lunes, 27 de enero de 2014

Historia del futuro de la arquitectura

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Un pronóstico ilustrado con imágenes del comic 
The Private Eye”, de Marcos Martin y Brian K. Vaughan
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El porvenir: ¿promesas o sorpresas?

Aunque a nuestro “sentido común” ultramoderno le resulte incomprensible, el Futuro ha sido un tema de interés muy limitado (o directamente nulo) durante la mayor parte de la historia de la humanidad, pues la concepción preindustrial del Tiempo era diferente a la que hemos heredado de la modernidad. Así, hasta el siglo XVII la pregunta por el porvenir se reducía a la previsión de posibles desastres naturales, la resolución de conflictos bélicos y por supuesto la inquietud por las contingencias sentimentales: dado que las grandes civilizaciones históricas basaban su ideología en la Tradición y se mostraban reacias a cualquier cambio estructural importante, la concepción moderna del futuro como potencia de variabilidad sociopolítica carecía de sentido.
La vida cotidiana de un campesino era prácticamente idéntica a la de sus abuelos y sus nietos, la tecnología o la medicina apenas variaban de una generación a otra, los grandes acontecimientos sociopolíticos se eternizaban durante décadas (impensable a día de hoy una guerra que dure cien años), y la construcción de palacios y catedrales se prolongaba a menudo más que la vida de sus obreros. No se trata simplemente de que los acontecimientos fuesen más lentos, sino que el futuro se afrontaba como mera prolongación lógica y continuista del presente, que por tanto no debería reportar grandes sorpresas y que en ningún caso tendría por qué acarrear grandes disrupciones históricas. El concepto de “destino” era ante todo moral, y las escatologías no figuraban un Fin del Mundo poblado de robots y naves espaciales, sino como una proyección futura prácticamente idéntica al presente: el sentido de la vida no se medía con el porvenir, sino con la extemporaneidad pura en la que se ubicaban los diferentes infiernos y paraísos. Ciudades legendarias como Babilonia y Atlantis se ubicaban teóricamente en un pasado ancestral inmemorial, pero en el fondo eran construcciones morales sobre cómo la inercia del presente podría repercutir en el futuro (el rol de augurio moral y advertencia sociopolítica que hoy en día cumple la ciencia ficción proyectada sobre el futuro, en el mundo antiguo se proyectaba sobre el pasado remoto). 


