No existe un consenso sobre si el umbral del Peak Oil se ha ya traspasado o no: algunas versiones proponen que aconteció
en 1971, otras en la década de los 2000, y muchos afirman que todavía no ha
tenido lugar. La opacidad impera en difusión de datos concernientes al sector petrolífero y apenas hay
información pública contrastable con la que hacer estimaciones certeras sobre
la disponibilidad real de crudo en el futuro inmediato … pero este dato es
hasta cierto punto irrelevante pues todas las gráficas prospectivas dan por
hecho que el crecimiento actual de consumo de residuos fósiles es insostenible
incluso si se descubriesen grandes yacimientos capaces de cubrir la demanda de
las próximas décadas: la amenaza no es tanto el fin del petróleo, como los
fenómenos patológicos asociados a la proliferación infinita del oro negro. Ello
ilustra una de las grandes líneas generatrices lo que ha sido la geopolítica
durante el periplo que abarca desde el inicio de la revolución industrial hasta
la consolidación de la globalización: las postrimerías de la modernidad
occidental han estado protagonizadas en lo económico por la explotación del
petróleo, y son los juegos de intereses de poder generados a su alrededor los
que explican casi todos los conflictos, crisis y cambios en las formas de vida
acontecidos en este período. Desde la segunda guerra mundial a la explosión urbanística
de Dubai, el intervencionismo estadounidense en Latinoamérica, la crisis de
deuda en Europa, el colapso de la Unión
Soviética, los tumultos en las regiones Balcánicas o la
proliferaciones de sátrapas y conflictos fraticidas en el África negra son
consecuencia directa de pugnas por el control de recursos, casi siempre
energéticos, y más concretamente petrolíferos.
La abolición del patrón oro y la
implementación del dinero fiduciario, que como hemos dicho pretendían
desvanecer el anclaje del valor monetario de toda atadura en lo material, abren
la posibilidad de reconsiderar la estructura financiera del mundo desde otra
óptica, en la que el papel central que anteriormente poseía el oro puede ser
atribuído ahora mismo al petróleo. No es casual que sea el precio del barril
Brent el que en última instancia determina las cotizaciones de las grandes
bolsas, los tipos de cambio en la cesta de divisas internacionales, o las
grandes migraciones de trabajadores en función de los requerimientos del
capital: todas estas variables son función del turbulento mercado del
petrodólar, y es en gran medida el derrumbamiento de éste el que explica los
sobresaltos de las finanzas contemporáneas. El anunciado colapso del dólar se
da por descontado por parte de unos mercados que ya han situado en su horizonte
el mundo resultante del fin de la era del crudo.
Desde la perspectiva de la
economía biofísica o termodinámica, subvertir el actual modelo económico de
finanzas ficticias donde las monedas han perdido la correspondencia con la
realidad material podría pasar por implantar un nuevo patrón de referencia para
la convertibilidad universal que ocupe el lugar que durante siglos ocupó el oro,
como podría ser la energía embebida en todo bien o servicio implicado en una
transacción. En numerosos trabajos de macroeconomía ya se han realizado
estudios en ese sentido, llegándose a menudo a la conclusión de que en efecto
los grandes números que rigen el estado de la economía planetaria pueden ser
indexados en términos de consumo de calorías y agua. Para acercar el precio
real de cada consumible al gasto energético que lleva aparejada su producción y
transporte, los gobiernos socialdemócratas han optado generalmente por medidas
fiscales que graven mediante impuestos aquellos productos que impliquen un
mayor dispendio energético. Sin embargo, casi todas las grandes convenciones
internacionales al respecto están diseñadas conforme al anterior paradigma, al
buscar no tanto la minimización del consumo de energía como la reducción de la
emisión de elementos contaminantes. Figuras impositivas como los “Bonos de carbono” (que transforman el derecho a contaminar en una mercancía que se puede
comprar y vender) los llamados “Mecanismos
de desarrollo limpio” persiguen la protección de la capa de Ozono y sus
efectos sobre la biosfera, pero resultan estériles a la hora de promover
estrategias integrales de organización económica capaces de gestionar la
escasez en la era posterior al petróleo.
