Todo paradigma estético-político
necesita postular su superioridad moral si quiere garantizar su proliferación. Desde
los albores de la arquitectura griega hasta los más enrevesados papers
posmodernos pasando por todas las tratadísticas arquitectónicas imperiales que en el mundo han sido, el bloque hegemónico de cada civilización se ha cuidado muy mucho de proveerse de
narrativas morales ad-hoc como legitimación de su conveniencia sociopolítica,
de tal modo que cada estilo arquitectónico ha proliferado no sólo en virtud a su
capacidad de persuasión estética, sino también necesariamente por el discurso
epistémico-vivencial lo envolvía. Una tradición tan platónica como la nuestra
no puede conformarse con que su arquitectura sea la más bella, sino que ha de ser simultáneamente la más buena. Desde Vitrubio hasta las
actas de los Pritzker, se da por sobreentendido que en cada momento hay una
arquitectura mala, y una arquitectura buena. Y el tribunal que dicta sentencia
al respecto es, ante todo, moral: cuando yo estudiaba, las clases de proyectos no seguían la lógica de de un taller, sino la de un juzgado.
Eco-proselitismo y evangelización
Eco-proselitismo y evangelización
La retórica del Movimiento
Moderno llevó hasta el paroxismo esa postura a la vez demiúrgica y
culpabilizadora, al fundar su dogma en la síntesis de forma y función, donde la
conveniencia es jueza de la exuberancia. Vacía de argumentos pero todavía
traumada por el látigo superyoico de la modernidad, la deontología del
arquitecto contemporáneo titubea ante el descubrimiento de que mucha “arquitectura mala” en realidad no lo era
tanto, y angustiado por la carencia de un referente plausible de cómo ser la “arquitectura buena”. Aún descabezado y
de límites confusos, sigue existiendo un bloque hegemónico que, como siempre en
la historia, progresa desdiciéndose a mí mismo e inventando horizontes
legendarios capaces de travestir su diáspora en ruta encauzada, buscando que
las derivas se vivan como viajes iniciáticos: a día de hoy, la cultura
arquitectónica huye avergonzada de la posmodernidad líquida que tan alegremente
exprimió hasta anteayer, y busca el consuelo purificador en un curioso retorno
a los orígenes éticos de la profesión, el vientre materno que nunca debió
abandonar. Para volver a reivindicarse ante los ojos del mundo, el Arquitecto
se sirve ahora de una relectura balbuceante del ecologismo, renombrado para la
ocasión como “sostenibilidad”: algo que según aseguramos es mucho más profundo que un mero estilo o
tendencia consumbible, y hacemos eco-proselitismo con la misma altanería evangelizadora con la que en el siglo XX algunos
renegaban el espurio modernismo como simulacro de la Verdadera Modernidad.
La arquitectura afirma gozosa su
reencuentro con el Hombre, la
Naturaleza y lo Social, con renovados bríos semánticos a la
altura de la era digital: ahora hablamos respectivamente de “arquitectura para las personas”, “respetuosa con el medio ambiente” y “autogestionada por cada comunidad”.
Bienintencionado en las formas pero increíblemente perezoso en el fondo, este
nuevo giro ético post-burbujista no llega a articular ni muchísimo menos un
cuerpo cultural sistemático y fiable, pero sí funciona como un aura seductora,
un perfume, una atmósfera. Showrooms de moda emergente decorados con muebles
obtenidos de la basura, publicistas que van en bicicleta a la oficina,
exposiciones itinerantes en contenedores reciclados o jardines verticales construidos con cocacolas vacías apoyadas en
pallets son las expresiones más visibles de la nueva vanguardia ideológica del
ciudadano-red y su reencontrada estética
del compromiso, que como digo presenta candidatura a nuevo bloque
hegemónico mediante lo incuestionable de su superioridad moral. La resaca de
los barroquismos suele desembocar en catárticas purgas puritanas, y a los años
de los starchitects les sucede ahora la
cuarentena de una Nueva Racionalidad. No discuto la conveniencia de dicho tránsito
ni la superioridad moral de la sacrosanta Sostenibilidad, pero no me cabe duda
de que el programa estructurante capaz de articular este corolario de recetas
éticas (gastar poco, ser amigo del vecino, comer sano, reciclar) está por
hacer, y no son pocas las paradojas que tienden a hacerlo todo más confuso y torticero.
