martes, 29 de octubre de 2013

Boris Groys



El campo de creación artística seguramente más afín a la arquitectura sea el de la instalación, al comprometer ambos medios a los mismos agentes: espacio, tiempo, cuerpo, objeto, interacción, sentido.Y si el debate más urgente en estos momentos en la reconsideración de los mecanismos de producción de territorio es el de la participación de aquellos que antaño eran espectadores pasivos, hay muchas lecciones que los arquitectos pueden aprender de los artistas. Las exhaustivas especulaciones de Boris Groys al respecto de la interactividad en el arte aportan sorprendentes conclusiones sobre los límites de la implicación de la audiencia, cuya condición de espectadores impasibles quizás esconda (como ya intuía Baudrillard) potencias que solemos desatender. Como introducción a su pensamiento transcribimos un ensayo titulado El destino del arte en la era del terror, que encontramos perdido en la red y de cuya traducción por tanto no nos responsabilizamos. En un registro que recuerda a Paul Virilio, el texto sirve como puerta de entrada al pensamiento de uno de los filósofos que con más ingenio está investigando las membranas entre estética y política, un campo de investigación hasta ahora presidido por la autoridad de Jacques Rancière.

El destino del arte en la era del terror 
Boris Groys


La relación entre arte y poder, o arte y guerra, o arte y terror ha sido siempre, por decirlo menos, ambivalente. Lo cierto es que el arte necesita paz y tranquilidad para su desarrollo, y sin embargo, una y otra vez se ha hecho uso de esta tranquilidad para cantar las alabanzas de los héroes de guerra y sus heroicas hazañas. La representación de la gloria y el sufrimiento de la guerra fue por mucho tiempo un tema destacado para el arte, pero el artista de la época clásica sólo era un narrador o un ilustrador de los eventos de guerra- en los tiempos antiguos el artista nunca competía con el guerrero. La división del trabajo entre guerra y arte era bastante clara: el guerrero llevaba a cabo la lucha real y el artista representaba esta lucha, narrándola, lo que significaba que el guerrero y el artista eran mutuamente dependientes. El artista necesitaba al guerrero para tener un tema de trabajo artístico, pero el guerrero necesitaba al artista más aún. Después de todo, el artista era capaz de encontrar otro tema mas pacífico para su trabajo, pero solo un artista podía otorgar fama al guerrero y asegurarla para generaciones futuras. En cierto sentido la acción guerrera heroica era inútil e irrelevante sin un artista que tuviera el poder de presenciar esta acción heroica e inscribirla en la memoria de la humanidad.
Pero en nuestros tiempos la situación ha cambiado drásticamente: el guerrero contemporáneo ya no necesita un artista que le de fama y plasme su acción en la memoria universal, en su lugar, el guerrero contemporáneo tiene todos los medios de comunicación. Cada acto de terror y cada acto de guerra son inmediatamente registrados, representados, descritos, ilustrados, narrados e interpretados por los medios. Esta máquina constituida por la cobertura de los medios, funciona casi en forma automática. No necesita que ninguna intervención artística individual, ni que ninguna decisión artística individual sea puesta en movimiento. Al presionar un botón y hacer que una bomba explote, el guerrero o el terrorista contemporáneo presiona el botón que activa la máquina de los medios. Por supuesto, los medios de masas contemporáneos han surgido como la máquina de producción de imágenes más grande y más poderosa y, por lo tanto, mucho más extensa y efectiva que nuestro sistema de arte contemporáneo.
Recibimos constantemente imágenes de guerra, terror y catástrofes de todo tipo, a un nivel de producción y distribución de imágenes con las cuales el artista con sus habilidades manuales no puede competir. Mientras tanto, la política también ha caído bajo el dominio de las imágenes producidas por los medios. En estos días, cada político importante, estrella de rock, animador de televisión o héroe deportivo, genera miles de imágenes a través de sus apariciones públicas, mucho más que cualquier artista vivo. Incluso un famoso general o terrorista produce más imágenes que un artista. Entonces parece que el artista, el último artesano de la modernidad presente, no tiene ninguna posibilidad de rivalizar con la supremacía de estas imágenes comercialmente generadas por esta maquinaria de los medios de masas, más bien los terroristas y los guerreros mismos comienzan a actuar como artistas. 


