El proyecto que alentó a Nietzsche a escribir su magistral “La gaya ciencia”, el gay saber, era el de plantar cara al incipiente monopolio ejercido por el conocimiento técnico sobre el conjunto de los saberes humanos: frente a la segmentación y mecanización de la vida cotidiana resultante de la industrialización, el filósofo proponía un reencuentro con el caudal arcano, fabulatorio, vitalista y temerario que desde siempre ha recorrido las corrientes que irrigan indistintamente a la ciencia y la poesía, dominios cuya fatal escisión moderna ha cauterizado la plenitud del saber como actividad intuitiva, sentida, patho-lógica. Una prosa como la suya, que galopa a la velocidad del rayo a través de metáforas, aforismos y sentencias lapidarias, hará que muchos piensen que el libro no es más que la enésima boutade del chico malo de la metafísica occidental, pero bien leído se trata de un riguroso desmantelamiento de los presupuestos epistemológicos con los que operan aquellos que se afirman custodios de la Verdad. Lo que Nietzsche busca no es una puesta en valor bucólica y oscurantista del “pensamiento mágico” como barricada desde la que oponerse al imperio de la Academia, sino más bien firmar la tregua entre dos banderas que secretamente siempre han sido la misma: en su raíz, todo pensamiento es mágico. Busquemos la conciliación de Apolo y Dionisos: la Verdad no es arbitraje de los juicios, sino instrumento de placer y poder.
( ( ( Ilustraciones de Matheus Lopes Castro ) ) )
Esta idea, que en “La gaya ciencia” venía prescrita desde
una actitud risueña y desvergonzada, sería luego debatida con solemnidad por
corresponsales nietzscheanos más o menos indirectos como Henri Bergson, Max Weber o
el propio Thomas Kühn,
investigadores (cada uno en su lenguaje) de los vínculos y desencuentros entre
conocimiento e imaginación, especialmente inquisitivos sobre la constitución e
instrumentalizad social de la verdad científica, programa que Foucault seguramente llevaría demasiado
lejos. Más mal que bien, los nietzscheanos numerarios acabarían por instaurar
contra su propia voluntad el sórdido “relativismo
posmoderno”, que promovía éticas de la incertidumbre argumentadas mediante
el desfondamiento metafísico de toda verdad científica instituible como Ley. Sin
embargo, ese relativismo sólo encontrará
fortuna en las ciencias humanas, donde la equivalencia “verdad =
dogmatismo” ha dado lugar a una parálisis intelectual colectiva tras haber
desbaratado no sólo la posibilidad de argumentar desde el poder, sino también
desde su oposición. Desde los laboratorios, sin embargo, desdeñan muy astutamente cualquier crítica a
su sacrosanto Método Científico, sabedores del enorme pastel que tienen para
repartir: mientras las diferentes escuelas filosóficas o sociológicas se
enzarzan con uñas y dientes en irrelevantes pugnas metodológicas e
intelectuales, “los científicos” funcionan como un único bloque homogéneo,
comulgando con firmeza en una misma estructura epistémica… ¿sin fisuras? En un
principio, toda ciencia reconocida como tal es consistente con las demás
ciencias (por ello la alquimia o la astrología son consideradas supercherías,
no por otras razones) pero de vez en cuando aparecen en el mundillo mentes
revolucionarias que hurgan en las inevitables fallas del Conocimiento
Científico, recordándonos que el Saber no es tan sólido como se intenta
transmitir a la sociedad desde sus aparatos propagandísticos (documentales de la
BBC Horizon,
personajillos como Punset,
suplementos divulgativos en prensa generalista, etc).