Innegable paralismo entre las gráficas de PIB y consumos energétcos
A menudo, las defensas de las
llamadas “energías renovables” (aquellas aparentemente infinitas, provistas de
manera natural y sin la emisión de gases de efecto invernadero) se argumentan
desde la perspectiva de su higiene ambiental, al no resultar contaminantes para
la atmósfera. Los grandes grupos de poder energético se afanan por la
implantación de estas fuentes de energía como substituto de los combustibles
fósiles actuales (petróleo, gas y carbón) de tal manera que el índice de desarrollo
exponencial del capitalismo pudiese ser mantenido con un tecnología menos
contaminante. Pese a que todos los científicos convergen en aceptar que la
tecnología fotovoltaica y eólica se encuentra todavía en las primeras fases de
su desarrollo, hay divergencias a la hora de aceptar que en un futuro se pueda
alcanzar un abastecimiento pleno de energía mediante fuentes renovables
manteniendo el ritmo de consumo actual. Mientras algunos estudiosos afirman que
el desarrollo de los instrumentos de captura de calor podrá alcanzar tasas de
retorno energético similares a la que hoy proporcionan los hidrocarburos,
muchos otros afirman que dicha proporción de energía neta es físicamente inalcanzable
por la ley de conservación de la energía. Por una parte en la producción de la
tecnología requerida para la obtención de energía limpia sigue consumiendo
ingentes cantidades de residuos fósiles, y por otra la alta demanda requerida
por el consumo actual hace impensable la implantación de un modelo que
prescinda completamente de los hidrocarburos. El escenario al que se enfrenta
nuestra civilización es por tanto al de un decrecimiento del consumo de
energía, y por tanto una ralentización de las transacciones económicas
actuales y las actividades que llevan aparejadas.
Interesante recordatorio de la energía embebida en los diferentes materiales de construcción, algunos de los cuales pueden resultar sorprendente
Capitalismo verde
¿Implica este escenario necesariamente el
colapso del capitalismo? Esta cuestión a menudo es
planteada de manera incorrecta por los defensores del decrecimiento, al
confundir la mecánica estructural de la economía real con la del sistema financiero. Es cierto que el
capitalismo contemporáneo se basa en el crecimiento infinito, como también es
cierto que estamos en un planeta de recursos finitos (dándose por tanto una
paradoja aparentemente irresoluble que nos obligaría a implantar un nuevo organigrama
financiero). Sin embargo, contraintuitivamente, esto no es así, puesto que el
crecimiento exigido por la estructura del capital no es de bienes ni servicios,
sino únicamente de la masa monetaria. Como
bien señalaban Deleuze y Guattari en sus “Capitalismo y esquizofrenia”, el
capital busca su expansión abstracta e independientemente de los fenómenos
materiales a los que se refiera: de acuerdo a la diferenciación que hemos
establecido entre la “economía financiera” y la “economía real”, la primera
puede desarrollarse infinitamente sin implicar necesariamente un aumento en la
producción de sustancia material y por tanto aumentando el consumo de energía:
lo único que necesita es la proliferación de la masa monetaria circulante. Es
decir el capitalismo puede crecer de manera indefinida simplemente imprimiendo
más dinero e incorporando cada vez más actividades de la vida cotidiana al
movimiento de capital. (En este sentido, parece inevitable que los próximos pasos tiendan a monetarizar los intercambios de información a través de internet, al ser este un medio susceptible de crecer exponencialmente y cuyo desarrollo no implica directamente grandes inversiones energéticas. Sobre las consecuencias sobre la "economía real" y la alteración del precio sobre las commodities que ello implicaría existen todavía controversias.)
Sin embargo, los hechos han
demostrado que el consumo de energía continúa su crecimiento imparable y, a
medida que avanzmos en la espiral de recursos decrecientes y masa monetaria en
aumento, el escenario de una hiperinflación global parece inevitable, tendencia
que muchos atribuyen a esa doble naturaleza (real y financiera) del petrodólar,
que hace que a medida que el crudo es cada vez más escaso, el resto de
mercancías aumentan paralelamente su precio. La estructura del capitalismo se
basa en el principio operativo de las subastas, en las que la oferta y la
demanda se equilibran en función de la relación entre disponibilidad y escasez,
principio que parece condenar al capitalismo a su propio final si no se
obtienen nuevas formas de energía, o se implantan mecanismos que sepan atraer
valor hacia actividades de poco consumo energético.
Quizás a esta lógica responde el
reciente decreto ley 9 del 2013 que aborda “medidas urgentes para
garantizar la estabilidad financiera del sistema eléctrico”. Bajo el argumento
del controvertido déficit de tarifa español, por el cuál el sistema eléctrico
nacional perdería 4000 millones de euros al año por diferencial entre costres
de suministro y factura al consumidor final, se penalizan a las instalaciones orientadas a la
autoproducción y autoconsumo de electricidad, contraviniendo los compromisos
adquiridos con anterioridad por el mismo ejecutivo, revirtiendo
retroactivamente las primas al sector propuestas por anteriores normativas, y
desincentivando la inversión en sistemas domésticos de captura de energía
fotovoltaica. Si la implantación en nuestro país en de este tipo dedispositivos fue alcista hasta el año 2008, la tendencia se iría invirtiendo
especialmente desde el año 2010, cuando sucesivas normas y reales decretos
comenzaron primero a retirar las primas y ventajas fiscales al uso de esta
energía, hasta la actual situación en la que el autoproductor deberá incluso
pagar un canon por el excedente de energía vertido a la red general como
excedente de su producción doméstica.