El video arte, especialmente, se transformó en el medio elegido por los guerreros contemporáneos. Bin Laden se comunica con el mundo exterior básicamente a través de estos medios. Todos lo conocemos como un artista del video en primer lugar. Lo mismo se puede decir de los videos que representan decapitaciones, confesiones de los terroristas o temáticas de ese estilo. En todos los casos estamos tratando con eventos consciente y artísticamente montados que tienen su propia estética fácilmente reconocible. Así, es que hay gente que no espera que el artista represente sus actos de guerra y terror, por el contrario, el acto de guerra mismo coincide aquí con su documentación, con su representación.
La función del arte como medio de representación y el rol del artista como mediador entre la realidad y la memoria son completamente eliminados; lo mismo se puede decirse acerca de los videos y famosas fotografías de la prisión de Abu-Ghraib en Bagdad. Estos videos y fotografías demuestran una increíble afinidad estética con el cine subversivo y alternativo europeo y americano de los 60s y 70s. La iconografía y el estilo es increíblemente similar. Es necesario aquí, recordar películas del accionismo vienés, de Pasolini y otros. En ambos casos el objetivo es revelar un cuerpo desnudo, vulnerable que esta habitualmente recubierto por el sistema de convenciones sociales. Pero, por supuesto las estrategias del arte subversivo de los 60s y 70s tuvieron como objetivo rebajar la serie de creencias tradicionales y las convenciones que dominaban la cultura de los propios artistas. En el arte de Abu- Ghraib el objetivo de la producción era, podemos decir, completamente pervertido. Es la misma estética subversiva que usamos para atacar y para rebajar una cultura diferente, a través de un acto de violencia o en un acto de humillación del otro, en vez de auto preguntarnos y auto humillarnos dejando los valores conservadores del artista o de la propia cultura del artista completamente incuestionados. Pero en cualquier caso vale la pena mencionar que en ambos lados de la guerra del terror la producción de imágenes y de su distribución se efectúa sin ninguna intervención del artista.
Ahora dejaré de lado todas las consideraciones éticas y políticas de esta producción de imágenes porque creo que son mas o menos obvias. Por el momento es importante argumentar que estamos hablando de imágenes que se transformaron en íconos en la imaginación colectiva contemporánea. Tanto los videos terroristas como los videos de la prisión de Abu-Ghraib están impregnados en la conciencia pública contemporánea o incluso en la subconciencia pública, en una manera mucho más profunda que cualquier obra de cualquier artista contemporáneo. Esta eliminación del artista de la práctica de la producción de las imágenes es especialmente dolorosa para el sistema de arte contemporáneo porque, al menos desde el comienzo de la modernidad, los artistas han querido ser radicales, atrevidos, romper tabúes e ir más allá de las limitaciones y de los límites.
El discurso de la vanguardia toma muchos conceptos de la esfera militar incluyendo la noción de vanguardia misma. Hay un habla que rompe con las normas, que destruye las tradiciones, que viola los tabúes, que practica ciertas estrategias artísticas atacando las instituciones existentes. Podemos concluir que esto no solo lo hace el arte moderno al ilustrar, alabar o criticar la guerra como lo hizo antiguamente, sino que también resalta la guerra misma. Los artistas de la vanguardia clásica se veían a sí mismos como agentes de negación, destrucción, erradicación de todas las formas tradicionales de arte. De acuerdo con el famoso dicho “la negación es creación” (inspirado por la dialéctica hegeliana y propagado por autores como Bakunin o Nietzsche bajo el título de “nihilismo activo”), los artistas de la vanguardia se sintieron a sí mismos con el poder para crear nuevos íconos para la destrucción de los antiguos. La obra de arte moderna fue medida por su radicalidad y por lo lejos que había llegado el artista al destruir la tradición artística. Esto significa que el arte moderno tiene una relación más que ambivalente con la violencia y el terrorismo. Los artistas que están comprometidos con la tradición de la modernidad se sienten a sí mismos certeramente llamados a defender la soberanía individual en contra de la presión del Estado.