Uno de los primeros dominios en poner en crisis la cosmovisión  premoderna sería la economía mercantil, que por su naturaleza implicaba innumerables ligazones con el futuro, especialmente a través de un concepto esencialmente diferido como es el de “interés”: toda compraventa, como pacto de futuro, implica una promesa. Sin embargo, el gesto de prometer no poseía demasiada importancia en el terreno estrictamente político, pues en los regímenes no democráticos las promesas eran irrelevantes al no existir todavía un elector que pudiese tomarlas en consideración. El “futuro prometido” tenía más que ver con pequeñas situaciones domésticas regidas por la providencia divina (enfermedades, amores, calidad de las cosechas…) que con ningún proceso de transformación social importante. A nivel metafísico, el interés se centraba en la investigación de las leyes mecánicas que regían el universo-reloj (el cosmos considerado como eternidad invariable), y habrá que esperar prácticamente hasta Hegel para encontrar un sistema filosófico que tomase en consideración el progreso como fundamento ontológico de lo real. Otro de los grandes agitadores del viejo concepto del tiempo como perpetuidad será Darwin, cuya teoría instala el devenir dialéctico en la esencia misma de la naturaleza y el hombre: el ser humano pasa a ser un momento particular dentro de la cadena general de evolución histórica que empieza en las primeras células vivas. A lo largo de los últimos tres siglos el peso intelectual de la idea de Futuro iría creciendo hasta alcanzar su apogeo en el siglo XX, en concordancia con una civilización para la que el presente ha sido reconsiderado como mera antesala del porvenir. El propio Heidegger sentaría las bases existenciarias de un nuevo sujeto volcado permanentemente en lo inminente, y para el que la actualidad desaparece ante la angustia de gestionar el futuro.
Este proceso tiene mucha lógica, dados los descomunales cambios que, desde la tecnología, han sobresaltado nuestra vida cotidiana a niveles de los que todos podemos apercibirnos. Así, mientras nuestros padres apenas llegaban a Benidorm o Torremolinos en todo un viaje de bodas, ahora muchos adolescentes celebran en Mikonos o Cancún sus fiestas finales de bachillerato. Mientras anteayer en cada aldea había un solo teléfono y las llamadas eran atendidas desde centralita, hoy todo paisano utiliza un smart-phone propio, capaz de realizar todo tipo de tareas personalizadas y automatizadas. Nuestros abuelos podían morir por una gripe, cuando ahora sobrevivir a un cáncer empieza a ser la norma…. Habituados a la aparición constante de todo tipo de innovaciones que sorprenden y conmueven nuestra domesticidad cotidiana, no nos atrevemos a pronunciarnos sobre cómo será el futuro, excepto en un axioma: indudablemente, será radicalmente diferente al presente. El futuro es una amalgama de lo prometido y de lo sorprendente: promesa y sorpresa, para bien y para mal.
Cuando el porvenir ha soltado amarras y su advenimiento excede toda expectativa, la idea de Progreso se empaña de incertidumbre y el único consuelo parece ser la nostalgia: aquel épico “ángel de la historia” de Walter Benjamin volvía su mirada hacia atrás porque no podía sospechar qué acarrearía el porvenir. El desasosiego de habitar la membrana (o el precipicio) que separa lo plausible de lo posible ha llevado a nuestra civilización a rendirse ante el imperio de la contingencia: ya que nuestros prejuicios sobre lo “necesario” son constantemente traicionados por la realidad de los acontecimientos, debemos aceptar que la Historia se escribe a través de infinitas negaciones de sí misma, en un caos ontológico legislado por (o subsumido a) la contingencia de la invención técnica, que a día de hoy es quién dicta el compás del progreso colectivo… o de eso nos han intentado convencer. Los argumentos liberalizadores y las medidas antiestatalistas que dictan los ideólogos de los mercados son a menudo defendidas por su valor como catalizadoras de un futuro mejor en el que prime la innovación tecnológica y la competitividad. Toda la camarilla TEDX asume tácitamente que los avances sociales van necesariamente de la mano de las nuevas tecnologías que los hacen posibles: desde esa óptica, no podemos imaginar las sociedades futuras pues ignoramos el factor fundamental que las determinará, como es la tecnología de la que dispongan. El futuro social sería por tanto no ya algo que se pueda construir activamente, sino tan solo esperar pasivamente. 


Si los Grandes Relatos de los que hablaba Lyotard prometían la plena realización del hombre mediante el despertar de alguna conciencia moral, actualmente el progreso histórico se confía al ingenio técnico, del que dependería nuestro confort y bienestar. Una idea incontrovertible, pero que implica de nuevo el sometimiento del presente a la promesa diferida de un porvenir mejor. En la medida en que las invenciones tecnológicas son impredecibles (aparecen azarosamente, a menudo sin que nadie las hubiese demandado, irrumpiendo contrapronóstico y desbaratando toda expectativa), la idealización del I+D implica una especie de espera perpetua, la glorificación penitente de “el futuro está llegando, y va a ser mejor” que aliena el presente al definirlo en dialéctica negativa como “aquello que todavía no es el futuro” e instalándonos así en la fe en la providencia. Deleuze era muy insistente en su denuncia de la sutileza del pensamiento negativo, aquel que define una esencia en función de aquello que le falta, aquello que adeuda, aquello de lo que está privada: nuestra cultura del Progreso no encuentra para el presente más sentido que su aplazamiento del porvenir. 