Hay que recalcar la importante connivencia entre poder político y grandes empresas energéticas nacionales desde la transición, que alcanzaría su cenit con la salida bolsa de ENDESA, antigua empresa nacional de energía, y que junto a las demás operadoras ejercen una importante presión sobre la legislación del sector con el único objetivo de salvaguardar sus intereses. Y en ese sentido, no pueden más que resistirse por todos los medios a la desvinculación del consumo energético de la circulación general de capital (recordemos que se trata de compañías que cotizan en el Ibex 35 y deben defender sus cuentas ante el accionariado): la independencia energética del ciudadano (llegado al hipotético caso de que éste pudiese llegar a ser capaz de producir el total de la energía que consume, y por tanto prescindir de la ofrecida por las grandes operadoras) implicaría una reducción de la actividad económica vinculada a la circulación de moneda, que como hemos dicho es el gran enemigo del crecimiento capitalista. Lo que el sistema no puede tolerar no es tanto que cada consumidor se haga cargo de su propia provisión energética, sino de que lo haga sin medicación de transacciones de dinero de algún tipo.
En cualquier caso, por más que el
poder de las empresas trasnacionales se esfuerce en lo contrario, la tendencia
del sector energético es a la reducción de la compraventa de energía y la
consolidación de modelos en los que cada gran nodo de consumo se autoabastezca
mediante recursos cada vez más dependientes de los recursos renovables. Si la
dependencia española de energía exterior le obliga a que las importaciones
lleguen a rondar el 75% del total, desde una lógica macroeconómica no se
entiende esta resistencia a favorecer la autoproducción y por tanto sanear la
balanza comercial (recordemos que el aporte al PIB del sector energético
español es muy similar al del sector cultural, en torno al 3,6%). En cualquier
caso, la especial casuística española no es similar a la de otros países
occidentales, donde la gran maquinaria capitalista se afana en (nunca mejor
dicho) reverdecer el sistema,
incorporando la tendencia hacia a un mundo sostenible a la circulación
universal de capital.
Capitalismo deseante
Pero tal y como habíamos considerado
al principio de la exposición, el valor es una variable subjetiva que depende en todo caso de los deseos de una
civilización. La economía no es por tanto una ciencia autosuficiente y de
consistencia propia, sino que sólo sirve para formalizar los circuitos por los
que se movilizan las termodinámicas del valor. Si el capitalismo ha mostrado
una fortaleza tan inexpugnable durante el último siglo ha sido no sólo por su
eficacia a la hora de impulsar la oferta, sino más concretamente en la profusión
de la demanda: el “capitalismo cognitivo” es en el límite una máquina de
producción de deseos, deseos que no forman parte de la superestructura de una
cultura sino, como afirmaba “El
Antiedipo”, a su infraestructura. La realidad o no del peak oil sólo es
problemática en tanto en cuanto la estructura deseante de nuestra civilización
siga manteniendo los mismos requisitos de aprovisionamiento energético. El
crudo es un recurso escaso solamente si recurrimos a él en la misma medida en
la que venimos haciendo, y reducir su peso sobre la economía puede conseguirse
no sólo aumentado la oferta (con nuevas excavaciones o la reciente polémica del
fracking), sino también reduciendo la demanda.
Dicha reducción de la demanda
energética no tiene por qué significar el hundimiento capitalismo, como hemos visto: basta
con que el tipo de consumibles que oferta el sistema deje de requerir grandes
cantidades de energía para su producción para que la lógica de proliferación del
capital pueda mantenerse intacta. El cambio en las formas de vida sí sería por
fuerza muy notable: el mundo después del petróleo debería minimizar la
producción y transporte, reduciendo al mismo tiempo el peso de dichas
actividades en el conjunto de la economía. La fuerza laboral excedente deberá
por tanto ser reabsorbida por otros campos, probablemente orientados a la
economía del conocimiento y la sociedad de la información (aunque por ahora el
gran beneficiario de esta desmaterialización de la economía sea el sector
financiero). Esta situación, unida a la enorme productividad alcanzada por los
desarrollos tecnológicos y a las notables mejoras en el rendimiento energético
de la maquinaria industrial, nos acerca al escenario previsto por Jeremy Rifkin
y otros defensores del “fin del trabajo”, una nueva epocalidad económica en la
que el trabajo físico realizado por el ser humano sea residual y el grueso de
nuestra actividad se centre en la esfera de las ideas. Algunos pensadores
consideran que esta situación emergente debe conducir a una reconsideración del
sistema capitalista ante el hecho de que el problema del desempleo crece
exponencialmente en los países desarrollados, necesitándose como alternativa
alguna forma o bien de socialismo, o bien de liberalismo real con sistemas de
renta única universal.
