viernes, 11 de octubre de 2013

Escenografía política #2: El Papa, móvil

ARQUITECTURAS EFÍMERAS, INSTITUCIONES ETERNAS


No es este el lugar idóneo para valorar el estado de salud de una institución como la Iglesia, de las pocas que dos mil años después sigue indiscutida como una de las más influentes del mundo, pero cuya capacidad de adaptación a la contemporaneidad parece severamente comprometida en los tiempos que corren. Dicen que el diablo sabe más por viejo que por diablo, y no estamos seguros de que el refrán pueda aplicarse también a los gestores de la estética católica, que ya desde antes de las vanguardias se han desmarcado completamente de su anterior mecenazgo del arte más sofisticado de cada período. Incomprensible que quien en su día financió el trabajo de Miguel Ángel o Borromini haya devaluado tan gravemente su compromiso con la creación artística: no hay más que echar un vistazo a los postres y flyers que anuncian los encuentros de fieles para constatar que se han quedado en el vagón de cola de la estética contemporánea. Es cierto que el Vaticano sigue confiando es la arquitectura de auteur para el diseño de sus capillas más fotogénicas, pero incluso en ese terreno la falta de ideas escénicas verdaderamente revulsivas es galopante, seguramente a consecuencia de las rígidas exigencias escénicas de las ceremonias que han de albergar.

Al hilo de la escenografía política, el evento eclesiástico más interesante sea seguramente la composición espacial de los grandes eventos multitudinarios que cada X tiempo realiza el cabeza visible de la curia y gran ídolo de masas en virtud al que es sin duda el cargo más carismático y vetusto a nivel planetario: los saraos del Papa, la popstar vaticana. La construcción estética del personaje representa a la perfección la investidura icónica de una persona como vehículo comunicativo de todo un corolario de afectos y valores. Los binomios Hitler / cruz gamada, presidente USA / bandera de rayas y estrellas, o incluso Raúl / camiseta del Real Madrid responden al mismo patrón de branding: la persona se funde con el símbolo de la institución, formando una dupla absolutamente icónica que funciona a la vez como tótem, logo, monumento y efigie de ideas trascendentes: tal es el magnetismo simbólico de su figura, que todos los focos han de estar dirigidos a él en cualquiera de sus apariciones. Por necesidad, una correcta puesta en escena del personaje en cuestión exige singularizar su figuralidad haciéndolo destacar respecto al contexto en el que se presenta, que ha de funcionar como un fondo lo menos estridente posible y sobre el que resalte espontáneamente un contraste formal.




El balcón de San Pedro funciona perfectamente en ese sentido: al estar situado en el punto focal al que convergen todas las simetrías y masas compositivas de la fachada, la mirada se dirige de inmediato a él, e incluso a muchos metros de distancia el espectador comprende intuitivamente que es allí donde aparecerá su admirado oráculo. Más aún, cuando se abren las puertas y aparece su figura la oscuridad del fondo resalta la silueta del Papa en su ropa de trabajo blanca, que además lo diferencia de sus acompañantes, por lo general cardenales o arzobispos con atuendos rojos o morados: como escenario el balcón papal funciona entonces estupendamente, pues le ofrece un marco grandioso que inviste de magnanimidad su figura (las bellas líneas de la fachada del templo) pero lo sitúa en un lugar estratégico en el que el Papa no se ve empequeñecido, sino que su presencia se convierte en el punto focal que al que se dirige el movimiento de los ojos. Claro que en ese caso juega en casa, y toda la escenografía ha sido diseñada para cumplir esa función de engrandecimiento de su figura: la dificultad en el product management papal implica que en cada uno de sus tours la escenografía esté convenientemente cuidada ad-hoc, manteniendo el exigente y sutil grado de grandeur que caracteriza a tan carismática celebridad.


Investigando en google cómo se ha resuelto la puesta en escena de los numerosos viajes papales (recordemos que a JPII se le denominó incluso el papa viajero), lo cierto es que hay ejemplos de todo tipo, que dan cuenta de la versatilidad de la Iglesia para adaptar su lenguaje icónico a la gran diversidad de sensibilidades locales a las que han de seducir. Las escenografías abarcan desde humildes apariciones del sumo pontífice en atrios espartanos y desnudos, hasta aparatosas arquitecturas efímeras que buscan hacer plausible la autoridad espiritul del corresponsal nº1 de Dios en la tierra, oscilando entre dos polos: el de la teatralización de la pobreza en los contextos más populistas, y el de la exhibición de músculo grandilocuente para los encuentros con autoridades en misa solemne. La agenda suele constar de una misma secuencia de rituales: el protocolario beso al suelo cuando se baja del avión, la recepción de gala con las elites locales, los populosos desfiles en el muy kistch papamóvil, el momento “entrañable” del besamanos en el que el interfecto se muestra más afectivo con sus pupilos, y por supuesto el momento estelar de la misa oficiada in situ y la esperadísima homilía comentando la actualidad nacional. A lo largo de toda esta sucesión pautada de eventos la presencia icónica del Papa eclipsa cualquier aparato estético que pretenda hacerle sombra, siendo su estampa un logo identitario tan significativo como pueda serlo en otros contextos el símbolo de Nike: siempre bien visible, exhibiendo rango, y oscilando coquetamente entre lo accesible y lo inalcanzable. Por lo general al Papa se le observa como espectadores en la distancia, pero en determinados momentos se acerca a la plebe y permite una adoración más interactiva (si es que es posible tal cosa).


