lunes, 17 de febrero de 2014

Panóptica Torre Eiffel

Fenomenología, hiper-realidad y visión panorámica en el edificio más fotografiado del mundo 



Ciento veinticinco años después de su inauguración (demasiado tiempo para ser considerado un edificio “contemporáneo”, pero demasiado poco para los cánones de la monumentalidad histórica), la Torre Eiffel está sobreviviendo con sorprendente buena salud el ocaso del modelo de ciudad que representó como ningún otro símbolo: su efigie fue la rúbrica grandilocuente de la sociedad industrial admirándose a sí misma, la celebración gratuita de la vigorsa metrópolis world-class y su optimista confianza en el progreso técnico. Su construcción supuso el hito fundacional de la conversión de la tecnología en espectáculo pop, la conversión de las audacias del iluminismo ilustrado en recreo para los sentidos, que hizo del virtuosismo ingenieril el modo de exuberancia arquitectónica más apreciado en los siglos XX y XXI. Incluso en la Europa posindustrial, su impacto en el imaginario colectivo se mantiene intacto: en un planeta en el que se toman 375.000 millones de fotografías al año, la Torre Eiffel sigue siendo el edificio más fotografiado del mundo. No necesita campañas de marketing para que su magnetismo popular mantenga la capacidad de seducción del primer día, pues su silueta ocupa un lugar de honor en el archivo folk de deidades globales junto a Elvis, la manzana de Apple o la máscara de Darth Vader: hoy en día, uno no puede no reconocerla. Si existe una “cultura general” de arquitectura, probablemente el único emblema moderno equiparable a catedrales, palacios y pirámides sea el Ícaro parisino diseñado por Alexandre Gustave Eiffel para la Exposición Universal de 1889.

