Camuflaje es sabotaje
En su pormenorizada fenomenología
del rostro, Inmanuel Levinas señalaba el encuentro con la mirada del
otro como el big bang del que brota
el sentimiento íntimo de la ética: en ese choque de trenes existenciales propio
de todo cruce de miradas, en el reconocerse como sujetos de dignidad, empieza
nuestro ser humanos. De dicha perspectiva se deriva una centralidad al ver y ser vistos en el génesis y el
epicentro de nuestro comportamiento, que pensadores posteriores abordarán desde
argumentos mucho más lóbregos: ríos de tinta se han escrito sobre la figura del
“control panóptico”, cuando la
omnipotencia de las relaciones de visibilidad son instrumentalizadas al
servicio de la dominación asimétrica. Muchos seguidores de Foucault o Virilio
se rasgan las vestiduras ante la inquietante proliferación de tecnologías de
subsumisión biopolítica vía vigilancia (como satélites, cámaras urbanas,
drones, etc.), a las que consideran una intolerable intromisión en el libre uso
del espacio público. Ya los fenomenólogos advertían que el saberse observado es
una poderosísima herramienta de cohibición, especialmente cuando el ojo
panóptico está en otro lugar, generalmente un limbo en el que se mantiene inmune a nuestros requerimientos… Esas visiones que proponen que “el
sistema nos vigila en la sombra” son una figuración simétrica del Gran Otro trascendente que tanto ha dado
que pensar en la metafísica y psicoanálisis: lo verdaderamente penetrante del
tema de la visibilidad es que quien nos vigila no es un gran Otro de instancias
cuasi cósmicas (llámese Capitalismo, FyCdSdE,
Corporatocracia, caber-espías, etc.) sino el pequeño “otro” cotidiano que convive con nosotros
puerta con puerta. En el enjambre, la abeja reina no tiene que controlar a las
obreras, pues ya estas se controlan entre sí.
Todos somos policías morales sin
darnos cuentas, fiscalizamos involuntariamente a nuestros compañeros de acera mediante
el simple uso inopinado de nuestra mirada. Algo que puede sonar paranoico, pero
las huellas de este fenómeno se pueden rastrear en infinidad de ejemplos: las
pequeñas comunidades agrarias y autogestionadas, a las que habitualmente no
alcanzaba de facto la mirada del gobernante, mantenían la paz social mediante
el férreo escrutinio de las actividades del vecino, y temas como la
infidelidad, el ateismo o la homosexualidad podían conducir a escarnios y
exclusiones sociales tan crueles como las de los más severos sistemas penales
regulados. Seguramente ese “micróptico”
sea más virulento y sutil que el panóptico benthamiano, pues a fin de cuentas
esa permeabilidad a la jurisprudencia de la mirada doméstica es un instinto innato, tal y como
demuestran todos los niños y adolescentes, cuyos dramas suelen derivar en mayor
o menor medida de las heridas provocadas por cómo son percibidos. Hay quien define la subjetividad como el
resultado de los Ojos que nos escudriñan, miradas-juicio que en su repliegue
infieren la fantasía de un “mundo interior”, que en realidad es una estatua
cincelada por la pupila ajena.
Estar en sociedad es mirar y ser
mirado, de eso no cabe duda: la semiótica libidinal despliega sus
encantamientos cada vez más a través del sentido de la vista, y más en una
sociedad de masas donde el conocimiento primero del otro es siempre el de su
Imagen. Paseando por la ciudad entre desconocidos, participamos de una
coreografía silenciosa y ceremonial de miradas, persona-persona, persona-objeto,
objeto-objeto, objeto-persona. Una de los más bellos arabescos poéticos de la
genial “Cómo ser John Malkovich” era su
propuesta de que entrar en alguien
consiste en ser testigo de aquello que mira: los huéspedes de Malkovich
participaban de la milagrosa experiencia de poder ver a través de sus ojos, y
atestiguar los milagros que se le presentan. La seducción, todo el edificio del
erotismo, es un encantamiento de las miradas, siendo el ojo el brazo ejecutor
de toda economía libidinal como bien supieron relatar los herederos del
freudo-marxismo, desde Reich hasta Baudillard, y así hasta Jacques Ranciere y Boris Groys.