No obstante me gustaría comentar la escenografía arquitectónica por la que se optó en las visitas de Ratzinger a Valencia y Santiago de Compostela, que ignoro si lograron satisfacer a sus feligreses, pero que como espectador imparcial me resultaron muy desacertadas. Para empezar, porque el lenguaje formal por el que se optó (modernidad pedante de paramentos blancos y geometrías muy perfiladas) irradia la misma falsa humildad y puritanismo que ha hecho del racionalismo formalista la estética oficial del catolicismo más clasista y conservador: es innegable que colectivos como el Opus Dei llevan años apostando por esa retórica de muraturas monocromas y aristas vivas que un día vehiculaba los valores estéticos del Movimiento Moderno, y con los años ha sido instrumentalizada por la alta burguesía como signo de exclusividad y distinción: Adolfo Domínguez y Campo Baeza no diseñan para los pobres precisamente, y en ese sentido sorprende que en sus visitas a España la Iglesia haya optado por presentarse con un aparato escenográfico de connotaciones tan evidentes, aunque probablemente se deba a que dichos eventos hayan estado tutelados por el sector más reaccionario del catolicismo español. Casualidad o no, la pompa mesiánica de esencialismo para las masas imprime a los chiringuitos en cuestión una atmósfera un tanto anacrónica, y en la que el Papa sencillamente no encaja.

En la imagen superior, el escenario construido en Valencia para recibir al Papa, en el que los excesos caligráficos y la innecesaria potencia de su composición desfigura el imprescindible protagonismo del pontífice. En las imágenes inferiores, idem de idem en Santiago de Compostela.



¿¿Dónde está el Papa?? ¡¡No se le ve!!
El púlpito que diseñó para la ocasión nuestro Iago Seara en la plaza del Obradoiro, pese a lo voluntarioso y trabajado del proyecto, era un fracaso incluso antes de trazar la primera línea: la ocurrencia de construir semejante aparatosidad en posición oblicua a la fachada de la Catedral y con los mismos fastos que un concierto de U2 sólo podía saldarse en una escenografía fallida, que en su día se quiso legitimar con el argumento de que había que proteger al Papa de la lluvia. Pero el error formal más intolerable del proyecto fue la idea de sobresignificar con tanta potencia el “efecto caja”, enclaustrando al pontífice en un espacio que contraviene completamente el fundamento primordial de cualquier templo: ilustrar la especialidad de lo infinito. Rodear al papa de un marco (delimitando con rotundidad el fondo para su figura) termina por empequeñecerle cuando lo que se buscaba es precisamente lo contrario, por más que la geometría lleven hacia el trono los puntos de fuga con una literalidad que no admite segundas lecturas. El chiringuito que se construyó pudo haberse resuelto con gestos mucho menos estridentes e invisibles, pues de lo que se trataba era de enfatizar la potencia de dos emblemas: el Papa y la plaza del Obradoiro. El diseño incorporaba una rampa frontal por la que desfilarían las autoridades en metáfora del peregrinaje jacobeo, detalle que seguramente sea lo más divertido del conjunto por la teatralidad del gesto, y por el atrevimiento coreográfico de hacer entrar al papa haciendo diagonales.



 En una línea expresiva casi antitética a la del acartonado y clasista protocolo de Ratzinger, una de las escenificaciones papales más desmelenadas tuvo lugar en la reciente visita de Francisco a Cocabana, con cuyo motivo se diseñó un macroevento generoso en efectos especiales y espaciales con una estética que haría las delicias de cualquier boy band , apostando indisimuladamente por artificios más propios de la inauguración de unos juegos olímpicos. A la luz del día el proscenio, de geometrías pulcras y muraturas blancas, podría casi hasta pasar por primo hermano de los que cobijaron los shows de Ratzinger en España (con la mejora añadida de prescindir de techo y paredes, evitando el penoso efecto de encuadre / encajonamiento) pero al caer la tarde el espectáculo se convirtió en una fabulosa y guiñolesca fiesta multicolor, pensada para deleitar a espectadores ya curtidos en los efectismos del evento pop para las masas: luces de colores, pantallas gigantes, coreografías litúrgicas impactantes e imponente baño de masas entregadas (los católicos también saben disfrutar del espíritu rock and roll) que ilustran a la perfección el tipo de branding por el que está optando la Iglesia tras la ascensión de su último Papa: se acentúan los signos de cercanía y campechanía frente a los de autoridad solemne, se favorece el sentido festivo de lo litúrgico, hay espacio para las sonrisas e incluso los bailes, y se minimiza la retórica formal de esencialismo hierático. Una estética diferente para una institución que siempre debe ha sabido adaptarse dialécticamente al zeitgeist de cada período, aunque desde hace ya muchas décadas haya renunciado a los riesgos que acarrea la vanguardia estética (que sí apoyó hace siglos) y ha optado por mimetizarse con las estéticas oportunas a cada época, en lugar de inventarlas.




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