(a propósito del envejecimiento de los renders)
Los espeleólogos de las catacumbas pop de Internet quizás estéis familiarizados con el concepto de uncanny valley, que aunque cuenta con su propia entrada en wikipedia en castellano, prolifera especialmente en los circuios geek angloparlantes, donde adquirió sus divertidas connotaciones actuales. Este “valle inquietante” formulado al parecer por ingenieros robóticos en los años 70, da cuenta de la propiedad por la cual un ser antropomórfico que aspire a confundirse con un ser humano real, resulta tenebroso e intimidatorio si no logra la mimesis absoluta y el ojo se da cuenta de que es un “fake”. . Es decir, un humanoide dibujado por un niño de tres años no desconcierta, como tampoco lo hace una reconstrucción virtual tan perfecta que se confunde con una fotografía. Sin embargo, hay un estadio intermedio (el de la figura que quiere mimetizar a la perfección la realidad pero no lo consigue) que produce incomodidad e incluso miedo por su insuficiente similitud a aquello que quiere representar. Para entendernos: un ejemplo muy castizo del uncanny valley son los museos de cera poblados de réplicas cerúleas de las celebrities más casposas, que pese a no estar del todo mal reproducidas, producen mal rollo al visitante menos cómplice, pues por muy bien logradas que estén las estatuas, uno siempre advierte su desconcertante artificiosidad. Dan grima porque resultan casi humanas, pero no lo suficiente.
......
Paradójicamente, pese a que este fenómeno perceptivo fue descubierto por
los japoneses, es en el país del sol naciente donde menos recelosos se muestran
ante lo inquietante que resultan muchos de sus humanoides mecánicos, de latex o
de cualquier otro tipo: si buscáis “uncanny valley” en youtube os encontraréis
con todo un muestrario de pavorosos robots nipones, que en su intención de
ofrecer un aspecto completamente humanizado, dan lugar a criaturas bizarras y
tétricas más propias del cine de terror que de la utopía tecnológica que
quieren prefigurar: son algo así como la versión posmoderna de los creepy japanese robots de
toda la vida. Algunos especialmente sensibles ya encontrábamos francamente
frankensteinianos aquellos muñecos de los ochenta con forma de bebé que emitían
mocos y gozaban de granos en las nalgas, pero la robótica del siglo XXI está
alcanzando niveles escalofriantes de “casi”
hiperrealismo.
Sin embargo, aunque los
estudiosos del tema suelen referirlo al inconsciente, el ego tracedental y todo
tipo de figuras psicologistas, en realidad no es más que un ejemplo de un
fenómeno perceptivo tan normal como es la dialéctica
perceptiva. Cuenta la leyenda que los primeros espectadores de cine
corrieron despavoridos de la sala de proyección al suponer que el tren que
veían en la pantalla terminaría por atropellarlos: su sistema sensorial no
estaba preparado para detectar la diferencia entre un tren cinematográfico y un tren
real, pues aunque a menudo suponemos que identificar esa distinción es una
capacidad que poseemos de manera innata, en realidad es fruto de un aprendizaje
dinámico. A medida que ese mismo espectador continuase viendo películas,
empezará a diferenciar no sólo los trenes reales de los cinematográficos, sino
también cuáles de estos últimos son filmaciones ferroviarias auténticas y
cuáles son simplemente maquetas. Y a
medida que continúe “educando” su ojo, empezará a apercibirse incluso de
detalles mucho más sutiles, pues su sentido visual irá perfeccionando su
talento para identificar detalles a medida que va siendo expuesto a estímulos
cada vez más sofisticados. Ese es el
motivo por el que los efectos especiales del cine de los años 50 nos resultan
tan risibles: nuestro ojo está educado para contemplar los trabajadísimos
artificios del cine contemporáneo, que por fuerza se ha visto obligado a
matizar cada vez con más sutileza los detalles que producen el efecto realidad. Los que ya tengáis una
edad podéis recordar el tremendo impacto que produjeron en su día las primeras
imágenes computerizadas, como aquella legendaria Tron cuyo universo plástico resultaba en su estreno tan real como
la vida misma. O los increíbles morphings
de Terminador 2, absolutamente
rompedores en su día y que hoy en día parecen dignos de cualquier subproducto
hecho con cuatro duros. No es un fenómeno estrictamente uncanny valley, pero nos sirve para constatar que todo hiperrealismo tiene fecha de caducidad
y vive en cuenta atrás contra su obsolescencia. Lo que hoy nos parecen
representaciones exactas de la realidad, mañana nos resultarán entrañables
trampantojos para espectadores ingenuos. Y este hecho tiene sus consecuencias
para considerar la historia del arte, que deja entonces de ser una carrera en
pos de nuevos códigos de representar, y pasa a ser literalmente la sucesión
fabril y concatenada de nuevas formas de percibir, de mirar.
