jueves, 24 de octubre de 2013

Camuflaje es Sabotaje

"Artificial Hells. Participatory Art and the Politics of Spectatorship", de Claire Bishop




Camuflaje es sabotaje

En su pormenorizada fenomenología del rostro, Inmanuel Levinas  señalaba el encuentro con la mirada del otro como el big bang del que brota el sentimiento íntimo de la ética: en ese choque de trenes existenciales propio de todo cruce de miradas, en el reconocerse como sujetos de dignidad, empieza nuestro ser humanos. De dicha perspectiva se deriva una centralidad al ver y ser vistos en el génesis y el epicentro de nuestro comportamiento, que pensadores posteriores abordarán desde argumentos mucho más lóbregos: ríos de tinta se han escrito sobre la figura del “control panóptico”, cuando la omnipotencia de las relaciones de visibilidad son instrumentalizadas al servicio de la dominación asimétrica. Muchos seguidores de Foucault o Virilio se rasgan las vestiduras ante la inquietante proliferación de tecnologías de subsumisión biopolítica vía vigilancia (como satélites, cámaras urbanas, drones, etc.), a las que consideran una intolerable intromisión en el libre uso del espacio público. Ya los fenomenólogos advertían que el saberse observado es una poderosísima herramienta de cohibición, especialmente cuando el ojo panóptico está en otro lugar, generalmente un limbo en el que se mantiene inmune a nuestros requerimientos… Esas visiones que proponen que “el sistema nos vigila en la sombra” son una figuración simétrica del Gran Otro trascendente que tanto ha dado que pensar en la metafísica y psicoanálisis: lo verdaderamente penetrante del tema de la visibilidad es que quien nos vigila no es un gran Otro de instancias cuasi cósmicas (llámese Capitalismo, FyCdSdE,  Corporatocracia, caber-espías, etc.) sino el pequeño “otro” cotidiano que convive con nosotros puerta con puerta. En el enjambre, la abeja reina no tiene que controlar a las obreras, pues ya estas se controlan entre sí.

Todos somos policías morales sin darnos cuentas, fiscalizamos involuntariamente a nuestros compañeros de acera mediante el simple uso inopinado de nuestra mirada. Algo que puede sonar paranoico, pero las huellas de este fenómeno se pueden rastrear en infinidad de ejemplos: las pequeñas comunidades agrarias y autogestionadas, a las que habitualmente no alcanzaba de facto la mirada del gobernante, mantenían la paz social mediante el férreo escrutinio de las actividades del vecino, y temas como la infidelidad, el ateismo o la homosexualidad podían conducir a escarnios y exclusiones sociales tan crueles como las de los más severos sistemas penales regulados. Seguramente ese “micróptico” sea más virulento y sutil que el panóptico benthamiano, pues a fin de cuentas esa permeabilidad a la jurisprudencia de la mirada doméstica es un instinto innato, tal y como demuestran todos los niños y adolescentes, cuyos dramas suelen derivar en mayor o menor medida de las heridas provocadas por cómo son percibidos. Hay quien define la subjetividad como el resultado de los Ojos que nos escudriñan, miradas-juicio que en su repliegue infieren la fantasía de un “mundo interior”, que en realidad es una estatua cincelada por la pupila ajena.
Estar en sociedad es mirar y ser mirado, de eso no cabe duda: la semiótica libidinal despliega sus encantamientos cada vez más a través del sentido de la vista, y más en una sociedad de masas donde el conocimiento primero del otro es siempre el de su Imagen. Paseando por la ciudad entre desconocidos, participamos de una coreografía silenciosa y ceremonial de miradas, persona-persona, persona-objeto, objeto-objeto, objeto-persona. Una de los más bellos arabescos poéticos de la genial “Cómo ser John Malkovich” era su propuesta de que entrar en alguien consiste en ser testigo de aquello que mira: los huéspedes de Malkovich participaban de la milagrosa experiencia de poder ver a través de sus ojos, y atestiguar los milagros que se le presentan. La seducción, todo el edificio del erotismo, es un encantamiento de las miradas, siendo el ojo el brazo ejecutor de toda economía libidinal como bien supieron relatar los herederos del freudo-marxismo, desde Reich hasta Baudillard, y así hasta Jacques Ranciere y Boris Groys.
Ciertas prácticas socioculturales con vocación de disidencia se han fundamentado en la disrupción del régimen normativo de visibilidad utilizando aquel principio del “devenir imperceptible”: ya que la mirada del otro es un scanner fiscalizador que nos mapea, prejuzga y localiza, desencadenarse del megaloscopio global exige desaparecer de los radares, situarse en los espacios en sombra del reparto de lo sensible, en las zonas si cobertura, en los extrarradios de las clasificaciones normalizadoras, fuera de foco, como un archivo de imagen que funciona en formato desconocido por el sistema operativo. La apuesta ética por la clandestinidad tiene en Deleuze a su gurú más sistemático (en su filosofía, las aristas del lenguaje y los aparatos de visibilización son registros ontológicos fundamentales) y de su apuesta por las resistencias invisibles nacerán proyectos de activismo nómada como los de Tiqqun y su defensa de los sujetos que saben aprovechar la mediocridad del Don Nadie como trinchera para el sabotaje, o todo el espectro de Anonymous de todo pelaje: la cultura pop siempre tuvo muy presente el juego de la desaparición, sea en la forma del sujeto que desaparece en la uniformidad de un grupo indiferenciable (caso de los Skinheads) o de movimientos que postulan la neutralización de todo signo de identidad individual (ejemplar en este sentido es la poética del faceless techno bollocks).