Ciertas prácticas socioculturales
con vocación de disidencia se han fundamentado en la disrupción del régimen
normativo de visibilidad utilizando aquel principio del “devenir imperceptible”:
ya que la mirada del otro es un scanner fiscalizador que nos mapea, prejuzga y
localiza, desencadenarse del megaloscopio
global exige desaparecer de los radares, situarse en los espacios en sombra del
reparto de lo sensible, en las zonas si cobertura, en los extrarradios de las
clasificaciones normalizadoras, fuera de foco, como un archivo de imagen que funciona en formato desconocido por el
sistema operativo. La apuesta ética por la clandestinidad tiene en Deleuze a su gurú más sistemático (en
su filosofía, las aristas del lenguaje y los aparatos de visibilización son
registros ontológicos fundamentales) y de su apuesta por las resistencias
invisibles nacerán proyectos de activismo nómada como los de Tiqqun y su
defensa de los sujetos que saben aprovechar la mediocridad del Don Nadie como
trinchera para el sabotaje, o todo el espectro de Anonymous de todo pelaje: la
cultura pop siempre tuvo muy presente el juego de la desaparición, sea en la
forma del sujeto que desaparece en la uniformidad de un grupo indiferenciable
(caso de los Skinheads) o de
movimientos que postulan la neutralización de todo signo de identidad
individual (ejemplar en este sentido es la poética del faceless
techno bollocks).
El trabajo de Liu
Bolin puede ser descifrado como una figuración de esta tradición
contemporánea del camuflaje como sabotaje. Sus magnéticas fotografías retratan
a un denizen sin persona que se disuelve en el contexto, de acuerdo a la
estrategia del camaleón que espera a su presa (o se resguarda de encuentros
hostiles) mediante la mimesis con su medio. El hombre invisible y sin silueta
cuya única huella sobre el paisaje son mínimas perturbaciones sobre un fondo
sobre el que ya no resalta como figura: el estado de ánimo que inspiran sus
imágenes es el que ustedes quieran encontrar en él, pudiendo ver en ellas el espíritu
lúdico de un mero juego del escondite, el pánico de quien se siente escrutado
por el ojo de Sauron, o la amenaza
felina de un agresor que espera en las sombras a sus víctimas: en cualquier
caso, la desaparición del sujeto implica el ejercicio de una cierta fuerza, una
forma de poder. La coraza de la invisibilidad otorga un amplio abanico de
posibilidades de interacción con el medio, gracias a la fuerza del espectador
en segundo grado al que no podemos devolver la mirada y se reserva el derecho a
dar el último golpe. Ahora bien, mantenerse imperceptible no puede darse
autónomamente, sino en reciprocidad dinámica a las condiciones ambientales: si
cambia el paisaje a nuestro alrededor, debemos mudar nuestra piel siguiendo su
estela, como el cromatismo del camaleón que replica los colores del árbol sobre
el que se resguarda. Una de las enseñanzas de Bolin es que la invisibilidad se
opone a la inmovilidad, como bien expone el genial Boris Groys en su trabajo:
el régimen estético se instaura mediante ejercicios de fijación e indexado, que
sólo se pueden eludir mediante una diáspora perceptiva sin fin.
Sin embargo, la dialéctica
reactiva con la mirada del otro presenta otra exigencia que tendemos a olvidar:
una de las características esenciales del Panóptico es que el vigilante ha de ser
también imperceptible por el vigilado, idea crucial para entender las
conspiranoias (pánico intuitivo a un observador omnisciente y diluido en el
ambiente), que parten de la base de que no podemos reacciona ante entidades
cuya existencia y potencias desconocemos. En eso como en tantas otras cosas,
ciertos utopismos cibernéticos se muestran bien ingenuos: la emancipación a
través de las llamadas redes sociales
ignoran a menudo que esas “Redes” no son tal cosa. Por más que consideremos que
Twitter o Facebook son simplemente herramientas sin agencia, conexiones sin
sustancia más allá de lo concectado, conviene no olvidar que son agentes
autónomos, discretos pero en absoluto inanes. Considerar que algo antisistema
puede surgir de algo como Twitter, descuenta que Twitter a día de hoy ES el
sistema. Pero ese tema se abre a otros debates: últimamente no dejo de darle
vueltas considerar Internet no como una red, sino como una “cosa”: la sombra
que proyecta entonces adquiere entonces nuevos matices. Volveremos sobre esto.
Dejaremos también para otra ocasión el modo en que los arquitectos han
incorporado el parámetro de la visibilidad en sus trabajos, una cuestión
crucial en la historia de la modernidad gracias al desarrollo de tecnologías
que permitían construir paños trasparentes, y que ha dado lugar a sesudas
investigaciones a costa de clásicos como la Casa Farnsworth o la Glass House de Phillip
Jonston. Por desgracia lo que en esos casos era la formulación de un manifiesto
por la transparencia, ha derivado en manos de sus expoliadores en proyectos a
menudo zafios e incapaces de modular una cuestión tan crítica como son los
fenómenos de ocultación / exposición.
Pero volviendo al trabajo de Liu
Bolin, quizás su imagen más penetrante es aquella en la que juega con la otra
condición paradigmática del ciudadano contemporáneo: el de espectador, mirón,
voyeur.