Pero la actitud del artista hacia lo individual y la violencia revolucionaria es bastante más complicada y hasta ahora es también una práctica de afirmación radical de la soberanía del individuo contra el Estado. Hay una larga historia de la profunda complicidad interna que existe entre el arte, la revolución moderna y la violencia individual. En ambos casos, la negación radical es equiparada con la creatividad autentica, incluso en el área del arte y la política. Una y otra vez esta complicidad resulta una rivalidad. El arte y la política están conectados por lo menos en un aspecto fundamental: en ambas áreas se destaca la lucha por el reconocimiento. Como definió Alexander Kojève en su comentario sobre Hegel, esta lucha por el reconocimiento sobrepasa la lucha tradicional por la distribución de los bienes materiales, la cual, en la modernidad, esta generalmente regulada por las fuerzas del mercado. Lo que esta aquí en discusión no es solamente si existe un cierto deseo de ser satisfecho, sino también de ser reconocido como socialmente legítimo. Mientras la política es un terreno en el cual varios grupos tienen intereses, ambos en el pasado y en presente, lucharon por un reconocimiento. Los artistas de la vanguardia clásica lucharon por el reconocimiento de todas las formas individuales y desplazamientos artísticos que no fueran previamente considerados legítimos. En otras palabras la vanguardia clásica luchó para lograr el reconocimiento de todos los signos visuales, formas y medios de comunicación como objetos legítimos del deseo artístico, y, por lo tanto, de representación en el arte. Ambas formas de lucha están intrínsicamente ligadas las unas con las otras y tienen entre sus objetivos una situación en la cual toda la gente (con sus variados intereses y sus formas de proceder artístico) finalmente tendrá garantizada la igualdad de derechos. Ambas formas de lucha son vistas en el contexto de la modernidad como intrínsicamente violentas. Don DeLillo escribe en su novela Mao II que los terroristas y los escritores están comprometidos en un juego de suma-cero: Al negar radicalmente lo que existe, ambos desean crear una narrativa que sería capaz de capturar la imaginación de la sociedad y, por lo tanto, de alterarla. En este sentido los terroristas y escritores son rivales y DeLillo destaca que hoy en día el escritor esta perdiendo la competencia porque los medios de masas usan los actos de terrorismo para crear una narrativa muy poderosa con la cual el escritor no puede competir. Pero, por supuesto, este tipo de realidad es mucho más obvia en el caso del artista visual que en el caso del escritor. El artista contemporáneo usa los mismos medios de masas que el terrorista: fotografía, video y cine. Está claro que el artista no puede ir más allá de lo que realiza el terrorista, ya que no puede competir con el campo de los gestos radicales. En su manifiesto surrealista, André Breton proclamó que el acto terrorista de disparar a una multitud pacífica era un gesto auténticamente surrealista. Hoy este gesto parece estar quedando atrás por los acontecimientos recientes. En términos del intercambio simbólico (que opera en el camino del potlatch, tal como fue descrito por Marcel Mauss o por George Bataille) esto significa que en la rivalidad y la radicalidad de la destrucción y la auto-destrucción el arte esta obviamente del lado del perdedor. 