Lo cierto es que, aunque no
llegue a oídos del gran público, siempre ha existido un contracultura científica, encarnada en aquellos que, saludablemente,
se atreven a discutir el modelo standard (o en términos gramscianos, el
pensamiento hegemónico) imperante en cada momento. Por fortuna han ido
apareciendo visionarios insobornables que fueron capaces de ampliar el saber
hegemónico de su tiempo mediante piruetas iluminadas por el genio (y la locura):
ahí están Edwin Schrödinger, Carl Jung, Alan Turing, Benoit Mandelbrot o
Rupert Sheldrake, agitadores capaces de encontrar las
cosquillas de sus respectivos campos de investigación, casi siempre gracias a
su pasión por disciplinas colaterales como la ontología o la epistemología. En
ese sentido, los arquitectos somos profesionales bastardos e impuros,
irreductibles tanto a la condición de técnicos de saber positivo como a
intelectuales de argumentación literaria, y la esencia empírica de nuestro
trabajo nos lleva a considerar irrelevantes estas pugnas entre los doctos en
cifras y los doctos en letras: nuestra profesión nos obliga a serpentear
entrelíneas, acostumbrados a nadar en el contrasentido y responder con cintura
a requerimientos antitéticos que confluyen sobre una misma decisión a tomar:
aquel que haya tenido que resolver las controversias entre promotor,
constructor y burócrata no necesitará instruirse en ningún Master en
Relativismo para saber que la verdad de cada uno es tan elástica como sus
intereses particulares.
Lo asombroso de la situación es el hecho de que toda la arquitectura
que se produce en el planeta sea tan similar entre sí, la pasmosa falta de
diversidad en los territorios que nos construimos. Sorprende que una disciplina
en principio pragmática y anti-metafísica como la del proyectista, que se pasa
por el forro las angustias metodológicas de biofísicos o sociólogos, produzca
resultados tan homogéneos a todos los niveles: definitivamente algo se está
haciendo mal, cuando incluso los sectores más académicos del gremio aplauden
prácticas tan perezosas como las que pueblan las revistas especializadas.
Quizás de ahí la popularidad de “Mil Mesetas” o “Nunca fuimos modernos”,
clásicos del pensamiento contemporáneo capaces de proponer ideas ínterdisciplinares
para ampliar el cromatismo intelectual
de la arquitectura, profesión arruinada en la monocromía de sus conceptos.
A trancas y barrancas, el “sentido común”
ha sido el instrumento con el que los arquitectos han intentado lidiar con el
relativismo, cayendo en una trampa ideológica tan antigua como el mundo:
precisamente ese “sentido común” es el lugar perfecto para que los dogmas
imperen desde el ocultamiento, falseando como “verdades naturales” a juicios que, por inexpresados, resultan
incontrovertibles. El sentido común es la kriptonita de la creatividad
intelectual.
En los últimos años, las cátedras
anglosajonas están permitiendo hablar a pensadores fuertemente especulativos
que han comprendido que la fabricación
de conocimiento (momento indispensable para la instauración de nuevas
prácticas) pasa por la construcción de
narrativas. Y si son de naturaleza
especulativa, hacen malabarismos al filo del puro delirio, y picotean
desprejuiciadamente de todas las fuentes imaginables (desde oscuros manuscritos
escolásticos a gacetillas pulp, de leyendas folk precolombinas a los prospectos
de medicina contemporánea, de chamanismo cuántico a manifiestos de vanguardias
periféricas…) mucho mejor. Si Nietzsche desbarató la presunción de quienes
buscaban el Sentido con actitud detectivesca, la gaya ciencia que nazca de las cenizas de la Verdad ha de ser generada
con imaginación e inventiva, atando
cabos entre cifras y letras sin otro parámetro de juicio que la potencial
operatividad de los resultaos obtenidos.
A estas alturas de la película, y
con el impresionante bagaje de ideología pop que atraviesa nuestras carnes, es
incomprensible que en España una conferencia de Moneo o William Curtis
siga convocando a miles de estudiantes que confían en que tales gurús todavía
tengan algo que decir: ignoran que, de
tan sumisos a la modernidad, discursos como los suyos resultan pre-modernos.
