El próximo lunes el antropólogo
Manuel Delgado estará en la facultad de sociología de A Coruña dentro del ciclo
de conferencias Sociedade
en movimento, redes sociais e participación social. No conocía su
trabajo pero sus declaraciones en esta entrevista me parecen muy
sugerentes por su sagaz intuición de las connivencias entre el capitalismo y
los agentes que pretenden su subversión: en su argumentación muestra una
capacidad de observación y escepcticismo de la que decididamente carecen muchos de sus colegas.
Sin embargo, en el video que dejo enlazado a continuación plantea una postura
que creo conviene rebatir o al menos poner en crisis: a su entender, el diseño
urbanístico es estéril como agente de producción de ciudadanía, pues la
competencia del arquitecto para producir forma no incidiría en el orden
profundo de lo real social. Una idea
muy polémica que intentaré contra argumentar sin utilizar ni una sola vez la
palabra “Rancière”.
Interesados, empiecen a ver la entrevista en torno al minuto 8.
En su esforzada tentativa por recuperar la legitimidad social de su profesión, el arquitecto insiste en postularse como mucho más que un mero estilista. Durante siglos la arquitectura, como institución y estamento, se dedicaba sin complejos a la figuración del lujo aristocrático, y sólo interactuaba com “el pueblo” en los casos en que el poder requería ostentación y exhibición de músculo: en todos los casos, el proyectista actuaba no sólo como un técnico sino ante todo como un escenógrafo, cuya competencia exclusiva era la substanciación en el espacio de las dramaturgias ideológicas requeridas por cada promotor. La lectura canónica del espacio arquitectónico a nivel Historia del Arte lo refiere por tanto como un ejercicio o bien de simbolización, o bien de ornamentado. La modernidad y su defensa de la clase trabajadora como el sujeto legítimo de la ciudad fue muy hábil en la desactivación de los discursos esteticistas que históricamente habían abordado la arquitectura como una disciplina dedicada a la construcción de apariencias: el asunto por antonomasia en la gestión del espacio pasaba a ser así la funcionalidad, y sólo subsidiariamente la belleza, acometida siempre desde el logocentrismo..
La deontología moderna remite por
tanto al platonismo filtrado por el antiguo testamento, cuya herencia en la
metafísica pop contemporánea son las narrativas del tipo “la belleza está en
interior”, que es a fin de cuentas el argumento por excelencia del discurso
arquitectónico académico: no hay que dejarse seducir por lo aparente, entender
la arquitectura exige que ésta sea o bien pensada, o bien sentida intuitivamente por
el cuerpo como agente de experimentación profunda. Lo contrario, la escopofilia
de los que afrontan la arquitectura como algo que ha de agradar a la pupila,
sería la degradación máxima de la interacción con el espacio, así reducido a
mera epidermis impermeable e interactivo únicamente como objeto de contemplación. La rendición ante el placer de mirar es propia de
masas iletradas y sumisas, esclavizadas por la falsa seducción de la apariencia
golosa. Pero esto ya lo saben ustedes.