Pero a mi me parece que esta muy popular forma de comparar el arte con el terrorismo o el arte y la guerra es fundamentalmente corrupta. Voy a tratar de demostrar aquí donde veo esta falacia. El arte de la vanguardia, el arte de la modernidad era iconoclasta. No hay duda acerca de eso. Pero, ¿podríamos decir que el terrorismo era iconoclasta? No, el terrorismo es, más bien, iconofilo (iconophile). La producción de imágenes de los terroristas o los guerreros tiene como fin producir imágenes fuertes – las imágenes que nosotros terminaríamos por aceptar como siendo “reales” o como siendo “verdaderas” o como siendo “íconos” de lo escondido de lo terrible que es para nosotros la realidad política global de nuestros tiempos. Yo diría que estas imágenes son los íconos de la teología política contemporánea que domina nuestra imaginación colectiva. Estas imágenes ilustran su poder, su capacidad de persuasión como una forma muy efectiva de chantaje moral. Después de tantas décadas de critica moderna y postmoderna de la imagen, de la mimesis, de la representación, nos sentimos avergonzados en decir que las imágenes de terror o de tortura no son verdaderas, que no son reales. No podemos decir que estas imágenes no son reales, porque sabemos que por esas imágenes se han pagado un gran número de vidas –una pérdida de vidas que es documentada por esas imágenes. Magritte pudo decir fácilmente que una manzana pintada no es una manzana real o que una pipa pintada no es una pipa real. Pero, ¿cómo podemos decir que una grabación en video de una decapitación no es un decapitamiento real? O que la video grabación de un ritual de humillación en la prisión de Abu-Ghraib no es un ritual real? Después de tantas décadas de critica a la representación dirigida en contra de la creencia ingenua de la verdad fotográfica y cinematográfica, ahora estamos listos para aceptar que ciertas imágenes fotográficas y cinematográficas son incuestionablemente verdaderas. Esto significa que el terrorista, el guerrero es radical, pero radical no en el mismo sentido que lo era el artista. Él no es iconoclasta, más bien, lo que el quiere es reforzar la creencia en la imagen, reforzar la seducción icónica, el deseo icónico. Él toma medidas excepcionales y radicales al final de la historia de lo icónico para terminar con la critica a la representación. Aquí estamos confrontados con una estrategia que es históricamente bastante nueva. De hecho, el guerrero tradicional estaba interesado en la imágenes que podían glorificarlo, representarlo de una manera favorable, positiva y atractiva. Esto ha acumulado una larga tradición de criticas, deconstruyendo éstas estrategias de idealización pictórica. Pero la estrategia del guerrero ilustrador contemporáneo, es una estrategia de shock y pasmo, ya que es una estrategia pictórica de intimidación. Y es, por supuesto, solo posible, después de la larga historia de arte moderno que produce imágenes de miedo, crueldad y desfiguración. La critica tradicional a la representación fue dirigida por una sospecha que debía haber algo feo y terrorífico bajo la superficie de la imagen convencional idealizada. Pero el guerrero contemporáneo nos muestra precisamente eso -que la fealdad escondida es la imagen de nuestra propia sospecha, de nuestros propios miedos. Y precisamente porque nosotros nos sentimos llamados a reconocer estas imágenes como reales que vemos las cosas tan malas como esperábamos que fueran, incluso peores, confirmando así, nuestras sospechas. La realidad escondida detrás de la convencional estética de los medios se nos muestra tan fea como esperábamos que fuera. Y esta revelación de lo terriblemente verdadero es realizado por los medios en sí mismos. Tenemos la sensación que nuestro viaje crítico ha llegado a su fin, que nuestro objetivo critico se ha completado, de que nuestra misión como intelectuales críticos se ha cumplido. Ahora la verdad de la política se ha revelado a sí misma; podemos contemplar los nuevos hitos de la teología política contemporánea sin una necesidad de criticarlos más allá –porque estos íconos son terriblemente malos en sí mismos. Es suficiente mostrar estos íconos una y otra vez para comentarlos, para interpretarlos, lo que explica la fascinación macabra que encuentra su expresión en múltiples publicaciones recientes dedicadas a las imágenes de la guerra del terror emergiendo de ambos lados del frente invisible. 