Los arquitectos e ingenieros aún se asombran de la audacia técnica que requirió el proyecto en su día: piénsese que su estructura hubo de diseñarse sin que existiesen calculadoras  (y por ahora no se atisban problemas de estabilidad ni en el largo plazo), su obra fue gestionada y dirigida en ausencia de teléfonos (un invento todavía en pañales por aquellos días), y más de 18.000 mil piezas metálicas prefabricadas hubieron de fabricarse, transportarse y ensamblarse con precisión milimétrica mediante tecnología increíblemente rudimentaria. En este enlace encontraréis algunos planos originales del equipo de Eiffel, y varias anécdotas de tan temerario emprendimiento. Semejantes alardes (aquello fue algo así como el LHC de a época) fueron posibles por el grado de sofisticación profesional alcanzado por las empresas que construían puentes, cuyos procesos de intendencia se siguieron en la torre. Sin embargo, cabe recordar que en su día los artistas e intelectuales más ilustres del régimen se mostraron contrariadísimos con la irrupción en el delicado skyline parisino de una mole de formas tan poco solemnes: aquel litigo intelectual entre técnicos y hombres de letras ejemplifica una de las claves ideológicas del siglo XIX, como fue la incorporación al pensamiento hegemónico del criterio técnico por encima del humanista. El aplastante triunfo de la operación Eiffel fue reconocido incluso por muchos de los que antes la vituperaban, y el propio Maupassant (uno de los más iracundos opositores) se dejaba caer con frecuencia por sus restaurantes y miradores, aunque afirmaba hacerlo “a regañadientes” (fue pionero de un clásico del pensamiento del turista: el turista nunca soy yo, son siempre los demás). Por lo vito Proust la detestaba, comparándola con un dedo de hierro que mira al cielo con vulgaridad. Recomendabilísima la lectura del texto anti-Eiffel firmado por la élite intelectual de su tiempo, toda una lección de con qué facilidad la historia consigue invertir reputaciones y desdecirse de sus juicios anteriores, en paralelo a las fluctuaciones del ideario hegemónico, las instituciones del poder, y la influencia de ambos sobre los gustos de cada período
La idea misma de las Exposiciones Universales (recordemos que la torre fue construida como atracción principal de la expo parisina de 1889) se basaba en la exhibición folklórica de los descubrimientos técnicos y sus potenciales usos como espectáculo recreativo, una magnífica estrategia de marketing que permitiría al binomio ciencia/técnica ganarse el afecto de la clase media y hacerse un hueco glamouroso en el imaginario colectivo. Encarnaban el cosmopolitismo incipiente, en cuya génesis quizás puedan encontrarse rastros del auge de un movimiento en principio antitético como fue el pintoresquismo: aquella súbita pasión de la pequeñaburguesía post-romántica por los paisajes fuertemente teatralizados, los exotismos iconográficos de civilizaciones coloristas, la excentricidad de la plástica oriental. El romanticismo barroco más intelectualista se popularizó entre los urbanitas de a pie como una tendencia estética pionera del camp y el kitsch, en el que lo pintoresco parecía conjurar los fantasmas de la industrialización y las grises ciudades de las máquinas. Esa curiosidad por la otredad cultural solía expresarse en imaginarios rústicos e historicistas, pero sirvió como instauración de cierta obsesión por lo fascinante que, gracias a visionarios como Julio Verne, encontrará en la creación tecnológica una de las más fértile sugerencias para la fantasía.
El turismo de masas empezó a enseñar la cabeza en las sociedades industriales en la época del pintoresquismo, pero en su adicción a lo sorprendente (la experiencia por la experiencia) el turista incorporó las grandes obras de ingeniería a su repertorio de intereses, en sintonía con una época en la que la industrialización de todos los registros de la vida estaba consiguiendo que el futuro fuese mucho más sugerente que la monumentalidad histórica. La espectacularización de la invención técnica generaría su propia industria, de la que las exposiciones universales (¿el acta fundacional del marketing urbano?) serían el ejemplo primigenio, tatarabuelo de lo que ahora llamamos “gizmología”.
En la antesala del siglo XX, la invención tecnológica trajo a la vida urbana infinidad de prodigios para los sentidos que, desde las ciudades, pusieron en jaque muchos de los hábitos de percepción generalizada, doméstica. En cuestión de décadas, se inventa el cine, las ciudades son iluminadas, los artilugios eléctricos inundan de brujería la vida cotidiana, y la arquitectura empieza a despegarse del ras del suelo. Aquel bing-bang de sobresaltos cognitivos que empieza en la fotografía (y termina, por ahora, en el 3D doméstico) tuvo mucho que ver en el carisma que pronto adquirió la Torre de Eiffel, que venía a ejemplificar el impacto de un nuevo paisaje urbano en el que la tecnología prometía inauditos placeres para la experiencia. La sucesión de nuevas invenciones que empezarían a proliferar de la mano de la energía eléctrica harán que el cuestionamiento de los límites entre realidad y apariencia se convierta en el eje de mucha de la filosofía del momento: no es casual que precisamente en 1889 Husserl comenzaba a sistematizar lo que luego sería la fenomenología moderna, en el mismo año en el que nacían Heidegger y Wittgenstein.


Las “Investigaciones lógicas” de Husserl meditaban con gravedad sobre el modo en que los objetos de experiencia se dan en la conciencia como realidades quizás fatuas, pero constitutivas del único mundo al que tenemos acceso. Centrándose en los procesos que deducen lo real a través de la percepción y la cognición, el fenomenólogo alemán recurrirá a la torre como ejemplo para explicar sus deducciones, como aquellos célebres párrafos sobre la diferencia entre  “`pensar en” la Torre Eiffel, “percibir” la Torre Eiffel, y “recordar” la Torre Eiffel. Tales cuestiones pueden sonar en principio a especulación metafísica abstracta, pero la lógica cultural que las propición fue, como decimos, el desconcierto cognitivo del ciudadano en los albores de la metrópolis moderna y sus extenuantes sortilegios para los sentidos. Escaparates, luz artificial, proliferación de imágenes y comunicación a distancia dan lugar a un nuevo mundo ya no inmediatamente reconocible en función de la fisicidad de los objetos. No es casual que muchos de lo estudios culturales dedicados al análisis del arte y la arquitectura durante la sociedad de consumo partan de metodologías fundadas en la fenomenología, una escuela de pensamiento notoriamente inquieta por el modo en que percibimos artefactos culturales fuertemente imaginarios como son los monumentos globales, objetos trascendentales que ocupan un lugar de excepción en la niebla de imágenes evaporadas que envuelve al mundo.
Cito brevemente un texto de David Carr sobre Husserl:

Un modo de analizar el acto de “ver”  es sugerido mediante el siguiente ejemplo: si estoy realmente viendo la Torre Eiffel, estoy teniendo una cierta experiencia visual convincente, que por lo general implica a la torre como objeto que está delante de mí. Digo “convincente” con la intención de considerar casos como el espejismo de ver agua sobre la carretera: aquí podría decir que he tenido una experiencia visual de agua en la carretera, pero no convincente. En una experiencia visual convincente, no hay razones, sea por experiencia previa o por otros motivos, para que me pregunte por lo que “veo”. Sin embargo, es también posible que se de el caso que inquieta a tantos filósofos, de tener una experiencia visual convincente de la Torre Eiffel cuando en realidad no está delante de mí en absoluto. Aquí estaremos a decir, que la experiencia es idéntica a la de tener a la torre Eiffel delante, salvo que la torre no está ahí.
Puede entonces que el análisis del “ver” que he dado no es el adecuado. No incluye los frecuente casos en los que estoy teniendo una experiencia visual convincente pero alucinatoria cuando la torre, por casualidad, resulta estar ahí mientras la experimento. Tal vez eso no es una visión. ¿Ver implica una relación causal entre la torre y mi experiencia de ella?
Lo curioso de este doble análisis es que desde el punto de vista del observador, la primera parte implica a la segunda. Si mi experiencia visual es realmente convincente, en ese caso estaré convencido de que la Torre está realmente frente a mí. Para mí, todas mis experiencias visuales convincentes son “visiones”, al menos en el momento en el que las estoy viviendo. En el caso de las ilusions, sin embargo, afirma que no todas son realmente visiones. EL juicio de si una experiencia visual convincente es genuinamente una visión se basa en una experiencia independiente de la primera, que puede ser vivida por mí posteriormente, por un espectador externo  o por un Dios omnisciente”.

Vemos que la pregunta fundacional de la fenomenología (y troncal también al pensamiento de Wittgenstein) encuentra su ilustración perfecta en este monumento:  el único lugar de París desde el que la Torre Eiffel no puede ser vista, es en la torre misma. Esta idea es central también en el célebre texto de Roland Barthes, muy interesado en el juego de visión omnisciente derivado de la experiencia de la panorámica desde la altura. Su aproximación al  fenómeno Eiffel es un magistral análisis de lo que aquel monumento significaba a mediados del siglo XX: un objeto urbano investido de irresistible aura emocional, visible desde todos los puntos de la ciudad, punto focal no sólo espacial sino también identitario del París  y atalaya desde la que el flaneur convierte su ciudad en paisaje, casi como en una versión prematura del Ojo de Dios que es ahora Google Earth.  Citamos a Barthes:

“La Torre también está presente en el mundo entero. Está primero, como símbolo universal de París, en todos los lugares de la tierra donde París ha de ser enunciada en imágenes; del Middlewest a Ausralia, no hay viaje a Francia que no se haga, en cierto modo, en nombre de la Torre, ni manual escolar, cartel o filme sobre Francia que no la muestre como el signo mayor de un pueblo y de un lugar: pertenece a la lengua universal del viaje. Mucho más: independientemente de su enunciado propiamente parisino, afecta al imaginario humano más general; su forma simple, matricial, le confiere la vocación de un número infinito: sucesivamente y según los impulsos de nuestra imaginación, es símbolo de París, de la modernidad, de la comunicación, de la ciencia o del siglo XIX, cohete, tallo, torre de perforación, falo, pararrayos o insecto; frente a los grandes itinerarios del sueño, es el signo inevitable; del mismo modo que no hay una mirada parisina que no se vea obligada a encontrársela, no hay fantasía que no termine hallando en ella tarde o temprano su forma y su alimento; tomen un lápiz y suelten su mano, es decir, su pensamiento, y, con frecuencia, nacerá la Torre, reducida a esa línea simple cuya única función mítica es la de unir, según la expresión del poeta, “la base y la cumbre”, o también “la tierra y el cielo”.



