viernes, 29 de marzo de 2013

Brothers Quay

LEOS JANACEK, claroscuros de la vieja Europa 




















Mucho se ha escrito sobre el trabajo de los legendarios hermanos Quay, maestros de la stop-motion con marionetas nacidos en Estados Unidos pero creadores de un universo estético de sabor fuertemente centroeuropeo. Pero el esfuerzo literario por definir y acotar la naturaleza de un cine tan sumamente personal, de una lírica tan exacta como esquiva, se da de bruces con la imposibilidad de producir un discurso que de cuenta de la naturaleza voluntariamente musical de su modus operandi: tal y como ellos mismos explican en sus contadas entrevistas, su universo no remite a ningún esquema metafórico o significativo, buscando más bien el tipo de poética de los sentidos propia de cierto teatro de vanguardia de principios del siglo XX. Sus films no significan, sino que evocan, partiendo de la concatenación de imágenes que rememoran el pathos de Kafka, Beckett, Schulz y, por supuesto, Jan Švankmajer, referencia ineludible en la animación de vanguardia y verdadero maestro en la sombra de los Quay.
Su trabajo es toda una lección de escenografía, protagonista absoluta de un lenguaje cinematográfico que busca dinamitar la distinción gestáltica entre fondo y figura: en sus cortometrajes, el escenario no es un fondo pasivo e inanimado sobre el que se desenvuelvan los acontecimientos, sino que actúan como un agente animado que interactúa permanentemente con los supuestos protagonistas. Su cine es escenografía coreografiada: la disolución absoluta de la frontera entre sujeto y objeto, de tal manera que todo el campo visual es susceptible de participar de los enigmáticos eventos. Escenografía viva, proyección del imaginario subjetivo en el que azarosamente algunas puertas se cierran, mientras baúles y cajones se abren en un ballet objetual ... ¿del sinsentido?





Sus escenarios (a medio camino entre la ensoñación naive y lo pesadillesco, bellamente desoncertantes, filmados siempre con celuloide de grano rugoso y color marchito) son, por tanto, protagonistas absolutos de una acción que siempre toma cuerpo como la animación de un ambiente. Compuestas como agregados delirantes de objetos parciales freudianos, y formalizadas en el vertedero de un expresionismo deconstruído, cada una de sus escenografías sigue una lógica autoreferencial y asignificativa, en la que la tensión entre lo bidimensional y lo tridimensional se resuelve mediante el uso paradójico de la iluminación, en la que las zonas en sombra tienen un peso fundamenteal. Paradójica será también su ordenación y yuxtaposición de los espacios, que no sigue la lógica extensiva de la geometría euclidiana, sino una disolución del espaciotiempo natural más cercana a las intensidades topológicas.



Un cine operístico, multidisciplinar, sensorial y evocativo como el suyo escapa seguramente a cualquier aproximación semiótica que quiera resolver su enigma. Su gramática visual, de un expresionismo desapasionado y tenso, opresivo y ensimismado, supone sin embargo una sugerente poetización de la lógica memorística de lo onírico, espacio fracturado que asiste a las erráticas e inesperadas derivas de un sujeto, casi siempre pasivo, que asiste atónito a los caprichos de un contexto objetual inesperadamente dinámico, amenazante, insólito y, a su manera turbia, nostálgico.

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