Esta es la razón por la cual no creo que el terrorista, siendo más radical que el propio artista, se haya convertido en un rival para el artista moderno. Más bien, creo que el guerrero terrorista y el antiterrorista, con su maquinaria de producción de imágenes, son realmente los enemigos del artista moderno porque intentan crear imágenes que reclaman ser verdaderas y reales más allá a cualquier critica a la representación. Las imágenes de terror y guerra han sido, de hecho, proclamadas por muchos autores hoy en día como “el retorno de lo real”2 –como pruebas visuales del fin de la critica de la imagen que fue practicada en el siglo pasado. Pero yo creo que es demasiado temprano para dejar que esta critica se acabe. Por supuesto las imágenes, acerca de las cuales estoy hablando, poseen una verdad empírica elemental: ellas documentan eventos verdaderos y que esta documentación puede ser analizada, investigada, confirmada y rechazada. Existen algunos medios técnicos para establecer si una imagen es empíricamente verdadera o si es simulada, modificada o falsificada. Pero debemos diferenciar entre esta verdad empírica, el uso empírico de esa imagen –como podríamos decir de una evidencia judicial- y su valor simbólico dentro de la economía de los medios de intercambio. Las imágenes de terror y contra terror que circulan permanentemente en las redes de los medios de masas contemporáneos se han transformado casi inevitablemente para el teleespectador. Y son mostradas principalmente no en el contexto de una investigación empírica o criminal. Ellas tienen la función de mostrar algo más que este o aquel incidente empírico concreto. Ellas producen imágenes universalmente válidas de lo sublime político. La noción de lo sublime esta primeramente asociada, por nosotros, a través del análisis de Kant, que usaba como ejemplos de lo sublime imágenes de las montañas suizas y de las tempestades del mar. O a través del ensayo de Jean-Francois Lyotard de la relación entre vanguardia y lo sublime. Pero las raíces de la noción de lo sublime están en las Indagaciones filosófica sobre nuestras ideas acerca de lo bello y lo sublime de Edmund Burke. En este libro, Burke usa un ejemplo de las decapitaciones públicas y la tortura que eran comunes en los siglos antes de la ilustración. Tampoco deberíamos olvidar que el reino de la ilustración fue introducido al público de masas a través del uso de la guillotina en el centro de la revolución de París. En su Fenomenología del espíritu, Hegel escribe que esta exposición pública creaba una igualdad real entre los hombres porque dejaba perfectamente claro que ninguno podía decir que su muerte tenía un significado más alto que la de otro. Durante el siglo XIX y XX tuvo lugar la despolitización masiva de lo sublime. Ahora estamos experimentando no el retorno de lo real, sino de lo sublime político en una forma de la repolitización de lo sublime. La política contemporánea no representa ya nada hermoso (N. del T.) Boris Groys hace alusión aquí al libro de Hal Foster El etorno de lo Real. Editorial Akal, Madrid, 2001. como pretendían los estados totalitarios del siglo XX, por el contrario, la política contemporánea se representa a sí misma como sublime –como fea, repelente, insoportable, terrorifica. Incluso mucho más, todas las fuerzas políticas del mundo contemporáneo están involucradas en una creciente producción de lo sublime político compitiendo por las imágenes más fuertes y terribles. Es como si la Alemania nazi se publicitara a sí misma utilizando imágenes de Auschwitz o que la Unión Soviética
de Stalin utilizara imágenes de la Gulag. Esta estrategia es nueva, pero no tan nueva como parece serlo. El punto que Burke busca poner en juego es precisamente este: la más terrible imagen sublime de la violencia es aún meramente una imagen. Una imagen de terror se produce, se representa y puede ser estéticamente analizada y criticada en términos de una critica de la representación, la cual, no significa una falta de sentido moral. El sentido moral es un lugar que se relaciona con lo individual, con un evento empírico documentado con una cierta imagen. Pero en el momento en que una imagen comienza a circular en las redes de los medios y adquirir el valor simbólico de ser una representación de lo políticamente sublime puede estar sujeta a la critica de arte como cualquier otra imagen. Esta crítica del arte puede ser teorética. Pero también puede ser una critica del arte en sí mismo como fue la tradición en el contexto del arte modernista. El objetivo inmediato de mi discurso consiste en el diagnóstico del régimen contemporáneo de producción de imágenes y su distribución a través de los medios contemporáneos. 


