No es este el lugar idóneo para
valorar el estado de salud de una institución como la Iglesia, de las pocas que
dos mil años después sigue indiscutida como una de las más influentes del
mundo, pero cuya capacidad de adaptación a la contemporaneidad parece severamente
comprometida en los tiempos que corren. Dicen que el diablo sabe más por viejo
que por diablo, y no estamos seguros de que el refrán pueda aplicarse también a
los gestores de la estética católica, que ya desde antes de las vanguardias se
han desmarcado completamente de su anterior mecenazgo del arte más sofisticado
de cada período. Incomprensible que quien en su día financió el trabajo de
Miguel Ángel o Borromini haya devaluado tan gravemente su compromiso con la
creación artística: no hay más que echar un vistazo a los postres y flyers que
anuncian los encuentros de fieles para constatar que se han quedado en el vagón
de cola de la estética contemporánea. Es cierto que el Vaticano sigue confiando
es la arquitectura de auteur para el
diseño de sus capillas más fotogénicas, pero incluso en ese terreno la falta de
ideas escénicas verdaderamente revulsivas es galopante, seguramente a
consecuencia de las rígidas exigencias escénicas de las ceremonias que han de
albergar.
Al hilo de la escenografía
política, el evento eclesiástico más interesante sea seguramente la composición espacial de los grandes
eventos multitudinarios que cada X tiempo realiza el cabeza visible de la curia
y gran ídolo de masas en virtud al que es sin duda el cargo más carismático y
vetusto a nivel planetario: los saraos del Papa, la popstar vaticana. La construcción estética del personaje representa a la perfección la investidura icónica de una persona como vehículo
comunicativo de todo un corolario de afectos y valores. Los binomios Hitler /
cruz gamada, presidente USA / bandera de rayas y estrellas, o incluso Raúl /
camiseta del Real Madrid responden al mismo patrón de branding: la persona se
funde con el símbolo de la institución, formando una dupla absolutamente
icónica que funciona a la vez como tótem, logo, monumento y efigie de ideas
trascendentes: tal es el magnetismo simbólico de su figura, que todos los focos
han de estar dirigidos a él en cualquiera de sus apariciones. Por necesidad,
una correcta puesta en escena del personaje en cuestión exige singularizar su
figuralidad haciéndolo destacar respecto al contexto en el que se presenta, que
ha de funcionar como un fondo lo menos estridente posible y sobre el que resalte
espontáneamente un contraste formal.
El balcón de San Pedro
funciona perfectamente en ese sentido: al estar situado en el punto focal al
que convergen todas las simetrías y masas compositivas de la fachada, la mirada
se dirige de inmediato a él, e incluso a muchos metros de distancia el
espectador comprende intuitivamente que es allí donde aparecerá su admirado
oráculo. Más aún, cuando se abren las puertas y aparece su figura la oscuridad
del fondo resalta la silueta del Papa en su ropa de trabajo blanca, que además
lo diferencia de sus acompañantes, por lo general cardenales o arzobispos con
atuendos rojos o morados: como escenario el balcón papal funciona entonces
estupendamente, pues le ofrece un marco grandioso que inviste de magnanimidad
su figura (las bellas líneas de la fachada del templo) pero lo sitúa en un
lugar estratégico en el que el Papa no se ve empequeñecido, sino que su
presencia se convierte en el punto focal que al que se dirige el movimiento de
los ojos. Claro que en ese caso juega en casa, y toda la escenografía ha sido
diseñada para cumplir esa función de engrandecimiento de su figura: la
dificultad en el product management
papal implica que en cada uno de sus tours la escenografía esté
convenientemente cuidada ad-hoc, manteniendo el exigente y sutil grado de
grandeur que caracteriza a tan carismática celebridad.
Investigando en google cómo se ha
resuelto la puesta en escena de los numerosos viajes papales (recordemos que a
JPII se le denominó incluso el papa
viajero), lo cierto es que hay ejemplos de todo tipo, que dan cuenta de la
versatilidad de la Iglesia
para adaptar su lenguaje icónico a la gran diversidad de sensibilidades locales
a las que han de seducir. Las escenografías abarcan desde humildes apariciones
del sumo pontífice en atrios espartanos y desnudos, hasta aparatosas
arquitecturas efímeras que buscan hacer plausible la autoridad espiritul del
corresponsal nº1 de Dios en la tierra, oscilando entre dos polos: el de la
teatralización de la pobreza en los contextos más populistas, y el de la
exhibición de músculo grandilocuente para los encuentros con autoridades en
misa solemne. La agenda suele constar de una misma secuencia de rituales: el
protocolario beso al suelo cuando se baja del avión, la recepción de gala con
las elites locales, los populosos desfiles en el muy kistch papamóvil, el
momento “entrañable” del besamanos en
el que el interfecto se muestra más afectivo con sus pupilos, y por supuesto el
momento estelar de la misa oficiada in situ y la esperadísima homilía
comentando la actualidad nacional. A lo largo de toda esta sucesión pautada de
eventos la presencia icónica del Papa eclipsa cualquier aparato estético que
pretenda hacerle sombra, siendo su estampa un logo identitario tan significativo
como pueda serlo en otros contextos el símbolo de Nike: siempre bien visible,
exhibiendo rango, y oscilando coquetamente entre lo accesible y lo
inalcanzable. Por lo general al Papa se le observa como espectadores en la distancia, pero en determinados momentos se acerca a la plebe y permite una adoración más interactiva (si es que es posible tal cosa).
