Pertenezco a una generación de
arquitectos cuya educación ha estado secretamente presidida por la sombra de un
pecado original ante cuyas
tentaciones nuestra carne trémula siempre estuviese expuesta: el formalismo. Subrepticiamente se nos ha inoculado la idea
de que los grandes arquitectos lo eran por su inmunidad al embaucamiento del
gesto caprichoso, y cuyas obras eran expresión de Verdades intelectuales sin
concesión alguna a la exuberancia. La asignatura de Proyectos seguía el esquema
de un acondicionamiento pavloviano que gratificaba los trabajos aparentemente
más racionales y puros, a la vez que condenaba al escarnio a todo el que se
atreviese a mear fuera del tiesto de la lógica y se rindiese al capricho de la
intuición formal, eterno Genio Maligno de Descartes. Visto en retrospectiva,
aquello tenía una cierta comicidad: los profesores parecían compartir entre
ellos una Visión, una verdad revelada,
epifanía de lo que es la Buena Arquitectura,
y con magnánimo arbitraje decidían quién era digno de pertenecer al noble
círculo de los Iluminados. Una fórmula que podría tener su dignidad si dichos
maestros operasen con un discurso intelectual verdaderamente sólido y riguroso,
pero la verdad es que su doctrina muestra una pobreza notable, siendo un mero
recetario de trucos compositivos, a los que imputar en última instancia la
mediocridad de los paisajes urbanos de nuestro país: es difícil encontrar en la
historia de la arquitectura un régimen estético tan chabacano como el de la “escuela gallega”.
La fiereza con la que nos
fustigaban con su sacrosanto Canon tal vez nos haya dejado lisiados a muchos,
al quedar muy arraigado en nuestro inconsciente profesional una forma de
concebir la arquitectura que, pese a quien pese, es la culpable de las
invisibles urbes que habitamos: que una asignatura como Estética y Composición
esté secuestrada por dogmas unidireccionales, que toda la Historia de la Arquitectura que nos
hayan enseñado esté cortada por un mismo patrón, que todos los premios
académicos y profesionales se concedan únicamente a los que reman a favor de la
corriente de un río ya extinto, sólo sirve para perpetuar como Verdad Natural
lo que en realidad es un relato parcial e interesado, y articulado sobre un
principio moral tan patoso como es la
represión de toda exuberancia. Evidentemente, el actual revival discursivo
de una “arquitectura social” como reverdecer
ético de la profesión tiene mucho que ver con la mediocre enseñanza que
recibimos, y que conduce a muchos a hablar temerariamente y sin la más mínima solvencia
de principios tan complejos como “lo
funcional”; “lo ético”, “lo imprescindible”
o “lo social”.
Especialmente crítico en ese
universo deontológico es el monopolio que se ha hecho del concepto de “lo
imprescindible”, que parte de un gesto tan diabólico como es positivizar un conjunto de mínimos
naturales a la existencia humana, a los que se contrapone “lo superfluo”: a falta
de argumentos mejores, el comentario habitual entre arquitectos al respecto de
todos los Museos y Casas de las Ciencias de formas frondosas que proliferaron
en la era de los Starchitects, suele
ser la recusación por su gratuidad formal, por la pecaminosa sedición de su
apariencia. La arquitectura moderna conjura con todas sus fuerzas lo que en el mundo gay se denomina “la pluma”. Paradójicamente, los
defensores de esa zafia modernidad fálsamente franciscana se sirven como Tótem
preferencial de Alejandro de la
Sota, un interesantísimo personaje que ha sido banalizado
como estandarte de cierto Rigor platonista, cuando en realidad brillaba por la
innegable profusión de pluma en su trabajo, que siempre flirteaba con perverso
plumerío drag. Quizás lo que muchos
admiran de la arquitectura sotiana sea su aparente contención, como la pluma
discretísima de alguien que no se decida a salir
del armario pero que no deja de enviar signos a quien sepa descifrarlos.
El problema, siguiendo con la
metáfora, es el de “sacar del armario”
al ornamento: llevamos décadas intentando trascender la camisa de fuerza
del Movimiento Moderno, y es un clamor que dicho cambio de paradigma pasa
indefectiblemente por hackear la idea
racionalista de lo ornamental y habilitar así la proliferación de nuevos
estilos, nuevas caligrafías. Una cuestión que no repercute únicamente en la
composición de la grafía de una fachada, sino mucho más allá, en la relación
entre expresión y vivencia, entre artesanía e industria, colectividad e
individuo, individualidad y multiplicidad, objeto y experiencia. Más tarde que
pronto, alguien habrá de fabricar un discurso capaz de reconstruir la
legitimidad de los gestos estrictamente decorativos: si la tendencia del nuevo urbanismo es reformular la ciudad como
espacio lúdico de convivencia y placer, a los arquitectos nos tocará servir el
confetti para la fiesta.
Ojo porque el problema es muy
complejo, y la salida de la ética de la modernidad espartana es bien compleja,
pues sus axiomas (concebidos con retorcida inquina culpabilizadora, tan difícil
de esquivar por el que la sufre) están construidos con una circularidad muy
difícil de desactivar: incluso los pensadores que buscan el reencuentro con la
forma libre a través del organicismo están siendo cómplices del cientificismo
de garrafón que propició el Estilo Internacional, ahora fagocitado por una
conceptualización bien zafia de “lo
natural”. Dejo enlazada esta interesantísima sesión sobre el ornamento en
Harvard, con tres ponentes agudísimos y un intenso debate final en el que, con
el cuchillo en la boca, los ponentes no dudan en intercambiar puñaladas en los
bajos. Sólo añadir que el Urbanismo Participativo haría bien en soltar amarras
de ese discurso moralista de “lo
imprescindible” y “lo no superfluo”;
pues si lo que se pretende es satisfacer al ciudadano, requisito imprescindible es la follie, la chispa, el guiño de ojos, la
fruslería.
hola,
ResponderEliminarmuy interesante el texto. nunca esperé encontrarme a sota con el calificativo de drag. lo tengo que madurar.
por otro lado comentar que me parece una rasgo común en muchos arquitectos a los que respeto el empezar abrazando la simplicidad y la desnudez para acabar descubriendo "lo necesario" del ornamento.
algunos de los últimos en sumarse a este carro pueden ser por ejemplo llinás persiguiendo a jujol o caruso st john persiguiendo a sullivan, etc.
un abrazo,