De la Ciudad Ideal al organismo heteropático

En la tratadística histórica de la arquitectura y urbanismo, las reflexiones sobre el futuro (entendidas como tema de proyecto, no sólo particular sino general) han jugado papeles muy diferentes En principio, el mundo grecorromano dedicaba muy pocos esfuerzos intelectuales a determinar especulativamente cómo podrían ser las urbes futuras, pues su idea cíclica y eternalista del tiempo les llevaba a considerar que la ciudad virtuosa no se hallaba en el porvenir, sino en un limbo ideal no sometido a las caprichosas inclemencias del progreso: Aristóteles o Platón se atrevían a reflexionar pormenorizadamente sobre el tamaño, medidas, características insfrastructurales o número de habitantes de la “ciudad ideal”, una figuración imaginaria de máxima virtud social y política que pudiese funcionar universalmente, algo así como el orden absoluto y perpetuo inmune a los accidentes de lo local en el espacio y el tiempo: su concepción de Belleza, Bondad y Verdad no contemplaba el paso del tiempo como factores potencialmente disruptivos, de tal modo que lo que pueda pasar en el Futuro no afectaria más que a los accidentes anecdóticos de la res extensa. Para el mundo antiguo, el cosmos es el que es, ahora y siempre, y lo que pueda sobrevenir en los acontecimientos no tenía demasiada importancia en los aspectos fundamentales del mundo natural o humano. Pensar el futuro no parecía un gesto ni urgente ni excitante.
La idea de que pasado, presente y futuro eran esencialmente idénticos se perpetuó durante siglos, de tal manera que los urbanistas más indómitos de cada período imaginaban la correspondiente “Ciudad Ideal”, que solía ser considerada universalmente válida pese a responder en realidad a lo modos de vida concretos de su época. Sorprende el hecho de que, por ejemplo, muchas ciudades barrocas estaban dibujadas como unidades cerradas, completas y autoconclusivas, caracterizadas por un orden pleno y absoluto que no tomaba en consideración el crecimiento futuro, que por fuerza habría de desbordar el plan antes o después. Las utopías de Tomás Moro o los socialistas decimonónicos también optaban a menudo por la extemporaneidad de su “ciudad ideal”, cuyos atributos se definían como realidad acabada y no como mero esbozo de un modelo abierto al progreso.  
La industrialización y sus procesos paralelos de crecimiento exponencial de la población y éxodo del espacio rural al urbano, desbarató la vieja búsqueda de la “ciudad ideal” como objeto acabado: el Progreso se convierte en el núcleo metafísico de nuestra civilización, y los planificadores de las ciudades aprenden que ya no pueden confiar en que un diseño resuelva las necesidades de la ciudad de una vez y para siempre, pues semejante planteamiento carecería de la flexibilidad necesaria para incorporar armónicamente a la forma urbana los acontecimientos técnicos, sociales y demográficos que se presentarán cuando nadie se lo espere. Aceptado que el futuro, en su impredictibilidad, exige un grado de indeterminación de la forma urbana que permita reaccionar a  circunstancias imprevistas, la “ciudad ideal” deja de ser pensada como un objeto y pasa a serlo como un proceso.


Las ciudades ideales de la modernidad pueden ser leídas, ante todo, como un plan de desarrollo, un patrón formal más o menos elástico, más o menos plástico, capaz de expandirse con un nivel de holgura suficiente como para capear contingencias imprevistas: lo que se proponían los racionalistas ya no era una máquina finita y de engranajes fijos, sino un orden de relaciones, algo así como el código genético que determina el crecimiento de una planta dejando margen para que ésta pueda adaptarse a los factores ambientales que vayan interfiriendo en su desarrollo. Una misma semilla puede dar lugar a árboles de muy diversa forma y tamaño en función de las condiciones de agua, suelo, soleamiento etc. que intervengan sobre ella, y del mismo modo la planificación de la ciudad moderna y contemporánea se plantea ya únicamente como una “semilla”, un código genético general que tomará formas diversas en función de las particularidades y accidentes espaciotemporales en cada instancia. La ciudad ideal ya no es un modelo, sino en todo caso un diagrama: una partitura abstracta que deja ciertas variables sin concretar, pero suficientemente firme como para que de ella nazca un tipo reconocible y controlable. El cambio de actitud respecto al mundo clásico, pues ahora se integra en la esencia de lo urbano el dinamismo, el hecho de que en cuanto proceso en desarrollo, una ciudad es siempre un artefacto a medio construir. La Ciudad Ideal ya no se idea como forma final, sino como organismo en eterno crecimiento. Sin embargo, existían todavía valores universales cuya lógica era suficientemente firme como para que los más heroicos capataces del Movimiento Moderno se atreviesen a figurar con mayor o menor concreción las características formales de un urbanismo utópico.
Y es que en esencia, creer en una “Ciudad Ideal” exige tener muy claro un ideal de felicidad y bienestar. El funcionalismo estaba convencido de que sus valores de confort, higiene o armonía social eran suficientemente incuestionables y ello les permitía especular sobre cómo habría de ser una ciudad perfecta; podrían variar las condiciones técnicas o demográficas particulares, pero el “hilo conductor” de la historia del urbanismo era una instancia cuyo núcleo era inmune al paso del tiempo: el hombre.
Para la generación “post everything” la presunción de que el hábitat humano pueda acomodarse no ya al imperativo de una “ciudad ideal” sino incluso al mandamiento de un diagrama laxo es ya una batalla perdida. Lo humano ya no se piensa como una esencia trascendental que se mantiene incólume desde la Atenas de Parménides al Nueva York de Olmsted, sino como una sustancia plástica cuyos valores de “felicidad” son contingentes y están sujetos al vaivén del tiempo histórico y vivencial. Si el hombre ha muerto (en tanto en cuanto ha desaparecido el núcleo ético que lo definía), el orden pretérito de la historia pierde su único hilo conductor y el “progreso” ya no puede ser considerado efecto ordenado de la acción humana, sino un espejismo que enmascara la pura contingencia.  La implosión de la socialdemocracia y el auge del liberalismo en todas sus formas propició un nuevo paradigma construido sobre la retórica de la autopoiesis, los sistemas metaestables, el universo inflacionario o la teoría del caos , según el cual la realización de los acontecimientos es indeterminable hasta el grado de desactivar la posibilidad misma de “planificarlos”. Si la ensayística griega meditaba sobre polis de geometría exacta que resonasen con la música de las esferas, la ciudad contemporánea pasa a pensarse como un sistema heteropático, es decir, en el que las consecuencias no pueden ser indexadas en correlato exacto de sus causas, y donde la gestión reactiva se convierte en la única posible. De ahí que los viejos diagramas modernos del tipo Ville Radieuse o Broadacre City sean consideradas por la posmodernidad hormas demasiado coercitivas para el ímpetu del crecimiento urbano, tan enfebrecido e ingobernable que cualquier tentativa de organizar nuestras poblaciones holísticamente es considerado no ya una intención condenada al fracaso, sino incluso dogmática y protofascista: para los defensores del liberalismo radical, planificar equivale a imponer una camisa de fuerza a entidades (las ciudades) que no por esquizofrénicas dejan de cumplir su propia lógica indescifrable y secreta.