No obstante me gustaría comentar
la escenografía arquitectónica por la que se optó en las visitas de Ratzinger a
Valencia y Santiago de Compostela, que ignoro si lograron satisfacer a sus
feligreses, pero que como espectador imparcial me resultaron muy desacertadas.
Para empezar, porque el lenguaje formal por el que se optó (modernidad pedante
de paramentos blancos y geometrías muy perfiladas) irradia la misma falsa
humildad y puritanismo que ha hecho del racionalismo formalista la estética
oficial del catolicismo más clasista y conservador: es innegable que colectivos
como el Opus Dei llevan años apostando por esa retórica de muraturas monocromas
y aristas vivas que un día vehiculaba los valores estéticos del Movimiento
Moderno, y con los años ha sido instrumentalizada por la alta burguesía como
signo de exclusividad y distinción: Adolfo Domínguez y Campo Baeza no diseñan
para los pobres precisamente, y en ese sentido sorprende que en sus visitas a
España la Iglesia
haya optado por presentarse con un aparato escenográfico de connotaciones tan
evidentes, aunque probablemente se deba a que dichos eventos hayan estado
tutelados por el sector más reaccionario del catolicismo español. Casualidad o
no, la pompa mesiánica de esencialismo para las masas imprime a los
chiringuitos en cuestión una atmósfera un tanto anacrónica, y en la que el Papa
sencillamente no encaja.
¿¿Dónde está el Papa?? ¡¡No se le ve!!
El púlpito que diseñó para la
ocasión nuestro Iago Seara en la plaza del Obradoiro, pese a lo voluntarioso y
trabajado del proyecto, era un fracaso incluso antes de trazar la primera línea:
la ocurrencia de construir semejante aparatosidad en posición oblicua a la
fachada de la Catedral
y con los mismos fastos que un concierto de U2 sólo podía saldarse en una
escenografía fallida, que en su día se quiso legitimar con el argumento de que
había que proteger al Papa de la lluvia. Pero el error formal más intolerable
del proyecto fue la idea de sobresignificar con tanta potencia el “efecto
caja”, enclaustrando al pontífice en un espacio que contraviene completamente
el fundamento primordial de cualquier templo: ilustrar la especialidad de lo
infinito. Rodear al papa de un marco (delimitando con rotundidad el
fondo para su figura) termina por empequeñecerle cuando lo que se buscaba es
precisamente lo contrario, por más que la geometría lleven hacia el trono los
puntos de fuga con una literalidad que no admite segundas lecturas. El
chiringuito que se construyó pudo haberse resuelto con gestos mucho menos
estridentes e invisibles, pues de lo que se trataba era de enfatizar la
potencia de dos emblemas: el Papa y la plaza del Obradoiro. El diseño
incorporaba una rampa frontal por la que desfilarían las autoridades en
metáfora del peregrinaje jacobeo, detalle que seguramente sea lo más divertido
del conjunto por la teatralidad del gesto, y por el atrevimiento coreográfico
de hacer entrar al papa haciendo diagonales.
En una línea expresiva casi
antitética a la del acartonado y clasista protocolo de Ratzinger, una de las
escenificaciones papales más desmelenadas tuvo lugar en la reciente visita
de Francisco a Cocabana, con cuyo motivo se diseñó un macroevento generoso en
efectos especiales y espaciales con una estética que haría las delicias de
cualquier boy band , apostando indisimuladamente por artificios más
propios de la inauguración de unos juegos olímpicos. A la luz del día el
proscenio, de geometrías pulcras y muraturas blancas, podría casi hasta pasar
por primo hermano de los que cobijaron los shows de Ratzinger en España (con la
mejora añadida de prescindir de techo y paredes, evitando el penoso efecto de
encuadre / encajonamiento) pero al caer la tarde el espectáculo se convirtió
en una fabulosa y guiñolesca fiesta multicolor, pensada para deleitar a
espectadores ya curtidos en los efectismos del evento pop para las masas: luces
de colores, pantallas gigantes, coreografías litúrgicas impactantes e imponente
baño de masas entregadas (los católicos también saben disfrutar del espíritu rock and roll) que ilustran a la
perfección el tipo de branding por el que está optando la Iglesia tras la ascensión
de su último Papa: se acentúan los signos de cercanía y campechanía frente a
los de autoridad solemne, se favorece el sentido festivo de lo litúrgico, hay
espacio para las sonrisas e incluso los bailes, y se minimiza la retórica
formal de esencialismo hierático. Una estética diferente para una institución
que siempre debe ha sabido adaptarse dialécticamente al zeitgeist de
cada período, aunque desde hace ya muchas décadas haya renunciado a los riesgos
que acarrea la vanguardia estética (que sí apoyó hace siglos) y ha optado por
mimetizarse con las estéticas oportunas a cada época, en lugar de inventarlas.
El móvil de papá nunca está a la última.
ResponderEliminarBicos.
V
hey Victor!!! nos vemos en el infierno :-)
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