Una de las señas de identidad de
lo que está siendo el urbanismo español joven post-Lehman es sin duda su
inquietud por los procesos. El frenado en seco de la producción de proyectos a
partir del 2008 ha
situado en el centro de los debates la reconsideración de los agenciamentos
técnicos, económicos, legales y sociales que subyacían a lo que antes
evaluábamos simplemente como “edificios”, y cuya enmadejada trama de fuerzas y
agencias subyacentes se nos has desvelado abruptamente con el estallido de la
crisis. La objetualidad de la cosa-en-sí que
se contempla sincrónicamente y como unidad absoluta ha explotado en mil
conexiones de causas y efectos, empujando a casi todos los colectivos a
investigar la potencia de conceptos como el rizoma, el interface, la intersubjetividad
o el control panóptico, que desbordan ampliamente su comprensión
mediante la categoría del Objeto.
Decían Paisaje Trasversal en
alguna charla que uno de los objetivos de su praxis es reconsiderar la dinámica
de las ciudades desde lo estrictamente relacional, apelando a la supuesta
potencia democrática de los procesos frente al hermetismo autosuficiente de los
objetos. Una idea que gana fuerza además con la omnipotente primacía de la
sostenibilidad en la teoría y praxis arquitectónica, por cuanto el equilibrio
de todo ecosistema es inestable y por lo tanto dinámico: esta nueva ideación
post-dialéctica del proceso implica una difícil reconsideración no histórica
del tiempo, un reencuentro con la dimensión diacrónica de lo real capaz de esquivar la
teleología olímpica (citius, altius, fortius) propia de la modernidad. Más
discutible resulta la correspondencia inmediata que algunos presuponen entre
proceso y sociedad, habiéndose llegado en ocasiones a la muy simplona deducción
de que la “función social de la arquitectura”
alcanza su plenitud mediante procesos participativos, nuevo mantra dogmático
que nace de cierta fascinación burguesa por la casuística latinoamericana, a la
vez que esboza un posible nuevo arraigo del arquitecto en un mercado que le ha
cerrado muchas puertas.
Hace unos días se hacían públicos
los Premios de Arquitectura
Social de la Fundación Konecta, magnífica ocasión para evaluar la
situación del I+D arquitectónico en torno a la dupla ético-estética formada por
“procesos”+”participación social”. Me abstengo de comentar la petulancia
inherente a la convocatoria, que por fuerza propone la existencia de una
“arquitectura social” frente a otra que no lo es (acentuada además por la contradicción
de imponer un jurado / tribunal ¿? formado por arquitectos ¿¿!!??) , y me abstengo también
de comentar el interés de los proyectos ganadores, todos ellos manufacturados a
partir de las figuras que todo el mundo tiene hoy encima de la mesa: materiales reciclados y recuperables,
acupuntura micro como resistencia a
la especulación macro, montajes
efímeros o reversibles, estética povera,
retórica de redes sociales, sostenibilidad, bajo costo, concepción lúdica de la
ciudadanía, diseño de prototipos y nunca de obras singulares. Todos ellos son
magníficos ejercicios de diseño, y cada uno a su manera sabe optimizar con
garbo e ingenio los medios propuestos para resolver los problemas detectados,
pero conviene señalar cierto consenso departida que limita en gran medida los
resultados que se suelen obtener en este tipo de encuentros.
Bajo el lema “Arquitecturas
para una crisis”; la base de la convocatoria definía “un concurso (…) cuyo objetivo es proyectar
un módulo mínimo susceptible de ser construido con materiales, elementos y
tecnologías económicas y medioambientalmente responsables, que posea un uso
flexible y adaptable con el menor coste y complejidad en cualquier destino,
para atender demandas relacionadas con emergencias, ayuda humanitaria o
cooperación para el desarrollo”. La trampa consiste precisamente en aceptar
acríticamente (como están haciendo muchos jóvenes arquitectos y colectivos) que
ese sea el programa óptimo para abordar la situación inmobiliaria de nuestro
país: las bases del concurso, en su acotación tan minuciosa de lo que se busca,
imponen una coacción problemática a las respuestas posibles. La candidatura al premio ofertado exigía tácitamente comulgar con cierto axioma sobre lo urbano (trasplantable,
efímero, humilde, leve) que está monopolizando los debates sobre la resolución
de la situación en la que no encontramos.