Mientras, conferenciantes verdaderamente frescos y multidisciplinares apenas
son tenidos en cuenta en las academias latinas, del mismo modo que libros
contemporáneos auténticamente memorables permanezcan sin traducir: los best
sellers del ramo este año probablemente sean Lefebvres, Mumfords, Jacobs y Giedions (y eso en el mejor de los casos) mientras ideas
tremendamente ingeniosas de críticos actuales son completamente desatendidas,
excepto como acompañamiento irrelevante de enormes fotografías y renders,
auténtico imanes para la perezosa pupila de los arquitectos trasnochados. Por
no hablar de tantos y tantos blogs dedicados a recopilar aforismos de Kahn, exposiciones sobre Le Corbusier, poesías a la arquitectura
vernácula de postal o proclamas retóricas en honor a David Harvey.
Los que, como servidor,
terminamos aborreciendo la escena
arquitectónica en castellano por su falta de narrativas arriesgadas, nos
hemos visto a ponernos las pilas con el inglés. El salto cualitativo y
cuantitativo es apabullante: las principales escuelas anglosajonas cuelgan
gratuitamente charlas y debates cuando menos sorprendentes, a menudo con la
participación directa de profesiones de otras disciplinas, y en las que las
cuestiones de cifras y las letras se trenzan sin temor al resbalón o la
metedura de pata. Fruto de la impresionante tradición británica de los estudios
culturales y la herencia de la french
theory, las cuentas en youtube y vimeo de Harvard, Cooper Union, la Bartlett
o la Glasgow School of Architecture están plagadas de
videos infinitamente más interesantes que los que pueda ofrecer, por ejemplo,
la casposa colección de documentales
de RTVE dedicados a la arquitectura.
Como muestra, dejo enlazados a
dos representantes del giro especulativo que está reverdeciendo los laureles de
una disciplina ensimismada como es la crítica arquitectónica. El primero es Marcos Cruz, director ni más ni menos
que de la Bartlett School
of Architecture gracias a fabulaciones tan curiosas como su “arquitectura
neoplasmática”, algo así como una vuelta de tuerca al tipo de discursos
aparecidos en torno a la autopoiesis y el parametricismo de Patrik Schumacher. Cruz fundamenta su
pensamiento en el concepto de “flesh"
(que, como él mismo afirma, no es sinónimo de “meat”) y construye una
peculiar narrativa en la que biología, historia del arte, matemáticas, medios
de comunicación y ciencia del lenguaje se disuelven en un ideario centrado en
el papel del cuerpo, meritorio incluso sólo considerando su componente de
riesgo. A finales del año pasado apareció su libro “The Inflatable
flesh of Architectura”, pero sin haberlo leído no puedo comentar su
contenido. En cualquier caso, un gustazo para los que estamos obsesionados por
los problemas de percepción.
Y el otro es una debilidad personal,
el señor Antoine Picon, profesor de
historia de la arquitectura en Harvard, y brillante investigador cuyo trabajo
mantiene el equilibrio entre la hipótesis especulativa en modo blogger y el
rigor metodológico de las cátedras viejas más solventes. Con sorprendente
preclaridad Picon construye narrativas muy bien articuladas que saltan de la
semiótica a la filosofía de la forma, de la cibernética a la teoría política,
del suburbanismo más mundano a las ciudades de ciencia ficción. Maneja los
asuntos que en este blog consideramos esenciales para entender el mundo
contemporáneo, y su talento para hilvanar citas de procedencias remotas le
convierten en un orador fabuloso. Esta charla dedicada a la cultura digital en arquitectura merece verdaderamente la pena, especialmente
por su insistencia en una cuestión tan problemática hoy en día como es la
alternativa entre el pensamiento de objetos y el de procesos.
Muy bonitas las ilustraciones de Matheus Lopes -la ilustración de la niña columpiándose me parece ¡¡genial!! ... y el subtítulo del post también, por cierto :-) ... Sin embargo sobre eso de las "fisuras" del método científico,.. y lo de que los científicos responden "comulgando con firmeza en una misma estructura epistémica"... pues sí, comulgarán,.. pero no con razones científicas precisamente, sino con razones más bien metafísicas, de esas de las que no se puede saber nada, porque son subjetivas, y cada cual -a ciencia cierta- tiene la suya, claro :-) ... o simplemente porque no hay nada más "razonable", dicen esos cienfícos,.. ya, ya.
