domingo, 20 de octubre de 2013

Pluma y Confetti. Del Ornamento

INNECESARIO, OPULENTO, SUPERFICIAL Y VULGAR

Pertenezco a una generación de arquitectos cuya educación ha estado secretamente presidida por la sombra de un pecado original ante cuyas tentaciones nuestra carne trémula siempre estuviese expuesta: el formalismo.  Subrepticiamente se nos ha inoculado la idea de que los grandes arquitectos lo eran por su inmunidad al embaucamiento del gesto caprichoso, y cuyas obras eran expresión de Verdades intelectuales sin concesión alguna a la exuberancia. La asignatura de Proyectos seguía el esquema de un acondicionamiento pavloviano que gratificaba los trabajos aparentemente más racionales y puros, a la vez que condenaba al escarnio a todo el que se atreviese a mear fuera del tiesto de la lógica y se rindiese al capricho de la intuición formal, eterno Genio Maligno de Descartes. Visto en retrospectiva, aquello tenía una cierta comicidad: los profesores parecían compartir entre ellos una Visión, una verdad revelada, epifanía de lo que es la Buena Arquitectura, y con magnánimo arbitraje decidían quién era digno de pertenecer al noble círculo de los Iluminados. Una fórmula que podría tener su dignidad si dichos maestros operasen con un discurso intelectual verdaderamente sólido y riguroso, pero la verdad es que su doctrina muestra una pobreza notable, siendo un mero recetario de trucos compositivos, a los que imputar en última instancia la mediocridad de los paisajes urbanos de nuestro país: es difícil encontrar en la historia de la arquitectura un régimen estético tan chabacano como el de la “escuela gallega”.

La fiereza con la que nos fustigaban con su sacrosanto Canon tal vez nos haya dejado lisiados a muchos, al quedar muy arraigado en nuestro inconsciente profesional una forma de concebir la arquitectura que, pese a quien pese, es la culpable de las invisibles urbes que habitamos: que una asignatura como Estética y Composición esté secuestrada por dogmas unidireccionales, que toda la Historia de la Arquitectura que nos hayan enseñado esté cortada por un mismo patrón, que todos los premios académicos y profesionales se concedan únicamente a los que reman a favor de la corriente de un río ya extinto, sólo sirve para perpetuar como Verdad Natural lo que en realidad es un relato parcial e interesado, y articulado sobre un principio moral tan patoso como es la represión de toda exuberancia. Evidentemente, el actual revival discursivo de una “arquitectura social” como reverdecer ético de la profesión tiene mucho que ver con la mediocre enseñanza que recibimos, y que conduce a muchos a hablar temerariamente y sin la más mínima solvencia de principios tan complejos como “lo funcional”; “lo ético”, “lo imprescindible” o “lo social”.
Especialmente crítico en ese universo deontológico es el monopolio que se ha hecho del concepto de “lo imprescindible”, que parte de un gesto tan diabólico como es positivizar un conjunto de mínimos naturales a la existencia humana, a los que se contrapone “lo superfluo”:  a falta de argumentos mejores, el comentario habitual entre arquitectos al respecto de todos los Museos y Casas de las Ciencias de formas frondosas que proliferaron en la era de los Starchitects, suele ser la recusación por su gratuidad formal, por la pecaminosa sedición de su apariencia. La arquitectura moderna conjura con todas sus fuerzas lo que en el mundo gay se denomina “la pluma”. Paradójicamente, los defensores de esa zafia modernidad fálsamente franciscana se sirven como Tótem preferencial de Alejandro de la Sota, un interesantísimo personaje que ha sido banalizado como estandarte de cierto Rigor platonista, cuando en realidad brillaba por la innegable profusión de pluma en su trabajo, que siempre flirteaba con perverso plumerío drag. Quizás lo que muchos admiran de la arquitectura sotiana sea su aparente contención, como la pluma discretísima de alguien que no se decida a salir del armario pero que no deja de enviar signos a quien sepa descifrarlos.



El problema, siguiendo con la metáfora, es el de “sacar del armario” al ornamento: llevamos décadas intentando trascender la camisa de fuerza del Movimiento Moderno, y es un clamor que dicho cambio de paradigma pasa indefectiblemente por hackear la idea racionalista de lo ornamental y habilitar así la proliferación de nuevos estilos, nuevas caligrafías. Una cuestión que no repercute únicamente en la composición de la grafía de una fachada, sino mucho más allá, en la relación entre expresión y vivencia, entre artesanía e industria, colectividad e individuo, individualidad y multiplicidad, objeto y experiencia. Más tarde que pronto, alguien habrá de fabricar un discurso capaz de reconstruir la legitimidad de los gestos estrictamente decorativos: si la tendencia del nuevo urbanismo es reformular la ciudad como espacio lúdico de convivencia y placer, a los arquitectos nos tocará servir el confetti para la fiesta.
Ojo porque el problema es muy complejo, y la salida de la ética de la modernidad espartana es bien compleja, pues sus axiomas (concebidos con retorcida inquina culpabilizadora, tan difícil de esquivar por el que la sufre) están construidos con una circularidad muy difícil de desactivar: incluso los pensadores que buscan el reencuentro con la forma libre a través del organicismo están siendo cómplices del cientificismo de garrafón que propició el Estilo Internacional, ahora fagocitado por una conceptualización bien zafia de “lo natural”. Dejo enlazada esta interesantísima sesión sobre el ornamento en Harvard, con tres ponentes agudísimos y un intenso debate final en el que, con el cuchillo en la boca, los ponentes no dudan en intercambiar puñaladas en los bajos. Sólo añadir que el Urbanismo Participativo haría bien en soltar amarras de ese discurso moralista de “lo imprescindible” y “lo no superfluo”; pues si lo que se pretende es satisfacer al ciudadano,  requisito imprescindible es la follie, la chispa, el guiño de ojos, la fruslería.

1 comentarios:

  1. hola,
    muy interesante el texto. nunca esperé encontrarme a sota con el calificativo de drag. lo tengo que madurar.

    por otro lado comentar que me parece una rasgo común en muchos arquitectos a los que respeto el empezar abrazando la simplicidad y la desnudez para acabar descubriendo "lo necesario" del ornamento.

    algunos de los últimos en sumarse a este carro pueden ser por ejemplo llinás persiguiendo a jujol o caruso st john persiguiendo a sullivan, etc.

    un abrazo,

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