencia de un canon estético propio y
por descubrir, por inventar. Los que vivimos en el rural, en los que quizás
sean los pueblos más feos de Europa, intuimos el espectro de un modelo de
Belleza latente capaz de sacar brillo y poner en valor lo que ahora nos parecen
aberraciones: hay una extraña poética de lo bastardo y lo mutante por aflorar,
y los primeros en cincelarla han de ser los artistas, los poetas, los arquitectos,
los fabuladores: todos los encargados de
producir figuración y sentido. Si la gestión de un hábitat armónico requiere
para la creación de un “Modelo
territorial” que sirva como horizonte operativo capaz de aglutinar las
diferentes energías hasta que converjan en un proyecto común, una de las
condiciones esenciales de tal modelo ha de ser su sintaxis estética: ésta ha de ser grácil para la vista, pero
también respetuosa con la formas de vida que ha de representar figurativamente,
sin coartarlas ni ahormarlas. Y en el caso gallego, insisto, el modelo bucólico
pastoril de una Disneylandia de auga e
pedra dista mucho de resolver las fuerzas sociales de un rural más
poliédrico y libertino de lo que esperan los domingueros de Madrid. En Galicia,
ahora y siempre, está todo por hacer.
Hay infinitas potencias por actualizar, y mil dinámicas por tramitar. Quizás
ese permanente estado de latencia sea la característica esencial de su paisaje,
construido históricamente bajo el lema “ti
vai facendo”. Es un Shrek que nunca culmina su conversión en Príncipe azul,
pero sigue esperando nuevas oportunidades para hacerlo pese a que quizás sea
una voluntad innecesaria.
grande oberver!
ResponderEliminarlo enlazo en el blog que empezamos a AACC Valadares sobre lo rururbano-difuso-transgénico...
te dejo unos enlaces a dos imágenes que encontré en una presentación de Claudio Acioly precisamente sobre asentamientos informales, dos fotos de la periferia de Tirana-Albania que son lo más parecido a Galicia que he visto nunca y que este experto de la ONU en temas de Hábitat incluye en sus estudios como forma de slum...
https://dl.dropboxusercontent.com/u/22049820/_albania1.jpg
https://dl.dropboxusercontent.com/u/22049820/_albania2.jpg
estas y otras sobre las periferias de El Cairo (donde la extrusión del parcelario rural a la gallega ha producido paisajes increíbles) la incluimos en la presentación de Sarria del año pasado... a ver si la acabamos pronto y la compartimos...
abrazo! (como no vengas pronto, nos vamos a ver obligados a montar algo para invitarte a lacoru...) iago
Gracias por la info!!! muy interesante, investigaré a fondo. A ver si voy pronto a la Coru, y a ver si os animáis también a veniros por aquí que como digo siempre hay mucha tela que cortar y mucha energía latente que hay que poner en movimiento... abrazacos!
EliminarPerdón por colarnos en los comentarios, pero no encontramos otro modo de contactar, ya que estamos baneados en el sitio web de las Indias.
ResponderEliminar¿Por qué esa inquina contra los modennos? preguntas: http://lasindias.com/por-que-las-gafas-de-pasta-no-aportan-al-pib#comment-23650
Por esto: http://indianowatch.wordpress.com/2013/11/26/making-of/
Un saludo. Ah, y no te sorprendas si te encuentras con que dejas de poder comentar en las Indias por haber sido crítico. Es lo normal.
IndianoWatch
Hola eminencia cartabónica: eminencia carpetovetónica al aparato.
ResponderEliminarTe dejo un mix de Radio Soulwax muy jugoso de Newbeat oscuro en formato video, por si te interesa.
En los comments está el tracklist quasi completo, ya que todo marimoderno siempre tiene un track de newbeat en la RAM que ni puta idea de quién es:
http://vimeo.com/26149028
Estoy muy dark y EBM, así que este año no hago la lista.
Abrazos espartanos.
V.
Sobre Beyonce y los Illuminati:
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=W0urKpeuGIY
V.
Hacia tiempo que no te leia pero que grande. Que añoranza de nuestras lasrgas conversaciones y que ganas de iniciar otras.
ResponderEliminarEn un curso sobre paisajismo en la Ribeira Sacra los lugareños se quejaban de eso mismo "los turistas vienen a mirar pero no meten las manos en la tierra", les molestaba su presencia por su falta de compromiso real con el paisaje.