Otra gran consecuencia en términos económicos del fin del petróleo ha de ser necesariamente la promoción de la calidad como parámetro anterior y más valioso que la cantidad, favoreciendo una nueva cultura que algunos definen como artesanía de alta tecnología. Correlativamente, la tendencia a los modelos territoriales autoabastecidos implicará la concepción de nuevas relaciones territoriales entre los nodos de producción y consumo, tendiéndose a modelos de “Kilómetro cero” en los que cada región sea capaz de cubrir sus necesidades minimizando las relaciones pesadas de larga distancia: un mundo quizás local en lo material y global en lo ideal (si bien la articulación de las nuevas subjetividades está por determinar) y que en todo caso exige un rebobinado de la globalización tal y como la conocemos, regida con la consideración termodinámica de la sostenibilidad.
La escasez de
combustibles y recursos supone un importante desafío para el capitalismo que,
como hemos visto, se esfuerza contrareloj en que la nueva situación no suponga
una amenaza al status quo y ha comenzado su plan orientado a que todo cambie
para que todo siga igual. Por ello proliferan los discursos amables de
ambientalismo blando y las estrategias de captura de las subjetividades
ciudadanas, haciendo del creciente interés por la ecología una mera cosmética
de mercado que no revierta en nada las las relaciones entre los agentes
económicos actuales. El éxito de certificados universales como BREEAM y LEED se
basan en el valor de marketing que proporciona a las empresas que lo
cumplimentan, al poder introducirse en el mercado con el marchamo de la
economía verde.
Sin embargo, tal y como expone
Felix Guattari en su celebrado “Las tres ecologías”, el nuevo escenario al que
nos enfrentamos va más allá de la mera actualización de lo que él llama
Capitalismo Mundial Integrado conforme a parámetros de medioambientalismo
tecnocrático, sino a la refundación de las subjetividades, desde la
consideración de que la ecología va mucho más allá de lo puramente
medioambiental: el triple salto mortal que necesitamos incluiría también la
ecología mental y la ecología social. La sostenibilidad eficaz ha de serlo en
los campos de lo económico, lo social y lo ambiental, y los cambios exigidos
por dicho pasaje empiezan en la reformulación de los deseos, antesala de la
aparición de nuevas subjetividades y relaciones entre individuos.
La era moderna supo hacerse fuerte en su confianza en la idea de lo real como florecer hacia la prosperidad, promoviendo una ética del “buen vivir” basada exclusivamente en los parámetros que la cultura era capaz de alargar indefinidamente: durante los últimos dos siglos la humanidad ha vivido la era en la que cada vez vivimos más, tenemos más tecnología, ciudades más grandes, economías de mayor volumen, más tiempo libre, mejor medicina, mayor acceso a la cultura, más control de la naturaleza, más historia. El evolucionismo de Darwin daría un espaldarazo científico definitivo a la legitimación de esa creencia en que el mundo “Va a más”, pues según su teoría es la propia naturaleza la que lleva inscrita en sus procesos la tendencia hacia lo óptimo: la biosfera tal y como es descrita por los evolucionistas no es un sistema ecológico sincrónico regido por el principio del equilibrio homeostático, sino que la vida tiene en su ADN el conatus que la empuja a ampliar siempre sus propios límites, . El legítimo horizonte ontológico y moral del humanismo habría de ser entonces, por imperativo natural, el progreso, como cronología ritmada como concatenación sucesiva de mejoras acumulativas, cuyas erratas serían borradas por el tiempo. La autentificación de esta visión como la única veraz es la que en última instancia nos ha traído hasta aquí, cuando parece que el crecimiento es ya imposible dada la limitación impuesta por el planeta que sirve de escenario a la Ilíada de cada uno y a la de todos.
Ecosofía y el buen vivir
“ Cuenta una leyenda,
que allá por el siglo IV antes de Cristo Confucio y Lao Tsé se encontraron en
un lugar remoto e ignoto del celeste imperio (no se conocían, se conocieron
entonces) y mantuvieron un mítico diálogo acerca de sus respectivas posturas
filosóficas. Confucio, que era mucho más joven, explicó al ancianísimo Lao Tsè
(del que se contaba que había con novecientos años de edad o con setenta y dos
según otras versiones), que las doctrinas básicas de Confucio eran la justicia
y el humanitarismo. Su interlocutor quiso saber lo que entendía por dichos
conceptos, y Confucio respondió:
- Amar a todos los
seres con un amor desinteresado y encontrar goce en todas las cosas. Lo Tsé a
su vez le arguyó:
- No te entiendo, ese
amor universal del que hablas, ¿no es acaso una perversión de los sentimientos
naturales, y una intromisión en el orden cósmico? Mira el cielo, el sol, la
luna, las plantas y los animales. No necesitan que nadie se interese por ellos,
ni los ame, ni los ordene. Buscar el humanitarismo y la justicia es como
perseguir a golpes de tambor a un fugitivo que se nos escapa. El cisne para ser
blanco no necesita lavarse cada mañana, ni el cuervo tiene que teñir sus plumas
para ser negro; los peces fuera del agua se asfixian tanto si los ayudan como
si no: lo que ellos necesitan es la profundidad del río, su libertad y sus
sombras.