Para entender la apabullante importancia historiológica del Renacimiento, hay que comprender el calado del big bang cognitivo que supuso la invención de la perspectiva. Lo más encantador de ese momento histórico es la perplejidad que provoca que algo tan tonto como son las líneas de fuga nunca se le hubiesen ocurrido antes a nadie, tras más de dos mil años de historia de las representaciones: asombrosamente ningún ser humano anterior al quattrocento se había dado cuenta de que cuando se contemplan oblicuamente dos líneas paralelas (por ejemplo un basamento y una cumbrera) éstas tienden a converger en el horizonte. El hecho de que en los retablos medievales los espacios se ilustrasen infantilmente siempre en alzado o en extrañas aberraciones cónicas implica una incógnita es aún más desconcertante: antes de la invención de la perspectiva, ¿veían realmente la existencia física de los puntos de fuga (no en los cuadros, sino en la realidad), o al carecer de un sistema de visualización adecuado, tampoco eran capaces de apercibirse del fenómeno? Hay algo de aterrador en suponer que, antes de la invención de la perspectiva, el cerebro humano no se había percatado de la existencia tridimensional de las líneas de fuga en el espacio cotidiano, pero este hecho ayuda a entender hasta qué punto cognición y dispositivos de representación son dos campos radicalmente concordantes: lo que no se visualiza, no es pensable conscientemente. De ahí la crucial importancia de estudiar el hiperrealismo de cada período histórico, pues da cuenta de la profundidad perceptiva e intelectiva de sus habitantes. ¿Los espectadores de esta imagen en su día la percibían con el mismo grado de “realidad” con el que nosotros contemplamos una fotografía? No tenían nada mejor: el déficit no es sólo de la técnica manual, sino también de percepción visual.
La increíble pirueta intelectual renacentista
ilustra contundentemente la correspondencia radical entre sistemas de
representación, y de pensamiento. Desde esta perspectiva, los juegos
perspectivos anteriores al renacimiento (ya los griegos utilizaban técnicas de
éntasis) quizás se diesen en el dominio congnitivo de lo sublime: no es que no
percibiesen la perspectiva, pero no se apercibían
de ella. La cuestión es que cuando vemos esos encantadores dibujos
escolásticos en los libros medievales que parecen dibujados por
prepúberes que han suspendido cónica, las disformes composiciones paisajísticas
de las vidrieras o incluso las extrañas aberraciones espaciales de Giotto
o Di
Bondone quizás estemos ante el
hiperrealismo de su época, pues el ojo del espectador de aquellas piezas no
estaba todavía preparado para reconocer sus abundantes carencias técnicas, su
evidente disimilitud con el espacio real. Incluso tal vez las pinturas de Altamira
produjesen el mismo asombro entre los cavernícolas que el que producen hoy los
renders y efectos especiales de
última generación.
Para bien o para mal, la
invención de la fotografía propició que, vanguardias mediante, las
representaciones gráficas artificiales renunciasen a la reproducción fidedigna
de “la realidad” tal cual se nos aparece. Sin embargo, la llegada de la infografía ha supuesto un serio revés para el reinado
de lo fotográfico como el espejo más fiable de lo real: por un lado el
Photoshop y demás herramientas de manipulación y retoque nos obligan a
mantenernos siempre recelosos ante la veracidad de lo que se nos muestra en una
fotografía, pues esta es susceptible de haber sido intencionalmente
distorsionada con todo tipo de sortilegios digitales. Y por otro, e
inversamente, la tecnología del render ha alcanzado tal grado de desarrollo que
las imágenes que se consiguen llegan a confundirse a menudo con fotografías, en
una carrera hacia el hiperrealismo que parece no tener fin: cuando parece que
las escenas generadas con VRay o 3D Max son ya insuperables como recreación del
espacio físico, continúan apareciendo nuevos plugins y programas que siguen
mejorando lo que parecía imposible de mejorar, y nos hacen darnos cuenta de que los renders caducos no eran ni mucho
menos tan miméticos como creíamos cuando no había nada mejor con los que
contrastarlos.
Esto nos lleva de nuevo a la dialéctica perceptiva que mencionábamos antes: muy probablemente los renders más increíbles que se producen hoy en día (esos que pasarían perfectamente por fotografías) dentro de unos años nos resultarán torpes y caricaturescos, y en milisegundos detectaremos su artificiosidad, pues nuestro ojo continuará “educándose” a medida que las nuevas tecnologías de la representación vayan evolucionando y dejando en pañales lo que hoy nos resulta asombrosamente hiperrealístico. He estado buscando en Internet algún “Museo del Render” para poder verificar la progresiva decadencia de las antiguas infografías a medida que las de última generación van ganando en matices, pero no he encontrado nada parecido. Es incluso complicado localizar imágenes generadas mediante las primeras versiones del 3D Studio, pero éstas desaparecen sin dejar rastro (porque probablemente sus creadores prefieren sustituirlas por otras más logradas). Sin embargo, cuando uno consulta viejos números de Quaderns o Domus no puede evitar una sonrisa tierna ante aquellas entrañables figuraciones digitales, que como digo en su día parecían programadas por la mismísima NASA, y ahora se ven tan cochambrosas como los escenarios de un juego de la PS1.
Finalizamos dejando constancia de
otra característica fundamental de la dialéctica perceptiva: a medida que las
imágenes envejecen y la artificialidad se impone sobre el antiguo
hiperrealismo, adquieren la prodigiosa condición monumental de lo vintage,
también muy persuasiva: al entrar en la historia su valor será proporcional a su potencia para dar testimonio de la tecnología y la
cognición de tiempos pretéritos… ¿y superados? En cualquier caso, lo
interesante de este asunto es el paralelismo y concordancia entre los
dispositivos de representación y la capacidad de una época para pensarse a sí
misma: sólo somos capaces de concebir lo que vemos, pues tal y como descubrió
Saussure, el significado es inseparable
del significante que lo vehicula. La madurez cognitiva de una civilización
es pareja a la sofisticación de sus instrumentos de visualización. ¿Es lo real
el efecto fenoménico de una caligrafía trazada por el ojo y la mano?
Cerramos este post tan
descaradamente hegeliano con dos interesantísimas charlas sobre la historia de
la representación gráfica y su concomitancia con las ideaciones arquitectónicas
de cada período: desde el encuadre metafísico implícito en cada paradigma gráfico,
a las innegables resonancias noopolíticas sobre la vida cotidiana. Habitamos
imágenes, cuyas erratas sólo serán visibles en el futuro.
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