Lo que en Barthes es semiología del espacio urbano, en Husserl era el lugar de la conciencia en la escisión trascendental entre sujeto y objeto, y entre objeto e imagen: una pregunta que iría mutando a lo largo del siglo XX hasta resolverse en aquello de la “hiper-realidad”, epocalidad onto-epistemológica en la que el referente se vuelve irrelevante y se disuelve en el éter de las imágenes. El mismo Baudrillard citará la torre en su trabajo sobre el simulacro, la no-fraudulencia de símbolos sin contenido que operan como receptáculos sobre los que la sociedad proyecta ensoñaciones de sentido. En la era de la digitalización de los afectos, las 7.300 toneladas de hierro de Eiffel se han convertido en ingrávido amasijo de pixels, y la representación de los valores parisinos de prosperidad y vanguardia se ha desplazado hacia la arquitectura high-tech de vidrio y acero: la que fuera en su día el más fastuoso hito ingenieril del mundo ha devenido símbolo del París de postal bohemia, irradiada del mismo romanticismo de clase media acomodada que resuena en acordeones, baguettes y boinas ladeadas. Un cliché tan manido como las góndolas de Venecia, los mercadillos de Londres o los gitanos de Triana: escenificaciones urbanas para el turista y su voraz demanda de tópicos, tan obvios que sorprende que aún haya quien sienta autenticidad en ellos. A día de hoy es un monumento con un indudable componente vulgar y hortera, pero la variedad de registros culturales de los que participa mantienen muy sana la leyenda.
Si la monumentalidad es ciertamente el gesto más pletórico de la Arquitectura, si el diseñar es ante todo dibujo y escritura / inscripción sobre la materia como propondría un Eisenman, la vigencia e interés de la torre es paralelo a las inquietudes que ha ido sugiriendo a la sucesivas generaciones de pensadores. Para la escuela fenomenológica, la actividad fundamental del pensamiento al gestionar los objetos que se le presentan equivale a monumentalizar: la conciencia nace del extraño juego entre vínculación y segregación que compromete mutuamente a un sujeto con un objeto. El monumento nace como instrumento para localizar ideas, darles presencia fuera de mí, para poder así pensarlas,  sentir mi reflejo en ella. Como la ciudad de París, construyendo en su corazón un punto focal omnipresente (es visible desde todos los puntos de la ciudad) y omnisciente (todos los puntos de la ciudad son visibles desde ella). Toda  identidad puede ser descrita como dialéctica entre ver y ser visto, ejercicio que resulta desconcertante si lo aplicamos a la identidad escalar en la era del cosmopolitismo digital: la Torre Eiffel ya es visible desde todo el mundo, y de algún modo, todo el mundo sigue siendo visible desde la torre Eiffel. Condición de ciudadanía mundialista: uno no puede no reconocer la Torre Eiffel. Para no alargar el post, os dejo una cita a este texto de Bruno Latour sobre el embrujo que el edificio ha ejercido desde hace más de un siglo sobre la identidad, visibilidad y reconocibilidad de Paris, en un tiempo en el que según Marc Augé la verdadera panorámica de la ciudad ya no se obtiene desde las alturas de la torre, sino desde las profundidades del metro subterráneo.