Por lo pronto, sorprende que lo
que a menudo se enuncia con la pompa de una Nueva Era destinada a revertir el
desequilibrado orden social-económico-ambiental, esté siendo vampirizado por
las fuerzas vivas de la globalización, que propicia un sostenibilismo confuso
pero embriagante hecho de objetos que quizás sean sostenibles, pero ante todo
lo parecen. Lo cual está muy bien, pero en el fondo implica remar en contra de la
exigente dirección propuesta por los ecuménicos de la sostenibilidad: si uno busca en
google “viviendas
sostenibles” encuentra ya propuestas de lo más variopinto, pero que
comparten la intención de capitalizar estéticamente las virtudes morales de sus
condiciones de diseño, generando así un universo estético entre lo exótico y lo
pintoresco, cuando no decididamente kitsch: desde voluntariosas casas en losárboles a pabellones efímeros hechos de desechos reciclables, de coquetos
chalets de estética Joaquín Torres a complicados conjuntos residenciales de
geometrías afiladas, de cottages debarro y paja a miradores de estética paramétrica… todas ellas tienen etiqueta
verde no sólo por su conformidad con los certificados que lo evalúan, sino
también porque su forma (su apariencia, su estética) deja bien clara su compromiso con esa vivificante Nueva Conciencia.
Como signos distintivos de la
nueva imagen de marca para el habitat eco-friendly deslumbran caballos
ganadores como los containers, la madera rústica, la construcción en seco y el
slogan de lo “funcional”, alrededor de los cuales se arremolinan conceptos más
o menos afines a la sostenibilidad o que, al menos, parecen armonizar en el
mismo repicar de campanas (aunque el trasfondo sea radicalmente otro). Ejemplar
de esta conversión de la sostenibilidad en marca comercial son por ejemplo las
casas portátiles, tipología muy al alza en las nuevas empresas del sector, y
que llegan al mercado perfumadas por el marchamo del “nuevo paradigma”: al ser ligeras y
prefabricadas suenan a eficacia e higiene, evocan reminiscencias de
intelectuales alemanes viajando por Europa en la rulot, parecen orientadas a
amantes de la vida al aire libre, y al mismo tiempo sugieren la ultramodernidad
propia del nómada que no echa raíces en ningún lugar. Además suelen ser
baratas, en los catálogos se insiste en la reciclabilidad de los materiales
utilizados, y los modos de habitar que implican se orientan exclusivamente a
micro-familias que quieren estar a la última. El único problema es que, por definición, una casa
portátil no puede ser nunca “sostenible”, pues el dispendio energético
que acarrea su transporte repetido es incomparablemente mayor que el de una casita sólidamente
cimentada y anacrónicamente inmovible. Por no hablar de la aparatosa gestión de
residuos y abastecimiento de agua que requieren: media un abismo ecológico entre las antiguas yurtas transportadas a caballo, y estos nuevos chabolos tecnológicos que aspiran a ir de aquí para allá en un trailer.
Estos días han publicado en ABC este
proyecto del estudio Abaton cuyo mercado potencial supongo está
compuesto por modernos de clase media que quieran instalar en su jardín un
pabellón de invitados con aires de modernidad Apple: interiores de estética
“cálida” y “funcional”, apariencia ligerita y austeridad que sabe a “respeto al
medio ambiente”. Pero como primera vivienda no tiene ni pies ni cabeza, y mucho
menos como hogar transportable (pues como he dicho, es infinitamente más cómodo
y eficaz mudarse sólo con los muebles y dejar los edificios donde están). Todo
lo más, darán pie a la aparición de nuevos campings familiares construidos
mediante estas barracas fashion, ideales para veraneantes que no soporten las
incomodidades de la tienda de campaña ni quieran afrontar las complicaciones de
intendencia que exige el mantenimiento todo el año de una rulot en propiedad.
No entro a evaluar su corrección arquitectónica, la gracilidad e ingenio de su
esforzado diseño, pero me quedo con el dato de que este tipo de proyectos, nos
pongamos como nos pongamos, no tienen nada de sostenibles, y el futurismo que
irradian no es más que una broma snob que suaviza viejas ideas de Archigram
(que por cierto, se han mostrado muy dañinas con los años). Existen infinitas
versiones de estas viviendas trasportables, algunas tan pintureras como esta
ECObitat, cuya vistosa exuberancia formal es todo un repertorio
retórico de lo que parece sostenible sin serlo realmente.
El sostenibilismo responde a
movimientos ideológicos muy profundos que quizás formen parte de ese proceso
epistémico descrito por Tiqqun según el cual el afuera ha pasado a dentro: el
ciudadano renuncia a hacer de la eco-eficiencia un programa político (via
legislación y vía impositiva) y se conforma con el placer narcisista de hacer
la guerra por cuenta propia, mediante el espinoso subterfugio del “compromiso
individual”. Un discurso ético cuyo núcleo es radicalmente estético: así se ha
construido siempre la historia.
En cualquier caso, cierro con
esta interesante charla de alguien siempre tan divertido como Robert Somos, en
la que reflexiona sobre estos temas con sólidos fundamentos argumentales y encuadrándolo
históricamente con su habitual ingenio. Muy provocadoramente, su pensamiento defiende el –ismo frente a
la –idad. ¿Sostenibilismo como la auténtica sostenibilidad?
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