Lo dicho, grande, muy grande. Gran texto Observer.
Un abrazo.
Quizá exista una gran contradicción aquí: pretender determinar los criterios de esta belleza "insólita", es decir, normalizar este tipo de actuaciones, es incompatible con su naturaleza "informal" y fragmentada, al margen del estado y sus normas. Los arquitectos tenemos siempre esa obligación, o esa necesidad de racionalizar, supongo que para después ordenar. Lo informal responde a una gestión informal o anormal, y nunca el urbanista podrá racionalizar y normalizar, institucionalizar este tipo de crecimientos. Por otro lado, en vías de extinción, si se completa el proceso de biopolitización y control total de la vida. Quizá la clave está en indagar sobre los instrumentos que manejamos, cuestionar al efectividad de los planes urbanísticos, leyes del suelo, leyes de costas, esas herramientas primitivas que todo lo abarcan, grandes creadores de monstruos y fealdades, al servicio de la especulación, eso si, muy ordenadita ella. El ciudadano ha perdido cualquier papel activo en la creacción de paisaje, todo está definido, la normativa abarca todo. Como bien intuyes se trata de una cuestión socio-política. Y estoy más de acuerdo contigo cuando hablas del papel protagonista del arte para asimilar estas "bellezas". De lejos, no hay gran diferencia entre las favelas y los rascacielos, ni en racionalidad, ni en belleza. Estas favelas, por cierto, han entrado ya en el universo del turismo y se organizan visitas guiadas.
ResponderEliminarComo siempre, me interesa mucho lo que escribes. Sobre este tema, me gustaría con tu permiso añadir unas cuantas líneas más:
ResponderEliminarCierto es que arquitectos, políticos, administración, e instituciones se preocupan enormemente de repetir identidades, preservarlas, desarrollar identidades propias que se separen de las demás en un afán autodeterminativo. El caso es que sin duda, ha sido y sigue siendo un tema subyacente en los diferentes discursos. Evidentemente el debate nunca son las identidades múltiples sino el diseño consensuado de la identidad apropiada. Por un lado los dircursos académicos más preocupados de la construcción y crecimiento de su discurso convenido desarrollan identidades paradógicamente reconocibles incluso por aquellos que desconocen completamente el contenido de sus sesudas discusiones. Algunos de estos iluminados, bien abducidos por la belleza de la arquitectura vernácula o bien por su necesidad de expiar sus pecados despóticos, ponen a disposición del poder político su sabiduría y capacitación, tipografiando las leyes que ordenan el espacio público y privado, estableciendo en el entorno rural, un modelo identitario impostado adecuado para que lo novedoso resuene a lo vernáculo resultando una especie de parque temático rural, enturbiando la percepción de aquellas construcciones que tanto dicen que les preocupa proteger. Con este enfoque, se dan situaciones tan delirantes que en un entorno construído en su mayor proporción con materiales estandarizados como ladrillos, fibrocemento, bloques de hormigón, azulejos, teselas, aluminio, etc, se prohibe la visibilización de los mismos, en favor de simulaciones de cartón piedra que se desvinculan del sistema de producción de la arquitectura que es hasta ahora propio del rural. Todos estos han contado y puesto a su servicio una campaña mediática sin precedentes en Galicia como fue la del feísmo. Está todavía por escribir la crónica de toda aquella orquestación que trascendió a prácticamente toda la población incrustando una posición colectiva en cada uno de los individuos. Todos estos soñadores ideólogos se polarizan en aquellos románticos burgueses no tan interesados por la visión identitaria sino por la de “paisaje” y estos otros románticos de la identidad que tratan en su día a día de hacer el imposible de inventar su propia mitología y tratar de encarnarla a la vez. Estos dos frentes encuentran un espacio común y de acuerdo para llevar a la práctica sus objetivos ahogando con su articulado el derecho de todos los del rural a seguir construyendo el medio en donde viven.
Donde escribí "paradógicamente", sustituir por "paradójicamente".
ResponderEliminarMuy buen articulo, lo acabo de encontrar aun y no siendo de fecha actual. Me ha gustado la descripcion que realizas sobre el proceso de "gentrificación" en un entorno rural puro y duro, de vacas y campo. estamos acostumbrados a ver estas cosas y leerlas sobre el entorno urbano, de ciudad o incluso industrial, o mejor dicho postindustrializado.
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