“The Eiffel Tower has played its part for a long time in the scripting of Paris as a totality, not only because it can be seen everywhere, or because alone it sums up the city in foreigners' eyes, but also because from it one's gaze encompasses Paris as a whole. Paris loves viewpoints and terraces, panoramas and vistas, tirelessly reflected as if through a gallery of mirrors, forever seeking an all-encompassing perspective that it obviously can't find since each new total viewpoint blocks the one before, creating as many opacities as views across the city. What other metropolis lends itself entirely to a single gaze from more different and opposing points of view?
Japanese tourists have no problem grasping Paris in one shot. Their guidebooks, manuals and itineraries prepare them for a quick, overall grasp that extracts from the multitude the few typical elements summing up the city. In the early nineteenth century already, when the British invented tourism, they simultaneously devised the tourist guide enabling visitors to find their way swiftly through the maze of Tout Paris. Hence, partial totalizations run throughout Paris, characterize the landscape, erect their monuments, awaken memories with plaques and plinths and epitaphs, scenes explaining the whole development, as if awareness of the total could simply add, incessantly but locally, to the scattered multiplicities. Yes, there really is a total social, a panopticon, but in the plural and in the heat of an incessant circulation of postcards, pictures and vignettes. Our very words have this monumental form when, leaning on a bar counter, we make definitive statements to sum up the thread binding us together: "We're in a Republic after all!", "We little guys don't count", "All rotten to the core", "Vox populi vox dei", "Paris vaut bien une messe" ("Paris is well worth a mass"). Each of these sayings is a collection of statements, composing the social world in its own way, offering the Collective the possibility of coming together in a different form, summing up a perspective, with the same performative efficiency as if the town councillors had erected a statue, renamed an avenue, built an intersection, or opened up a new road through formerly blocked arcades.”

1 comentarios:

  1. Bonitas sugerencias en los dos post que he leído,.. los dos últimos, claro.

    Sobre la torre Eiffel sólo decirte que he leído que los japoneses tienen una especie de shock cultural cuando van a Francia, porque lo han idealizado tanto, que les emociona demasiado, o les decepciona a veces, creo. De hecho es clasificado como un trastorno psicológico transitorio, dicen, o también llamado síndrome de París. ¡Qué cosas!.. tan "raras" les pasan a estos japoneses,.. o a lo mejor es nuestro cerebro occidental el raro, no sé :-)

    Sobre lo de lo eco y lo ciber,.. me ha gustado mucho cómo te explicas. Creo que cada vez afinas más,.. pero sigues igual de denso,.. o de sugerente,.. depende de con qué ojos te lea cada cual, claro :-)

    A mí me ha llamado mucho la atención eso de que lo político es una propiedad emergente del sistema,.. un sistema de control, sin más. Me parece una idea a tener muy en cuenta,.. ¡sí señor!. Sin embargo creo que todas esas "emergencias" -en ambos sentidos del término-,.. a veces están un poquito "provocadas" por los animalillos más "listillos" de este ecosistema llamando Tierra. Con lo cual, es normal que la conspironoia se convierta pronto en la patología de moda entre los humanos, que vendría a ser como la creencia en los antiguos dioses, es decir, en algo indeterminado y mitificado hasta el no va más. Con lo cual estaríamos en una especie de "vuelta a empezar". Y lo cierto es que desde mi punto de vista, esto es lo que está pasando,.. sea o no "provocado", claro.

    Otra cosa que también me ha gustado mucho, es esa sugerente idea de que el control matemático va por un lado,.. y la singularidad por otro, como dando saltos. Claro que... tanto se aprovecha el racionalismo matemático de la singularidad,.. como la singularidad se aprovecha de esa "estabilidad" matemático-relojera del mundo y sus "habitantes" -no sólo humanos, ni sólo vivos-. Y que sin embargo los dos puntos de vista,.. desde mi punto de vista, claro,.. no deberían de mezclarse, aunque sí tenerse en cuenta, por supuesto,.. para determinadas cosas hacer,.. o incluso "provocar",.. a ver qué pasa,.. porque creo que se nos olvida a menudo, que la vida,.. es eso que mientras tanto... "nos pasa" -en ambos sentidos del término,.. again :-)

    ... y de momento eso es todo lo que se me ha ocurrido... tras leer tus papers
    ... interesantes puntos de vista... los de este blog, por cierto,.. para repensar lo incierto :-)

    PD:... qué casualidad,.. que mientras escribía este comentario,.. has añadido otro post,.. ¡cachissssss!.. bueno, pues para otro día,.. a ver si le leo despacito,.. y me entero por dónde va ahora tu efervescencia "intelectumental",.. bye :-)

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