Me gustaría especificar que el objetivo de la crítica contemporánea de la representación debería ser doble. Primero, esta critica debería estar dirigida contra todo tipo de censura y supresión de imágenes que nos evitaría enfrentarnos con la realidad de la guerra y el terror.Este tipo de censura está, por supuesto, todavía presente. Hace un tiempo atrás ABC, una cadena de televisión estadounidense, rechazó mostrar la película Rescatando al soldado Ryan de Steven Spielberg por las escenas de “violencia gráfica” que contiene. Este tipo de censura se legitima a sí misma como defensa de los “valores morales” y de los “derechos de la familia”, pero puede ser aplicada a la cobertura de las guerras que tienen lugar hoy en día y sanar su representación en los medios. Pero al mismo tiempo requerimos de una critica que analice el uso de estas imágenes de violencia como nuevos icono de lo sublime político y de la competencia simbólica del potlach en la producción de estos iconos. Me parece que el contexto del arte es espacialmente apropiado para este segundo tipo de critica. El mundo del arte parece ser muy pequeño, cerrado e incluso irrelevante comparado con el poder del mercado de los medios actuales. Pero la diversidad de imágenes que están en circulación en los medios es bastante limitada comparada con la diversidad del arte contemporáneo. Para ser efectivas, propagadas y explotadas en los medios de comunicación y comerciales masivos, las imágenes necesitan ser fácilmente reconocibles por la mayoría de la audiencia objetiva, lo que hace que los medios de masas sean extremadamente tautológicos. Esta variedad de imágenes circulando de los medios de comunicaciones es, por lo tanto, bastamente más limitada que el rango de imágenes conservada en los museos de arte contemporáneo, producida por artistas contemporáneos. Incluso las imágenes terroríficas de lo sublime político son sólo imágenes entre muchas otras imágenes; no son menos, pero tampoco más. De hecho, ya la vanguardia clásica ha abierto un campo infinito de formas pictóricas posibles, las cuales están alineadas al otro lado de los que son los derechos de igualdad. 


Unas tras otras, las formas del llamado arte primitivo, formas abstractas y objetos simples del diario vivir han adquirido el reconocimiento que se usaba para privilegiar las obras artísticas. Esta equiparación entre la práctica y el arte se ha pronunciado más aún en el transcurso del siglo XX con las imágenes de la cultura de masas, el entretenimiento y el kitsch que tienen el mismo estatus del arte tradicional. Ahora bien, esta política de igualdad estética de derechos, esta lucha por la igualdad estética entre las formas visuales y las distintas forma de arte de medios fue y sigue siendo fuertemente criticada como una expresión de sí mismo y, paradójicamente, de elitismo. Esta critica fue dirigida contra el arte moderno tanto de la derecha como de la izquierda; el arte moderno era criticado por una falta de amor genuino a la belleza eterna y, al mismo tiempo, una falta de compromiso político verdadero. De hecho, la política de la igualdad de derechos a nivel estético es necesariamente una precondición de cualquier compromiso político. Por su puesto la política de emancipación contemporánea es una política de la inclusión dirigida en contra de las exclusiones políticas, étnicas o económicas existentes. Pero esta lucha por inclusiones solamente es posible si los signos visuales y las formas en las cuales el deseo de las minorías excluidas se manifiestan a sí mismas no son rechazados ni suprimidos desde el comienzo por ningún tipo de censura estética operando en el nombre de altos valores estéticos. Sólo bajo la presuposición de la igualdad de todas las formas visuales y de medios en el nivel estético, es posible resistir al hecho de la desigualdad entre las imágenes –como impuestas desde el exterior reflejando las desigualdades culturales, sociales, políticas o económicas. Pero la política de la igualdad estética no significa solamente una valorización estética de las imágenes y las cosas que hemos visto con anterioridad como sin valor o representadas en el contexto del arte. Seguramente desde Duchamp, el arte moderno ha sido entendido como una elevación de las “cosas simples” al estatus de obras de arte. Esta movilidad crea una ilusión de que la obra de arte es per se algo más alto y mejor que lo simplemente real, siendo una mera cosa. Pero desde que el arte contemporáneo pasó por un largo periodo de autocrítica en el nombre de la realidad, el nombre “arte” puede ser usado y se usa hoy no solamente para alabar, sino, también como una acusación, como una forma de denigración. Decir de algunas cosas que son “simplemente arte” puede ser peor que decir que son meros objetos. El poder de nivelación del arte moderno y contemporáneo trabaja en