 
Pero el tiempo de Koolhaas o Lucien Kroll ya pasó, y al rebufo de la crisis subprime se impone una enésima reconsideración del balance entre planificación urbana y espontaneísmo. La alegre temeridad de los defensores del laissez faire ha cedido el testigo a la generación “peak everything”, que ha recibido en herencia un planeta sumiso a un desbarajuste extremo de medios y recursos cuya solución pasaría por una urgente actualización de la idea del “plan”. Sin haber consolidado aún un modelo paradigmático claro, el racimo ideológico del “urbanismo sostenible” esboza un régimen de parámetros a tener en cuenta para el diseño de las ciudades, en el que apenas quedan ya axiomáticas formales, pero sí procesuales: lo que distingue a la “Ciudad ideal” del sostenibilismo no es su morfología, sino su modus operandi. Desde la óptica de la estricta sostenibilidad, los flujos urbanos son un fenómeno termodinámico más, y por tanto la tarea del planificador es la de componer un sistema de circuitos que redunden en la máxima eficiencia de los recursos que equilibre dinamismo y resiliencia mediante modelos basados en ciclos (y no ya en el progreso infinito). Ahora bien, ni los ecologistas más reaccionarios se atreven a proponer una figuración de cómo podría ser la “Ciudad ideal” del futuro, que sólo son capaces de enunciar mediante retórica francamente vaga (compromiso social, democracia real, optimización de recursos, paridad de acceso lo público, gestión y manutención solidaria del procomún, etc.) pero que en el fondo es cómplice solidaria de la onto-epistemología folk contemporánea (el “sentido común” compartido por neoliberales y perroflautas): importan más los procesos que los objetos, los medios que los fines, las dinámicas que los estados, lo táctico que lo estratégico, lo sintáctico que lo semántico, lo difuso que lo concreto, y un largo etc.Ya hemos dicho que es inconcebible una “ciudad ideal”; ni tan siquiera como abstracción sin forma, sin contar previamente con unos parámetros claros que midan su conveniencia èn aras de la felicidad de sus habitantes, y ese seguramente el punto en el que el “urbanismo sostenible” está menos perfilado. Lo mismo sirve para los intereses continuistas del capitalismo radical y la sociedad basada en el hiperconsumo (la ecología no tiene por qué cambiar nuestro modo de vida más que en matices tecnológicos), como para utopías de emancipación radical que ven en el momento presente la posibilidad de reconstruir de los pies a la cabeza las características de la convivencia urbana.
Los futurismos siempre han sido más que mera especulación escapista y fantástica: las visiones prospectivas de la ciencia ficción han cumplido con frecuencia la misión cultural de plantear hipótesis con las que medirnos, esbozar situaciones futuras potencialmente realizables de tal modo que podamos anticipar las ventajas e inconvenientes que puedan acarrear. Desde Julio Verne a Buckminster Fuller, los visionarios han elaborado ingenios técnicos y situaciones sociales que no sólo funcionan como escapismo imaginario, sino también como hoja de ruta a invenciones que a posteriori se han consumado como realidades. Para eso han servido siempre las utopías: para señalar puntos de fuga sobre el horizonte, direcciones a las que dirigir los esfuerzos investigadores, contrafigura y antídoto de la idea de futuro como incertidumbre absoluta. De hecho, el trabajo de un arquitecto o un urbanista tiene mucho de ficción especulativa, pues cada diseño implica hipótesis incontrastables sobre cómo se comportará una vez sea realizado. Quizás por eso la arquitectura se esté convirtiendo en una profesión incómoda para los grandes lobbys inmobiliarios (cada vez más confiados en las ingenierías), como si del componente de futurismo implícito en la práctica del proyecto pudiesen sobrevenir disrupciones inaceptables del orden existente. Los defensores de la liberalización radical del pacto social no quieren oír hablar de planificación: argumentan que la realidad tiende a su propio orden sin la necesidad de intervencionismos humanos artificiales, e invocan ese futuro prometido de grandes innovaciones tecnológicas como espacio indeterminable al que hay que dejar holgura y no coaccionar. 