El Olimpismo es un
interesantísimo artefacto cultural cuyos principios éticos ilustran sutilmente
el suelo ético de la modernidad occidental: por más que la retórica estética de
sus promotores invoque a viva voz sus valores de “igualdad”, “tolerancia” o
“fraternidad”, lo cierto es que lo que promueve es un modelo de articulación
social en el que las mejoras y avances son resultado de la competición. Todo el
deporte de masas cumple a rajatabla la misma norma: cada vez tenemos atletas
más fuertes y rápidos, las marcas mundiales son superadas en cada nueva
convocatoria y las técnicas y estrategias no dejan de ser matizadas y
optimizadas, pero todo en ello en virtud al afán de los deportistas de resultar
vencedores en una competición. Alguien podrá pensar que se trata simplemente de
una metáfora de la mecánica económica que sirve de motor al capitalismo: los
avances técnicos, médicos y de calidad de vida son consecuencia de la libre
competencia entre empresas que luchan por hacerse con la mayor cuota de
mercado. Sin embargo, los grandes espectáculos deportivos no se tratan de meras
metáforas analógicas, sino de perfectas máquinas de instrucción homológica por
las cuales aceptamos como natural la rivalidad de base en la construcción de
nuestra subjetividad colectiva: todos contra todos y que gane el mejor.
Sin embargo, no es sólo la
competitividad lo que rige la dinámica olímpica, sino la esencia inflacionaria
implícita en el lema “Citius altius fortius”:
la estructura de lo real haría que el mundo fuese siempre a más, de acuerdo al
mito del Progreso en el corazón de la cosmovisión de la modernidad. El
paroxismo de esta égida del tiempo teleológico se dará probablemente en la
dialéctica hegeliana, con su concepción del tiempo cultural como una instancia
que crece acumulativamente, superándose a sí mismo, y en el que el progreso
cronológico lleva por fuerza aparejado el progreso espiritual en virtud a la
estructura misma de la memoria. Toda nuestra ontología folk está atravesada por
esa presunción de la naturaleza progresiva de lo real, cuya historicidad hacen
de ella un camino unidireccional, sin vuelta atrás, y que debemos conducir para
que el mañana sea mejor que el ayer. El concepto mismo del “Yo” como instancia
biográfica que se construye como acumulación de las vivencias es fruto de la
misma concepción teleológica, al edificarse sobre la épica del Destino y del
Sentido de la Vida
como movimiento orientado en una dirección y cuya realización exige la
entelequia del “progreso personal”.
Sin embargo esto no siempre ha
sido así. Grandes civilizaciones clásicas se regían por concepciones cíclicas
del tiempo de acuerdo a las cuales el devenir de lo real no seguiría un camino
ascendente, sino una ruta en bucle de eterno retorno en el que los ciclos
naturales serían el marcapasos de una cronometría que vuelve sobre sus propios
pasos, y en los que la vida de las personas no están protagonizadas por la
exigencia íntima del progreso. Las culturas en las que los ciclos
climatológicos y biológicos eran la base del sustento y la forma de vida, la
secuencialidad cíclica del tiempo natural es también la que determina la
estructura de sus construcciones místicas, casi siempre panteístas y por tanto
desligadas del principio moderno de la progresividad (puesto que la naturaleza
“no progresa” en ninguna dirección, los seres nacen y mueren en un movimiento
circular).
Será la tecnología la que
sonsaque el pensamiento humano de su apego primigenio al eterno retorno: ya que
las máquinas operan según su propia temporalidad y permiten al trabajador
llevar a cabo sus acciones independientemente de la cronometría natural,
aparece la idea de progreso como el tiempo humanista por excelencia, un ser que
al desasirse del imperativo natural disloca su sincronía con los grandes ciclos
cósmicos y pasa a ser dueño del sentido de su destino. Las diferentes
escatologías judeocristianas situarán en el centro de sus místicas ese modelo
del tiempo lineal y dirigido, en el que la libre voluntad humana y su ejercicio
responsable habrán de conducirlo a uno u otro destino moral ya no regido por el
imperativo natural: de ahí el culto a la creatividad y la voluntad propias del
humanismo europeo, en las que la dignidad del hombre se alcanza por su virtud
en el actuar. El “afán de superación” que sirve de slogan al olimpismo
posmoderno es por tanto la punta de un iceberg ideológico cuya base son los
cimientos mismos de nuestra civilización, aquella que articula su identidad
como correlato de su historia, un trayecto desde / hacia alguna parte.