ambos sentidos, valoriza y desvaloriza al mismo tiempo. Por ejemplo, cuando Karl Heinz Stockhausen compara los ataques terroristas del 11 de septiembre a una obra de arte, esta comparación puede ser entendida como una desvalorización de éste ataque. La función estetizante no es noble, sino que es una forma de relativización critica de este acto de terror, lo que se presenta a sí mismo no como algo artístico, sino que como un acto sagrado en el contexto de una guerra santa. Comparar un icono sagrado con una obra de arte implica cometer blasfemia y no alabarla. En general, decir que las imágenes producidas por la guerra y el terror, a un nivel simbólico, son solamente arte no significa elevarlas o santificarlas, sino criticarlas. La simple aplicación de la noción de arte a estas cuasisacrales imágenes es en sí mismo un acto de critica a ellas porque las pone bajo el mismo criterio de evaluación que es válido para cualquier otra imagen artística secular. Como ha puntualizado Kojève, el momento cuando la lógica de la igualdad individual subyacente en la lucha por el reconocimiento se transforma en aparente, crea la impresión de que esa lucha tiene que, hasta cierta extensión, rendir su seriedad y explosividad verdadera. Esta es la explicación de porque en la segunda guerra mundial Kojève fue capaz de hablar del fin de la historia, en el sentido de la historia política de la lucha por el reconocimiento. Desde entonces el discurso sobre el fin de la historia ha dejado su huella en la escena artística. La gente esta constantemente refiriéndose al fin de la historia del arte, con lo cual quieren decir que, en estos días, todas las formas de arte y todos los objetos son, en principio, considerados obras de arte. Bajo esta premisa la lucha por el reconocimiento en el arte ha alcanzado un fin lógico y se ha transformado, por lo tanto, en anacrónica y superflua. Como se ha argumentado, todas las imágenes están siendo reconocidas como siendo de igual valor lo que privaría al artista de sus herramientas estéticas con las cuales crea tabúes, busca provocar, choquear o extender los límites existentes del arte, como fue posible durante toda la historia del arte moderno. En su lugar, por el momento, la historia ha llegado a un fin en que cada artista tendrá que suponer en producir una imagen arbitraria entre muchas otras. Cualquiera sea el caso, el régimen de igualdad de todas las imágenes debería no solo ser visto como el telos de la lógica del arte de la modernidad, sino también como su negación terminal. De acuerdo a esto ahora somos testigos de repetidas ondas de nostalgia por un tiempo en que la obra de arte individual todavía era considerada preciosa como obra de arte singular. La fascinación con las imágenes de lo sublime político que ahora podemos observar casi en cualquier parte, pueden ser interpretadas como un caso específico de esta nostalgia por una obra de arte, por una verdadera imagen real. Los medios de comunicación -no los museos, ni el sistema del arte- parecen ahora ser el lugar donde el ansia por esto se hace abrumadora, inmediatamente
persuasiva esperando que la imagen sea satisfecha. Nosotros estamos seguros de que la realidad muestra que esta necesidad de tener una representación de la realidad política en sí misma, en sus formas más radicales, puede ser sólo sostenida en el hecho que no somos capaces de practicar la critica a la representación en el contexto de los medios contemporáneos. La razón para eso es bastante simple. Los medios nos muestran las imágenes de lo que esta pasando ahora. En contraste a los medios de masas, las instituciones del arte son lugares de comparaciones históricas entre el pasado y el presente, entre la promesa de igualdad original y la realización contemporánea de esta promesa y, por lo tanto, poseen los medios y posibilitan lugares para un discurso critico. Esto se produce porque cada discurso de este tipo necesita una comparación, un marco, una técnica de comparación –una técnica de valorización simbólica y devalorización que pueda ser aplicada al fenómeno de la cultura actual. Dado el actual clima cultural las instituciones del arte son prácticamente los únicos lugares donde realmente podemos retroceder desde nuestro presente y compararnos con otras eras históricas. En estos términos, el contexto del arte es casi irremplazable porque esta particularmente bien situado para un análisis critico y desafiante de lo que es el espíritu de los tiempos en la era de los medios de comunicación. Las instituciones del arte son lugares que nos recuerdan que los proyectos de arte igualitario del pasado, la historia como un todo, la critica a la representación, y la critica de lo sublime, son lugares donde podemos medir nuestro tiempo en contra de este contexto histórico




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