El trabajo de Liu Bolin puede ser descifrado como una figuración de esta tradición contemporánea del camuflaje como sabotaje. Sus magnéticas fotografías retratan a un denizen sin persona que se disuelve en el contexto, de acuerdo a la estrategia del camaleón que espera a su presa (o se resguarda de encuentros hostiles) mediante la mimesis con su medio. El hombre invisible y sin silueta cuya única huella sobre el paisaje son mínimas perturbaciones sobre un fondo sobre el que ya no resalta como figura: el estado de ánimo que inspiran sus imágenes es el que ustedes quieran encontrar en él, pudiendo ver en ellas el espíritu lúdico de un mero juego del escondite, el pánico de quien se siente escrutado por el ojo de Sauron, o la amenaza felina de un agresor que espera en las sombras a sus víctimas: en cualquier caso, la desaparición del sujeto implica el ejercicio de una cierta fuerza, una forma de poder. La coraza de la invisibilidad otorga un amplio abanico de posibilidades de interacción con el medio, gracias a la fuerza del espectador en segundo grado al que no podemos devolver la mirada y se reserva el derecho a dar el último golpe. Ahora bien, mantenerse imperceptible no puede darse autónomamente, sino en reciprocidad dinámica a las condiciones ambientales: si cambia el paisaje a nuestro alrededor, debemos mudar nuestra piel siguiendo su estela, como el cromatismo del camaleón que replica los colores del árbol sobre el que se resguarda. Una de las enseñanzas de Bolin es que la invisibilidad se opone a la inmovilidad, como bien expone el genial Boris Groys en su trabajo: el régimen estético se instaura mediante ejercicios de fijación e indexado, que sólo se pueden eludir mediante una diáspora perceptiva sin fin.
Sin embargo, la dialéctica reactiva con la mirada del otro presenta otra exigencia que tendemos a olvidar: una de las características esenciales del Panóptico es que el vigilante ha de ser también imperceptible por el vigilado, idea crucial para entender las conspiranoias (pánico intuitivo a un observador omnisciente y diluido en el ambiente), que parten de la base de que no podemos reacciona ante entidades cuya existencia y potencias desconocemos. En eso como en tantas otras cosas, ciertos utopismos cibernéticos se muestran bien ingenuos: la emancipación a través de las llamadas redes sociales ignoran a menudo que esas “Redes” no son tal cosa. Por más que consideremos que Twitter o Facebook son simplemente herramientas sin agencia, conexiones sin sustancia más allá de lo concectado, conviene no olvidar que son agentes autónomos, discretos pero en absoluto inanes. Considerar que algo antisistema puede surgir de algo como Twitter, descuenta que Twitter a día de hoy ES el sistema. Pero ese tema se abre a otros debates: últimamente no dejo de darle vueltas considerar Internet no como una red, sino como una “cosa”: la sombra que proyecta entonces adquiere entonces nuevos matices. Volveremos sobre esto. Dejaremos también para otra ocasión el modo en que los arquitectos han incorporado el parámetro de la visibilidad en sus trabajos, una cuestión crucial en la historia de la modernidad gracias al desarrollo de tecnologías que permitían construir paños trasparentes, y que ha dado lugar a sesudas investigaciones a costa de clásicos como la Casa Farnsworth o la Glass House de Phillip Jonston. Por desgracia lo que en esos casos era la formulación de un manifiesto por la transparencia, ha derivado en manos de sus expoliadores en proyectos a menudo zafios e incapaces de modular una cuestión tan crítica como son los fenómenos de ocultación / exposición.
Pero volviendo al trabajo de Liu Bolin, quizás su imagen más penetrante es aquella en la que juega con la otra condición paradigmática del ciudadano contemporáneo: el de espectador, mirón, voyeur.