Cabe preguntarse si especular sobre el futuro de las ciudades sigue siendo legítimo, vigente y operativo. ¿Es “el futuro de la arquitectura” un objeto de reflexión fértil, o un asunto con el que no debemos perder tiempo dada su futilidad? A menudo olvidamos que las ciudades son artefactos, producciones humanas que en cuanto tal son realizadas conforme a nuestra voluntad –o nuestro racimo de voluntades no siempre consistentes. No hay apenas azar ni contingencia real en la formalización de las ciudades, pues somos nosotros quienes las diseñamos y hacemos (mediante su diseño, su construcción y su uso), y no hay ya dioses ni demonios a los que responsabilizar de los fenómenos urbanos. En concordancia con el ideario epocal de nuestro tiempo, la urbanística contemporánea ha aceptado en la mayoría de los casos su naturaleza reformista, la única capaz de articular la infinidad de intereses y opiniones contradictorios que convergen sobre un mismo plano urbano. El consenso académico insiste en que la ciudad ideal ya no puede ser pensada como una melodía univocal, sino como armonía multiinstrumental, polifonía de voces en contrapunto que no subsuma la pluralidad y diversidad en un organigrama unificador demasiado estricto… pero ese desafío no es nuevo, sino tan viejo como el mundo. La resolución de la convivencia entre contrastes es ni más ni menos que la competencia de lo político.
Personalmente sigo considerando la vigencia del concepto “ciudad ideal”, pero actualizada no como figura trascendente y universal sino como realidad singular y local: una ciudad ideal específica para cada ciudad existente, en su aquí y su ahora. No existe el futuro de la arquitectura, sino el futuro de las arquitecturas: en algunos casos ese futuro debería consistir en rascacielos biónicos de diseño paramétrico, en otros casetitas de barro y paja, y en otros más neo-barroco, rococó o cualquier formalismo que sus habitantes consideren conveniente. La única exigencia que podemos demandar al Racionalismo es que deje a los usuarios contentos, y quizás la pirueta del urbanismo participativo pueda reverdecer los dogmas heredados por la vía de un populismo saludable. Si alguien busca “future cities” en google imágenes, lo que obtendrá será una sucesión francamente delirante de imágenes digitales pobladas de edificaciones ultratecnológicas (a menudo en convivencia con naturaleza salvaje) pero apenas rastros que ilustren lo que pueda estar pasando allí dentro…. Tal vez una de las condiciones que exigimos a las ciudades futuras es que nos permitan seguir haciendo lo que hemos hecho hasta ahora, lo de siempre. Y si no es el caso, deberemos seguir jugando a Sísifo y preguntarnos cómo deberían ser las ciudades futuras de las ciudades futuras.





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