La era moderna supo hacerse fuerte en su confianza en la idea de lo real como florecer hacia la prosperidad, promoviendo una ética del “buen vivir” basada exclusivamente en los parámetros que la cultura era capaz de alargar indefinidamente: durante los últimos dos siglos la humanidad ha vivido la era en la que cada vez vivimos más, tenemos más tecnología, ciudades más grandes, economías de mayor volumen, más tiempo libre, mejor medicina, mayor acceso a la cultura, más control de la naturaleza, más historia. El evolucionismo de Darwin daría un espaldarazo científico definitivo a la legitimación de esa creencia en que el mundo “Va a más”, pues según su teoría es la propia naturaleza la que lleva inscrita en sus procesos la tendencia hacia lo óptimo: la biosfera tal y como es descrita por los evolucionistas no es un sistema ecológico sincrónico regido por el principio del equilibrio homeostático, sino que la vida tiene en su ADN el conatus que la empuja a ampliar siempre sus propios límites, . El legítimo horizonte ontológico y moral del humanismo habría de ser entonces, por imperativo natural, el progreso, como cronología ritmada como concatenación sucesiva de mejoras acumulativas, cuyas erratas serían borradas por el tiempo. La autentificación de esta visión como la única veraz es la que en última instancia nos ha traído hasta aquí, cuando parece que el crecimiento es ya imposible dada la limitación impuesta por el planeta que sirve de escenario a la Ilíada de cada uno y a la de todos.
El pensamiento canónico
occidental ha intentado por todos los medios salvaguardar la credibilidad
ontológica del progreso incluso en tiempos como estos, en los que se les dice a
los hijos que vivirán peor que sus padres. ¿Podemos seguir pensando que la
tendencia del tiempo y la cultura es a progresar? Los progresistas afirmarán
con rotundidad que sí: para ellos, el movimiento del “decrecimiento” y las
nuevas formas de vida post-capitalistas serían no un fin de la historia tal y
como lo prescribía Alexandre Kojeve, sino un mero cambio de paradigma en el que
aquello que progresa debe empezar a ser medido bajo nuevos parámetros éticos:
el fin del capitalismo sería un nuevo peldaño en el camino de la humanidad
hacia su enigmático destino, hacia el que debemos seguir guiándonos con ímpetu
olímpico. La promesa del ambientalismo progresista es esa arcadia post urbana
en el que el reencuentro con la naturaleza mejora nuestras vidas y atestigua
una nueva medida para la felicidad: un progreso, en fín.
Pero no son pocos los pensadores
que creen que esa creencia no es más que la ilusión ya insoportable, y
exclusiva a la modernidad exhausta a la que se le acaban los subterfugios que
enmascaraban su esencial nihilismo. Baudrillard abandonaría progresivamente a
Marx para acercarse a Bataille al considerar que la circulación e
hiperproducción simbólica propia del capitalismo responde a una especie de
negación histérica de la muerte y la irreversibilidad final entre mercancía y
moneda: de su trágica declamación de la sociedad de consumo se deduce una
dinámica existencial que recupera el mito de Sísifo, condenado a empujar
siempre la misma piedra en un círculo vicioso que enmascara el eterno retorno
tras la ilusión del progreso. Giorgio Agamben por su parte expondrá una
desencantada lectura de las metas de la modernidad, en cuyo génesis sitúa a
Aristóteles por su concepción de la politica como un pacto entre animales
cimentado en la mundanidad biológica de los cuerpos: para él, la Historia del mundo no es
más que la evidencia de la indefensión biopolítica del hombre, sumiso al
sátrapa que en cada circunstancia le ofrece la mejor medicina. Los ejercicios de inculpación moral
del hombre como ser abyecto y responsable pleno de sus infortunios pertenece a
una genealogía típicamente occidental: la de considerar la agencia humana como
autodeterminada (humanismo) y encaminada a algún tipo de catarsis redentora
(progresismo). La misma de la que se deducen las épicas moralizantes de ciertos
ecologismos que consideran el retorno a la naturaleza una especie de “vuelta al
redil” por la que el hombre regresa allí a donde siempre ha pertenecido, una
Naturaleza de la que se separó por medio de la tecnología en una traición
temeraria que sería finalmente la causa de su decadencia ética encarnada en la
palabra-fetiche “capitalismo”, fuente de todos los males.
Trascender esta parálisis del
zeitgeist contemporáneo (la destrucción de los recursos y el medioambiente como
un abismo infranqueable) ha impulsado una serie de alternativas emancipadoras:
ya que el futuro inmediato es el del colapso, tomemos otra ruta. Pero
probablemente el cimiento metafísico y la dialéctica categorial de fondo se
mantienen intactas, por cuanto se argumentan mediante la necesidad de un
progreso. La reconfiguración de las subjetividades que propone Guattari se
propone en contigüidad a su indisimulada postulación de los deseos como la
llave de toda emancipación, que a menudo ha propiciado la defensa de
revoluciones fuertemente deseantes. La salida a nuestro atoyadero sería la
consecución de nuevos valores, que más profundamente son nuevos deseos, y que a
su vez son en el fondo nuevos apetitos: se mantiene la lógica categorial
propuesta por la metáfora bíblica de la manzana y Adán, de la que nacería lo
específicamente humano como dialéctica entre lo libidinal y lo razonable. La
termodinámica del modelo económico resultante de estos modelos supondría una
especie de purgado del capitalismo desde la voluntad de poder de Nietzsche e
indirectamente Spinoza: el decrecimiento es así en realidad la forma más virtuosa
de crecimiento en este momento. La especificidad de la historia humana se
mantiene intacta.