Las redes sociales y la inusitada proliferación del exhibicionismo íntimo que han desencadenado han supuesto una inesperada aporía en la lógica del panóptico: ahora en sistema ya no se ve obligado a recurrir a oscuras estratagemas detectivescas para recavar información sobre nuestras vidas, pues somos nosotros los que voluntariamente nos entregamos al juego de la ostentación autobiográfica. Hasta hace bien poco los análisis al respecto insistían reiteradamente en una simplona explicación a costa de nuestra natural tendencia al exhibicionismo narcisista, el culto al stardom y los 15 minutos de fama warholianos, las tecnologías del Yo y ese tipo de discursos culpabilizadotes. Sin embargo estos últimos años se están desarrollando estudios muy penetrantes y minuciosos sobre la condición política del espectador, que probablemente sea la que más nos compromete políticamente como ya advertían Macluhan, Ranciere, Virilio o nuestro Fernández Porta. El campo de las “Politics of spectatorship” son cruciales para entender fenómenos urbanos de tanto calado como la proliferación centros comerciales o contenedores museísticos, hasta el punto de que una de las características más significativas en el éxito de un espacio público es su ordenación de las miradas de los transeúntes. Insisto en las profundísimas consecuencias de la política de la mirada, pues aquello que miramos y su entrelazamiento con lo que pensamos y lo que hacemos determina completamente el ejercicio de lo que somos.



En ese sentido, uno de los tratados más sobresalientes en torno a esta cuestión es el formidable “Artificial Hells. Participatory Art and the Politics of Spectatorship” de Claire Bishop, que podéis encontrar aquí y que deberían leer todos los interesados en las acciones urbanas participativas, aunque su aproximación tal vez resulte incómoda para algunos. La autora recorre los presupuestos éticos y pragmáticos de las experiencias artísticas que a lo largo del siglo XX han intentado subvertir la relación sujeto / objeto mediante la puesta en marcha del espectador, que abandona su condición de peeping tom pasivo y pasa a ser, más que un agente, un componente más de la obra de arte. Desde Fluxus a las raves, esa integración entre observador y obra se ha convertido en un canon del activismo artístico supuestamente contestatario, pero Bishop no duda en desenmascarar las numerosas trampas retóricas y paradojas conceptuales que implica dicha pirueta. El “giro participativo” en la cultura contemporánea y su indisimulada alabanza de figuras como el “Prosumidor” o el urbanismo P2P es en realidad heredero de un amplísimo linaje cultural lleno de luces y sombras, y cuya supuesta capacidad de subversión política ha sido puesta entre corchetes por grandísimos pensadoes. El Ensayo de Bishop es uno de los más potentes que he leído últimamente, y quien no se vea con ánimos o tiempos de echarle un vistazo puede ver el video que dejo enlazado a continuación, donde su programa intelectual queda perfectamente claro. Independientemente de la afinidad personal de cada uno con las posturas de Bishop, los temas que pone encima de la mesa nos interpelan a todos en nuestra calidad de ciudadanos contemporáneos. Más que recomendable.



4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Ya ves non somos nada carallo... no soy mucho de lagrimones mortuorios y me pone un poco de los nervios que cuando alguien muere le salen admiradores de debajo de las piedras. Lou era un grande, ese mundo de chupas de cuero, cara inexpresiva y voz de resaca del principio era genial, luego cuando se enrolló con Laurie Anderson se aburguesó, pero bueno, el tío era mucho. En fins, ya nos reencontraremos con él en el infierno. Cómo te va la vida? ya falaremos, en un par de semanas te cuento mis novedades.

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  2. Ei tío, qué bien que has vuelto al ruedo!!!
    acabo de ver este post y me da que te vas a enfadar con nosotros, porque andamos acabando ahora un proyecto para una sala de Santiago que va sobre el tema videovigilancia... con clásica cartografía, instalación en la sala y guía de métodos de inhabilitación de cámaras incluidas... ya te contaremos... a ver si te pasas por lacoru pronto que está montándose un sarao sobre la pescadería que estoy seguro de que te va a interesar... abrazo!
    iago

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    1. Iago!!!! gracias por pasarte, espero psar este mes por ahí porque además estoy ya en modo emigrante total (dedico mi tiempo a peinar oportunidades fuera de ejpain) y tengo que despedirme de mucha gente. Un abrazo y espero que vayáis informando de los proyectos a través de vuestro blog, lo que cuentas pinta muy bien! abrazote!!

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