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El medio ambiente es una escultura que se desarrolla, que creció hasta convertirse en la arquitectura efímera y lo urbano. Aprovechar el potencial humano que reside en estos lugares y ponerlos en acción a través de una continua experimentación, ese es el objetivo final. Desde el interior del espacio-tiempo, el participante se convierte en co-creador. Participa al convertirse en escultura como parte de la acción, vivir la escultura en el centro de una creación donde se privilegia el proceso.
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Maurice Demers, Futuribilia
Maurice Demers, Futuribilia
Los años 60 continúan siendo una fuente inagotable de ideas estimulantes para los espeleólogos del retrofuturismo y las experiencias estéticas singulares. Tanto en el circuito académico de los grandes museos como en la por entonces emergente escena underground, la década fue una continua sucesión de sobresaltos culturales en los que la arquitectura solía conservar intacta un aura emancipadora, de obra de arte total, que favoreció la proliferación de experimentos espaciales al calor de los presupuestos performativos de Fluxus, grupo cuya herencia (no tanto en lo formal como en lo moral) mantiene la influencia y el caudal creativo que en su momento los situó en el epicentro del panorama artístico.
Si bien la historia acostumbra a ser especialmente generosa con los supuestos grandes núcleos de producción de ideas (el swinging London, el Nueva York de Warhol, París como pinacoteca oficial de las vanguardias históricas...) , en muchas ciudades periféricas se producían igualmente obras y movimientos de gran interés, propias de una globalización que empezaba a asomar la cabeza en el inconsciente colectivo, y en el que la reformulación del papel del arte en la vida cotidiana parecía ser un desafío universal. Muchas piezas que hoy en día quizás resulten excéntricas, pintorescas o naive, fueron alumbradas en su día como experimentos plásticos de alto riesgo, con más seriedad de la que le presuponemos, y con una (quizás ingenua) voluntad utópica (y por tanto, heróica) seguramente perdida hoy, ¿para siempre?
Si bien la historia acostumbra a ser especialmente generosa con los supuestos grandes núcleos de producción de ideas (el swinging London, el Nueva York de Warhol, París como pinacoteca oficial de las vanguardias históricas...) , en muchas ciudades periféricas se producían igualmente obras y movimientos de gran interés, propias de una globalización que empezaba a asomar la cabeza en el inconsciente colectivo, y en el que la reformulación del papel del arte en la vida cotidiana parecía ser un desafío universal. Muchas piezas que hoy en día quizás resulten excéntricas, pintorescas o naive, fueron alumbradas en su día como experimentos plásticos de alto riesgo, con más seriedad de la que le presuponemos, y con una (quizás ingenua) voluntad utópica (y por tanto, heróica) seguramente perdida hoy, ¿para siempre?
Maurice Demers es el más ilustre representante de aquella escena en Qebec, y arquetipo de un tipo de artista hoy en franca decadencia: el iluminado de oratoria mesiánica y aspecto descuidado, ensimismado en una cosmogonía propia y omnímoda, y creyente todavía en el valor vivencial de la experiencia artística, a mitad de camino entre el superrealismo y la psicodelia mística. No se trata en absoluto de un realista, y quizás por eso nunca ha sido atendido ni escuchado por los arquitectos (colectivo éste absolutamente sumiso a los dogmatismos tecnócratas de cierto materialismo, también en los 60): su trabajo, completamente opuesto a la opresiva e inhumana abstracción rígidamente codificada propia del movimiento moderno, es incomprensible sin su apuesta por el aspecto dionisíaco y sensual de la percepción, de un estar en el mundo hecho de sensaciones y afecciones, y opuesto completamente al cartesianismo de los herederos de Mies. Mientras los CIAM languidecían en el inasumido fracaso de su diseño de la ciudad contemporánea, los artistas de la escuela Fluxus investigaban la dimensión afectiva, participativa, dinámica y plural, en la que la espacialidad no era ya la euclidiana, sino más cercana a Mikhail Bakhtin y su noción de cronotopo. Fruto de esta colisión de disciplinas a medio camino entre la arquitectura, la escultura y la performance, y siempre con el acontecimiento como eje articulador, Demers investigará junto a otros artistas de su círculo la propuest a de un "Théâtre d’environnement" mediante el cual desplegar sus investigaciones.
Uno de los más celebrados experimentos de Demers fue este Futuribilia que presentamos en este post, y que constituye una excéntrica y acaso delirante muestra de muchos de los sueños utópicos que hoy en día son pasto de la cultura abisal del hauntology. Desarrollada en Montreal entre 1966 y 1968 (en paralelo, por tanto, a la explosión de la era espacial, el espiritualismo orientalizante y la sociología hippy) se trata de un "ambiente" que pretende recoger las inquietudes artísticas del autor en aquellos momentos, deudora de una confianza hoy impensable en el progreso y la ciencia: es un homenaje, fascinado y espontáneo, a la noción de ecosistema, a las teorías de la computación, al sueño de la conquista del espacio, y la utopía de la humanidad emancipada a través del arte, la tecnología y la ciencia. Lo que la convierte en un rara avis digno de ser recuperado es su naturaleza festiva y jovial, la apuesta por una idea del espacio que no es más que potencia de acción y sensación, la efectuación de los sueños en una interzona a medio camino entre el realismo mágico y el puro teatro.
Su marcada icongrafía pop (serviría perfectamente como atrezzo a una nueva versión de la Barbarella de Jean-Claude Forest), el optimismo vitalista tan de la época, la estética tecno-psicodélica y sensual, y su naturaleza eminentemente festiva, son huellas de un tiempo aparentemente superado, pero cuyo planteamiento de los ambientes efímeros como indisolubles del acontecimiento que habrán de catalizar permanece todavía vigente. Sobran motivos para atender a este tipo de propuestas insólitas.
Su marcada icongrafía pop (serviría perfectamente como atrezzo a una nueva versión de la Barbarella de Jean-Claude Forest), el optimismo vitalista tan de la época, la estética tecno-psicodélica y sensual, y su naturaleza eminentemente festiva, son huellas de un tiempo aparentemente superado, pero cuyo planteamiento de los ambientes efímeros como indisolubles del acontecimiento que habrán de catalizar permanece todavía vigente. Sobran motivos para atender a este tipo de propuestas insólitas.
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Primer ciberplaneta del mundo, expresa en formas, colores e imágenes los grandes descubrimientos científicos del siglo XX: la relatividad, la mecánica cuántica y la teleportación. Los visitantes son recibidos por un robot que los llama por sus nombres de pila y dialoga con ellos, pueden manipular objetos virtuales e interactuar con las esculturas cibernéticas, un simulador de vuelo cósmico, un vehículo interplanetario. Una serie llamado "Trans-era" nos hace vacilar sobre la curvatura del espacio. Una pantalla de teletransporte impulsa y disecciona las personas y las cosas a su alrededor. Partículas del espacio cósmico se proyectan en los participantes mientras un robot come caramelos y otro atraviesa las paredes. Un hombre se encuentra en un pasillo de metal transparente, tratando de comunicarse con otros mundos. Antes de salir, de firmar su nombre en una pantalla con múltiples horizontes, tratando de llegar a un lápiz en la ingravidez, etc. Se trata de des-institucionalización del mundo del arte, por ello Futuribilia se presentó en mi estudio.
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