Ciertas tradiciones orientales,
sin embargo, nacieron y crecieron al margen de la idea occidental de progreso:
el éxito como gurú de Alan Watts entre los seguidores del hippismo en los años
60 tiene mucho que ver con el ofrecimiento de un esperanzador reencuentro de la Madre Naturaleza de la mano del
taoismo, una filosofía construida sobre la univocidad ontológica de todo lo
real como emanaciones de un mismo vacío llamado Tao que se encarna en las
fuerzas complementarias del yin y el
yan. Emparentable con el panteísmo europeo y quizás precursor colateral de las
modernas ontologías planas del post humanismo, la doctrina de Lao Tsé deducía
el devenir de lo real como un magma esencialmente insignificable e
insignificante, presidido por el vacío, y soberano en la sombra de los
acontecimientos en cada uno de los puntos. Un sistema en el que sustancia,
conciencia, tiempo, devenir y nada son epifenómenos de una realidad absoluta y
contraintuitivamente vacía, en la que el sentido del progreso se desvanece ante
una cronología inasible cuyas efectuaciones y contraefectuaciones dan fe de una
energía omnipotente y anterior a la voluntad de un Yo de ningún tipo: la
equivalencia que propone entre el todo y la nada produce un dinamismo en el que
todo acontecimiento y toda sustancia remiten a pulsaciones sobre un campo de
energía. El relato de causa y efecto pierde entonces la secuencialidad y distribución
de agentes habitual en el pensamiento occidental.
La panorámica intelectual de
estas tradiciones occidentales insisten en poner entre paréntesis la
especificidad de lo humano, que en su recensión se estima como resultado de las
fuerzas que le subyacen y predeterminan. Ese punto de vista nos sirve para
cuestionar la estructura dialéctica de la tradición teórica de la economía
occidental, que casi siempre se articula sobre figuras complementarias que
realizan funciones escindidas dentro de la cadena de circulación de mercancías:
consumidor / productor, compra / venta, deuda / préstamo, empresario /
asalariado, ganancia / pérdida, oferta / demanda, etc. Todos los agentes que
toman parte de los procesos económicos son distribuidos en función de su localización
dentro de ese organigrama, que como hemos visto sería resultado de intercambios
de valor, y por tanto de deseo: en el límite, los flujos económicos serían
movimientos de motor subjetivo, por cuanto las dinámicas materiales son
resultantes de la gestión psicológica de los recursos, desde una posición trascendental (y anterior) al
mercado. Deleuze y Guattari buscaban trasponer esta articulación situando al
deseo en el lado de la inmanencia, incorporándolo a la propia estructura de la
materia, en una pirueta filosófica no muy distante del panteísmo del tao. El
deseo inmanente propiciaría así unos procesos cuyo origen y vocación desconocemos, y que
resultarían indeterminables por su esquiva, impredecible y caprichosa
organización del valor: la economía es por ello ciencia humana, al responder sus ímpetus a los designios del espíritu.
De ahí que la búsqueda de una ciencia económica plenamente sistematizable como termodinámica de una misma intensidad tienda cada vez más a buscar parámetros sustanciales, que puedan explicar los flujos económicos sin el inmanejable factor caos que supone el deseo humano. El objetivo es encontrar constantes físicas que nos permitan considerar los movimientos económicos sin caer en los misticismos de la lógica occidental, que incapaz de sistematizar con categorías medibles los agenciamientos económico-financieros, nos ha inculcado la creencia de que los mercados son entidades impredecibles y azarosas, que responden únicamente a las arbitrariedades de los agentes en liza, de acuerdo a la lógica olímpica de la competición y el crecimiento infinito. Su devenir es por fuerza impredecible, al depender únicamente de variables deseantes sepultadas en la opacidad del inconsciente. De ahí que, ante la imposibilidad de controlar flujos por naturaleza desbridada, el pensamiento occidental haya caído en la rendición a la contingencia y propuestas tan problemáticas como el reciente manifiesto aceleracionista.