Me he sentido interpelado por la entrevista de Manuel Delgado,
en el fondo cómplice con esta cosmovisión que minimiza el impacto de lo que entra por los ojos. Según su criterio, la formalización
del espacio urbano tal y como es llevada a cabo por el arquitecto sería irrelevante
en relación a los acontecimientos que allí puedan tener lugar: el uso que la
ciudadanía realiza en un determinado lugar es impredecible, y lo máximo a lo
que puede aspirar el proyectista es equiparable a añadir una guinda a un pastel
precocinado. De acuerdo con este antropólogo, la ética formal de la modernidad y su
mística de la emancipación a través del diseño son una quimera, wishful thinking condenado al fracaso
debido a la fluidez de la acción social, que siempre desborda los presupuestos
que el urbanista pueda manejar respecto a la relación entre forma y uso del
espacio. Sus afirmaciones resultan un tanto insólitas por el desprecio
implícito a la potencia de la arquitectura como denotación de las formas de
vida, pero desmantelar ese discurso es muy sencillo: basta con afirmar que la
arquitectura distribuye los límites inmanentes al movimiento de los cuerpos en
el espacio, y eso es bastante más grave que poner una guinda decorativa en una tarta de receta heredada. Para que la postura de Delgado fuese consistente, se necesitaría una
“ciudadanía” preexistente al territorio en el que aterriza, cuando lo cierto es
que la realidad misma de toda comunidad se da en plena concomitancia con las
determinaciones espaciales en las que se conforma. Es decir, la ciudadanía no ocupa un espacio, sino que éste forma
parte de la sustancia esencial al cuerpo social: la separación establecida por
Delgado entre sujeto (ciudadano) y objeto (ciudad), figura sobre un fondo, se fundamenta como digo en idealismos
platónicos de los que creo que no es consciente, visto que nos recomienda dejar
de leer a Deleuze y Foucault (pues, según él, no dicen nada). Como en tantos
sociólogos, su problema es la confianza en un “realismo” y “sentido común”
cuyos axiomas es incapaz de cuestionar, cayendo así en el populismo
intolerable de acepar la inmediatez de los fenómenos, y olvidando que éstos son
necesariamente resultantes de un determinado orden de discurso. Delgado es
en ese aspecto asombrosamente conservador (como, por otra parte, cualquier otro seguidor de Jane Jacobs).
Como digo, las críticas de
Delgado a la potencia del urbanismo por la vía de la denotación son muy
inconsistentes y fácilmente rebatibles, pero seguramente será más interesante
abordar su discurso al respecto de la connotación. Según él, nada tan estéril
como una guinda ornamental sobre un pastel: el paladar es soberano y nada puede
hacer un adorno para alterar el sabor de una pieza de repostería. De nuevo,
esta postura implica un realismo tan ingenuo que incluso resulta entrañable: para él la experiencia corporal es
independiente del orden simbólico. La
intuición, como mediación inmediata entre raciocinio, pathos e impresión sensorial, provee así un acceso a la verdad
profunda subyacente a lo fenoménico y garantiza la fiabilidad del sentido
común. Deleuze, a quien tanto desprecia, ya desarticuló semejante postura en el
temprano “Diferencia y repetición”,
aunque el deleuzianismo habitual sigue confiando en la prerrogativa del cuerpo
para desentenderse de los efectos de simbolización (los conceptos de cuerpo sin órganos o espacio liso orbitan sobre ese
presupuesto). Sin embargo el “platonismo invertido” de Nietzsche comete un
error simétrico al del idealismo: vía Freud, sustituye lo
supra-representacional (la Idea
diagramático que sobrevuela los cuerpos) por lo sub-representacional (la
realidad inequívoca de aquello percibido que excede al orden simbólico a través del
cuerpo). Pero más radical será la postura de Baudrillard, que quizás reduce al ser humano a una correa de
transmisión de símbolos, cuyo cuerpo mismo (incluido el aparato sensomotor) es
resultado de interlocuciones simbólicas en las que la fisicidad ya no es
soberana: para él, el sabor de un pastel es mediado por la presencia de una
guinda ornamental.
Esto suena abstracto y retórico,
pero la consecuencia lógica es muy simple: la ciudadanía se formaliza por medio
de la connotación, y la continuidad radical entre sujeto y objeto instanciada
en un fenómeno implica que las apariencias conformen la realidad de las formas
de vida. Frente a la tesis de Delgado, reivindico
la capacidad de la esfera de lo estético para generar ciudadanía y no sólo
rematarla, incluso en los niveles más aparentemente frívolos. Frente al
platonismo de los antropólogos y sociólogos que aceptan la equivalencia entre
una comunidad y su diagrama (o una ciudad y su trazado), los arquitectos
debemos reconocer y afirmar la gravedad de cualquier mínimo gesto de diseño,
determinante para que un cuerpo social sea el que es y no otro. Sorprenden las
loas que Delgado dedica a Henri Lefevre,
alguien en cuyo núcleo intelectual siempre estuvo presente la huella de sus
contactos con el situacionismo: el espectáculo no es una máscara o una
envoltura, sino la estructuración misma de las relaciones en las que se
articula una sociedad. No hay democracia ni en el sentido común, ni en la
ensoñación perversa de una realidad supra-representacional.
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