Sorprende la insistencia de la
cultura arquitectónica española en apropiarse del carisma ultramoderno de “los
procesos” como instrumento de emancipación social, precisamente cuando en la
esfera anglosajona (más curtida en crisis del capitalismo) la marea de fondo es
la reconsideración de la potencia operativa de lo objetual, tanto en lo
perceptivo como en lo político y lo social. Mientras aquí seguimos dándole
vueltas a la desrealización táctica del planeamiento formal, en muchas de las
mejores universidades se está estudiando de nuevo la potencia de las ontologías
orientadas al objeto, desde la perspectiva estratégica de la recuperación del
realismo (desafío dificultoso y complejo como pocos). Esa postura intelectual
está dando frutos de altísimo nivel de la mano del cada vez más crecido Grahan Harman, que mediante el
sobresaliente “Circus Philosophicus”
ha conseguido poner patas arriba las mejores cátedras de teoría y estética de occidente. Su
brillantísima figura del “Circo de objetos” (animalario
dinámico de cosas latentes,
durmientes, presentes, marchitas…), sin ser nada radicalmente nuevo, abre una
vía de trabajo para los estudios culturales y la filosofía de la técnica que
sólo el tiempo podrá decir hasta donde alcanza, y que en arquitectura reverbera
con especial intensidad gracias a la propuesta del “circus architectura” del
que habla Adam Sharr. Probablemente
este tipo de ideas tardarán mucho en calar en nuestro país, cuya cultura
arquitectónica está polarizada entre el Deleuze de garrafón (militantes de los
procesos) y el esencialismo heideggeriano más sentimentaloide (entre los
abanderados de lo objetos). El sistema de Harman ofrece una tercera vía
tremendamente fresca y valiente tanto a la ambigua neutralidad postpolítica del
actor-red, como a las acartonadas
poéticas del espacio de los formalistas
de toda la vida.
Desde la perspectiva objetual de
Harman, incluso las propuestas del concurso de fundación Konecta resultan ser cosas, unidades con ese mínimo de autosuficiencia
que hace que lo actual tenga siempre un plus ontológico respecto a lo
potencial. La estética creada alrededor del trabajo de Santiago Cirugeda (que, probablemente, no estaba en absoluto interesado
en la elaboración de un proyecto estético) puede inscribirse en ese “circo
arquitectónico” de imágenes teletransportadas a la velocidad de la luz en las
redes telemáticas, el catálogo valorado de los objetos de proyecto que,
aceptémoslo, nunca alcanzarán la utopía moderna del proyecto que se desvanece
en un espacio de relaciones. Los interesados en este tema (personalmente lo
encuentro increíblemente sugerente como tema de proyecto) pueden ver aquí las
ponencias que tuvieron lugar en el The Architecture Exchange de
Londres en mayo y junio del 2013, desbordantes de intensidad intelectual y con
un encomiable equilibrio entre rigor y riesgo. Dejo enlazada la de Adam Sharr,
en mi opinión la más inmediatamente comprensible por los arquitectos, y la que
con más precisión esboza el horizonte de una arquitectura orientada a los
objetos, también en los tiempos que corren.
Y como interesantísimo bonus a este ciclo de conferencias, pulsando aquí accederéis a un estupendo y accesible speech del mismísimo Grahan Harman reflexionando sobre el suelo ontológico de su filosofía, en confrontción abierta con el parametricismo de Patrick Schumacher.
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