ResponderEliminarLo cierto es que si la razón es razón, es porque algo se repite y luego se puede deducir algo, supongo,.. pero eso sólo se puede "reproducir" en condiciones de laboratorio, claro,.. es decir, en un lugar "controlado",.. y ese es el objetivo último de toda esa "triste ciencia", que opuesta a la "gaya ciencia" nietzcheana -según mi opinión,.. y la de algún otro, creo :-) ... intenta convertir al mundo en un laboratorio controlado, de grandes y eternas repeticiones,.. al mismo tiempo que de "pequeñas", "amenas" y "accientales" catástrofes -a ser posible también "controladas", claro-... aunque si no puede hacerse eso, pues... "naturalmente" aceptadas,.. ¡cómo no! -mode ironic "on" :-)
Peeeeeero,.. ante semejante alienación, aburrimiento y enajenación,.. yo no tengo ninguna duda de que esa burbuja especulativa de lo que entendemos por ciencia, en un momento dado haga "plof", porque cada vez se están liando más. Y me refiero a que un premio nobel de Medicina -Richard J. Roberts- paradójicamente ahora se dedica a dar diatribas contra las farmacéuticas, e incluso contra el actual modelo médico,.. y que otro premio Nobel de Economía -Joseph Stiglitz-, pues idem de idem en su campo "científico". O sea, que eso de las "fisuras",.. pues poco a poco -como tú también atisbas o celebras-, pues se van convirtiendo en auténticas "grietas", creo. Y eso por no hablar de esa "ciencia" tan cacareada últimamente -por lo necesitada que está, obviamente-, eso de "la neurociencia",.. que de ciencia tiene lo mismo que el parchís, claro,.. y que desde mi punto de vista, se apoya más en las palabras que en los números, por cierto,.. ya que sus cifras de "curaciones" son auténticamente catastróficas,.. sobre todo visto lo visto,.. y con la que están liando con el nuevo DSMV -Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders- publicado en Mayo del año pasado,.. y que según muchos psiquiatras,.. nos va a "convertir" a todos en enfermos mentales en un plis plas,.. aunque... ¿a ver si van a tener razón,.. y este tipo de sociedad nos está convirtiendo a todos en eso?... Hay, hay, hay,.. que ya lo dice el refrán: "mal de muchos, consuelo de..." :-)
Respecto al tema de la psicología, últimamente me ha dado por investigar los curanderos, gurús, mentores y chamanes contemporáneos, es decir, aquellos a los que recurre quien opina que la psicología clínica mainstream no funciona. Lo que el paciente busca (o esa es mi impresión) es consuelo más que cualquier otra cosa, y entrar por la puerta de un psiquiatra colegiado implica de primeras ser catalogado con algún síndrome, padecimiento o enfermedad, que es lo único que se debe hacer. No es de recibo que a alguien que lo está pasando fatal porque le ha dejado la parienta, o se ha quedado sin trabajo, o cualquier otra situación "normal", se le ponga un sanbenito en jerga médica ("trastorno de personalidad nosequé", "síndrome de compulsión nosecuantos"...) y se le prescriba la consabida pastilla milagrosa.
EliminarDe ahí que muchos opten por refugiarse en el iching, o en gurús de todo tipo, "psicología cuántica", psicomagia, o coaching, o en telepredicadores religiosos muy pintorescos (espero escribir pronto sobre el mundillo evangelista de latinoamérica, es realmente muy shockeante)... al menos ellos dan esperanza y consuelo, que parece ser la mejor medicina del mundo.
Pues sí, tienes parte de razón con eso de "los refugios",.. pero en esta historia circular de la ciencia a la magia -y viceversa-... pasando por "el arte" como catalizador de ambas, supongo,.. pues como parece que está haciendo ese tal Antoine Picon,.. se trata de conseguir una especie de "fusión", o de "saltos narrativos bien articulados" -como tú dices-,.. los únicos que, a mi modo de ver, pueden conseguir "hilvanar" una cosa con la otra,.. pues tampoco es plan hacer como siempre, y salir de Málaga prara entrar de nuevo en Malagón,.. no sé, digo yo :-)
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