De ahí que la búsqueda de una ciencia económica plenamente sistematizable como termodinámica de una misma intensidad tienda cada vez más a buscar parámetros sustanciales, que puedan explicar los flujos económicos sin el inmanejable factor caos que supone el deseo humano. El objetivo es encontrar constantes físicas que nos permitan considerar los movimientos económicos sin caer en los misticismos de la lógica occidental, que incapaz de sistematizar con categorías medibles los agenciamientos económico-financieros, nos ha inculcado la creencia de que los mercados son entidades impredecibles y azarosas, que responden únicamente a las arbitrariedades de los agentes en liza, de acuerdo a la lógica olímpica de la competición y el crecimiento infinito. Su devenir es por fuerza impredecible, al depender únicamente de variables deseantes sepultadas en la opacidad del inconsciente. De ahí que, ante la imposibilidad de controlar flujos por naturaleza desbridada, el pensamiento occidental haya caído en la rendición a la contingencia y propuestas tan problemáticas como el reciente manifiesto aceleracionista.
Un nuevo materialismo que tome
como punto de partida las categorías metafísicas del taoismo podría superar
esta indeterminación, a partir de la trasposición de los agentes económicos:
basta con considerar que el sujeto del acontecimiento es la energía, y el
objeto la mano de obra y la sustancia material. Desde este punto de vista, la
historia del mundo no sería consecuencia de la voluntad humana, sino que ésta a
a su vez pasa a ser consecuencia de la termodinámica inmanente de energía
medible.
Pero semejante proyecto científico en ningún caso debe convertirse en el eje regulador de las nuevas estructuraciones sociales y territoriales que busquemos, sino únicamente su membrana, su límite. Planteamientos posthumanistas como el de Bruno Latour o Ray Brassier habilitan un hipotético nuevo totalitarismo en el que la cientificidad de los datos científicos pueda servir de legitimación intelectual a dogmatismos políticos que quieran imponer medidas normativas con el argumento de la "crisis energética" (uno de los slogans más problemáticos en ese sentido es el taxativo "there is not planet B" y el discurso doctrinario al que se presta). En cualquier caso, todavía estamos empezando a esbozar los primeros sígnos del mundo posterior al petróleo, y hay muchas cuestiones por perfilar, sobre todo en lo que respecta a la proyección del estado como continente compartido de todas las potenciales formas de vida que pidan paso en el nuevo escenario. La categoría del "procomún" todavía está en fase embrional para su adaptación óptima a las articulaciones entre lo local y lo global, y requiere todavía un discurso más matizado sobre los sistemas de reparto en casos de escasez, comprendiendo que el objetivo de la economía no es tanto la distribución de lo infinitamente disponible, como la óptima distribución del acceso a lo limitado. En el fondo de los estudios del procomún (que, en última instancia, basan su ética en la autodeterminación de comunidades) está el problema del límite, o la demarcación clara del adentro y afuera de cada unidad de gestión de lo común, especialmente a tenor de las condiciones propuestas por Elinor Ostrom para el funcionamiento virtuoso de dicho sistema organizativo:
Pero semejante proyecto científico en ningún caso debe convertirse en el eje regulador de las nuevas estructuraciones sociales y territoriales que busquemos, sino únicamente su membrana, su límite. Planteamientos posthumanistas como el de Bruno Latour o Ray Brassier habilitan un hipotético nuevo totalitarismo en el que la cientificidad de los datos científicos pueda servir de legitimación intelectual a dogmatismos políticos que quieran imponer medidas normativas con el argumento de la "crisis energética" (uno de los slogans más problemáticos en ese sentido es el taxativo "there is not planet B" y el discurso doctrinario al que se presta). En cualquier caso, todavía estamos empezando a esbozar los primeros sígnos del mundo posterior al petróleo, y hay muchas cuestiones por perfilar, sobre todo en lo que respecta a la proyección del estado como continente compartido de todas las potenciales formas de vida que pidan paso en el nuevo escenario. La categoría del "procomún" todavía está en fase embrional para su adaptación óptima a las articulaciones entre lo local y lo global, y requiere todavía un discurso más matizado sobre los sistemas de reparto en casos de escasez, comprendiendo que el objetivo de la economía no es tanto la distribución de lo infinitamente disponible, como la óptima distribución del acceso a lo limitado. En el fondo de los estudios del procomún (que, en última instancia, basan su ética en la autodeterminación de comunidades) está el problema del límite, o la demarcación clara del adentro y afuera de cada unidad de gestión de lo común, especialmente a tenor de las condiciones propuestas por Elinor Ostrom para el funcionamiento virtuoso de dicho sistema organizativo:
- Límites claramente definidos y exclusión efectiva de extraños
- Las normas referidas a la apropiación y disposición del procomún deben ajustarse a las condiciones locales
- Los beneficiarios pueden participar en la modificación de los acuerdos y reglas para poder adaptarse mejor a tales cambios
- Vigilancia del cumplimiento de las normas
- Posibilidad de sanciones adaptadas a las violaciones de las normas
- Mecanismos de solución de conflictos
- Las instancias superiores de gobierno reconocen la autonomía de la comunidad
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