Las redes sociales y la inusitada
proliferación del exhibicionismo íntimo que han desencadenado han supuesto una
inesperada aporía en la lógica del panóptico: ahora en sistema ya no se ve
obligado a recurrir a oscuras estratagemas detectivescas para recavar
información sobre nuestras vidas, pues somos nosotros los que voluntariamente
nos entregamos al juego de la ostentación autobiográfica. Hasta hace bien poco
los análisis al respecto insistían reiteradamente en una simplona explicación a
costa de nuestra natural tendencia al exhibicionismo narcisista, el culto al stardom y los 15 minutos de fama
warholianos, las tecnologías del Yo y ese tipo de discursos culpabilizadotes.
Sin embargo estos últimos años se están desarrollando estudios muy penetrantes
y minuciosos sobre la condición política del espectador, que probablemente sea
la que más nos compromete políticamente como ya advertían Macluhan, Ranciere, Virilio o nuestro Fernández Porta. El campo de las “Politics of spectatorship” son
cruciales para entender fenómenos urbanos de tanto calado como la proliferación
centros comerciales o contenedores museísticos, hasta el punto de que una de
las características más significativas en el éxito de un espacio público es su
ordenación de las miradas de los transeúntes. Insisto en las profundísimas consecuencias
de la política de la mirada, pues aquello que miramos y su entrelazamiento con lo que pensamos y lo que hacemos
determina completamente el ejercicio de lo que somos.
En ese sentido, uno de los
tratados más sobresalientes en torno a esta cuestión es el formidable “Artificial Hells. Participatory Art and the Politics
of Spectatorship” de Claire Bishop,
que podéis encontrar aquí y que deberían leer todos los interesados en las acciones
urbanas participativas, aunque su aproximación tal vez resulte incómoda para
algunos. La autora recorre los presupuestos éticos y pragmáticos de las
experiencias artísticas que a lo largo del siglo XX han intentado subvertir la
relación sujeto / objeto mediante la puesta en marcha del espectador, que
abandona su condición de peeping tom
pasivo y pasa a ser, más que un agente, un componente más de la obra de arte. Desde
Fluxus a las raves, esa integración
entre observador y obra se ha convertido en un canon del activismo artístico
supuestamente contestatario, pero Bishop no duda en desenmascarar las numerosas
trampas retóricas y paradojas conceptuales que implica dicha pirueta. El “giro participativo” en la cultura
contemporánea y su indisimulada alabanza de figuras como el “Prosumidor” o el urbanismo
P2P es en realidad heredero de un amplísimo linaje cultural lleno de
luces y sombras, y cuya supuesta capacidad de subversión política ha sido
puesta entre corchetes por grandísimos pensadoes. El Ensayo de Bishop es uno de
los más potentes que he leído últimamente, y quien no se vea con ánimos o
tiempos de echarle un vistazo puede ver el video que dejo enlazado a continuación,
donde su programa intelectual queda perfectamente claro. Independientemente de
la afinidad personal de cada uno con las posturas de Bishop, los temas que pone
encima de la mesa nos interpelan a todos en nuestra calidad de ciudadanos
contemporáneos. Más que recomendable.
Lou Reed is dead.
ResponderEliminarV
Ya ves non somos nada carallo... no soy mucho de lagrimones mortuorios y me pone un poco de los nervios que cuando alguien muere le salen admiradores de debajo de las piedras. Lou era un grande, ese mundo de chupas de cuero, cara inexpresiva y voz de resaca del principio era genial, luego cuando se enrolló con Laurie Anderson se aburguesó, pero bueno, el tío era mucho. En fins, ya nos reencontraremos con él en el infierno. Cómo te va la vida? ya falaremos, en un par de semanas te cuento mis novedades.
EliminarEi tío, qué bien que has vuelto al ruedo!!!
ResponderEliminaracabo de ver este post y me da que te vas a enfadar con nosotros, porque andamos acabando ahora un proyecto para una sala de Santiago que va sobre el tema videovigilancia... con clásica cartografía, instalación en la sala y guía de métodos de inhabilitación de cámaras incluidas... ya te contaremos... a ver si te pasas por lacoru pronto que está montándose un sarao sobre la pescadería que estoy seguro de que te va a interesar... abrazo!
iago
Iago!!!! gracias por pasarte, espero psar este mes por ahí porque además estoy ya en modo emigrante total (dedico mi tiempo a peinar oportunidades fuera de ejpain) y tengo que despedirme de mucha gente. Un abrazo y espero que vayáis informando de los proyectos a través de vuestro blog, lo que cuentas pinta muy bien! abrazote!!
Eliminar