miércoles, 29 de enero de 2014

Naturalismo queer

Naturaleza y heterotopía en el imaginario homosexual

versus 
L'Inconnu du lac, de Alain Guiraudie.

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Las estrellas más populares del artisteo gay posmoderno suelen radicalizar la artificialidad y artificiosidad de los objetos que retratan, en concordancia con los presupuestos ideológicos de la queer theory: ninguna identidad reconocible es dada naturalmente, sino resultante de una construcción imaginaria colectiva que distribuye el Ser de las cosas en función de intereses sociopolíticos hegemónicos circunstanciales. Del mismo modo que un hombre o una mujer no son más que proto-tipos preformativos producidos por intrincados dogmas culturales, el mundo en su totalidad es un trampantojo barroco en el que las apariencias son por un lado la única identidad profunda, y por otro el resultado de una especie de ensoñación colectiva. Las fotografías de los celebérrimos Pierre et Gilles llevan al paroxismo el decálogo estético queer. Sus personajes son tópicos tebeísticos que habitan limbos de cartón piedra, en los que cada identidad es figurada mediante los clichés inconscientes que llevan aparejados en nuestro imaginario: el marinerito cachas con camiseta de rayas y boina ladeada, la Virgen penitente de piel turgente y lágrimas de sangre, el efebo inmaculado que despierta a la sexualidad como una Gracia de Botticelli… Todos ellos invariablemente dispuestos en impávida posición estatuaria y en contextos igualmente irreales, que extreman la atmósfera de cuento de hadas para adolescentes escapistas. Estampas quiméricas,  generalmente localizadas en espacios “naturales”.







Evidentemente, dados los postulados ideológicos de partida, esa “naturaleza” no puede ser más que simulada, algo así como una reconstrucción naive de los atributos que el urbanita adicto a las representaciones atribuye a los campos, los mares y los bosques: si sus figuras parecen esculturas de plástico, nylon y mármol, los fondos que sirven de ambientación recuerdan al atrezzo de una vieja zarzuela romántica, hechos de flores de plástico, iluminación de barroco tenebrista en neón, tonalidades fucsia y superficies tan brillantes como un escaparate de los Campos Elíseos. Una no-naturaleza entre lo trascendental y el kitsch, que reduce la potencia de “lo salvaje” a mero escenario irreal, sin más interés que las reminiscencias al pop de indios, vaqueros y piratas al que se cita constantemente. Algo así como una reformulación del pintoresquismo romántico para una época en la que las tetas de una diva son a menudo operadas… y las arcadias rurales son photoshopeadas para los panfletos de las agencias de viajes. A un ecologista reaccionario probablemente le ofenderá semejante manera de representar lo “natural”, privándolo de todo organicismo y de la pureza casi sacramental de una biosfera que se presupone demasiado auténtica para nuestro universo artificial urbano. Desde el sostenibilismo estricto, la naturaleza es un reino de profundo contenido ético y ontológico, poseedor de sus propios modos de acción que trascienden la condición escenográfica a la que quieren reducirla algunos artistas: no creo que el universo de Pierre et Gilles aspire a denunciar las falacias simbólicas y simulacros de nuestra cultura, sino más bien profundizar en la potencia de lo artificial para revelar la performatividad de nuestras representaciones (que no por falaces dejan de resultar placenteras, y peculiarmente reales).

La misma estrategia estética sirvió a R.W. Fassbinder para su excesiva “Querelle”, película que ambientaba el clásico de Jean Genet en una Brest de colores chillones y protagonizada por hombres de mar que parecer usurpados al universo de Tom de Finlandia. Aquí la sobresignificación del carácter teatral y guiñoleco del atrezzo no responde tanto a una metáfora de la artificialidad del mundo, como al perfilado de un territorio abstracto, fuera del espaciotiempo, donde la fisicidad real de los objetos queda eclipsada por su aura emotiva y las reminiscencias ético-estéticas que irradia. En su caso artificialidad equivale a trascendencia y universalidad, en este caso aplicado al espacio urbano como platea de tragedias eternas. 


Pero la posmodernidad no es ni la única ni la más ingeniosa manera de representar la naturaleza como espacio simbólico social. Uno de los cineastas más sólidos en la definición de un naturalismo contemporáneo personal y evocador seguramente haya sido Eric Rohmer, muchas de cuyas películas más memorables tienen lugar en localizaciones suburbanas o campestres. En películas como “La coleccionista” o “La rodilla de Clara” el contexto natural tiene un rol fundamental: en cuanto espacios no urbanos, son lugares en los que los protagonistas se evaden temporalmente de su existencia en la ciudad, permitiéndoles observarse a sí mismos y sus circunstancias desde un prisma más relajado, contemplativo y ecuánime del habitual. El héroe rohmeriano, generalmente un ciudadano de vacaciones, en paro o sumido en abruptos entreactos existenciales, huye de la ciudad para poner su cotidianeidad entre paréntesis en busca de argumentos para una reinvención personal. Los valores que se buscan en la naturaleza son entonces el silencio de Dios, la tranquilidad casi monacal, la suspensión del “real-time” metropolitano, y el consuelo de la madre tierra como antídoto contra las heridas de la incertidumbre en la ciudad.  
Muy en sintonía con la estética del naturalismo rohmeriano, la reciente “Stranger by the lake” propone una interesantísima reconstrucción de sus ambientaciones, esta vez como escenario de una trama protagonizada por homosexuales pero en las antípodas de la artificialidad queer de Pierre et Gilles. El film es una de las más logradas narraciones de fenómeno cruising que haya dado el séptimo arte. Como muchos sabrán, por “cruising” se denominan las prácticas sexuales llevadas a cabo en espacios públicos generalmente entre homosexuales, que acuden a determinadas zonas pactadas (urbanas o no) en busca de contactos efímeros con desconocidos.  Se trata de una tradición prácticamente universal al mundo gay, una subcultura que, acostumbrada al oscurantismo y el rechazo social, ha desarrollado sus propias dinámicas de socialización y afectividad en los espacios en sombra de la cultura hegemónica: parques nocturnos, estaciones de servicio, playas apartadas o carreteras secundarias han servido históricamente para que muchos homosexuales pudiesen vivir su deseo sin restricciones y al margen del control panóptico, generando una forma de uso del espacio colectivo que encaja como un guante con el concepto de “heterotopía” popularizado por Foucault.


La película deja claro en todo momento que el espacio natural en el que tiene lugar, pese a no tener huellas formales de intervención  alguna (su apariencia es silvestre, salvaje) en realidad ha sido completamente humanizado mediante la distribución inopinada de los usos espontáneos que componen la peculiar coreografía de gestos e insinuaciones del cruising: las zonas de mayor visibilidad se utilizan para la exhibición de los cuerpos, los recodos semiocultos sirven para conversaciones en petit comitè, las travesías que los cruisers van generando en sus paseos generan las rutas espontáneas que distribuyen el lugar, y los parajes más frondosos funcionan como improvisados lechos para el amor furtivo. Todo un repertorio de funciones asignadas en base a la gradación de visibilidad e intimidad, sin la necesidad de ninguna provisión de infraestructuras pero gobernadas por un pacto sobreentendido por los usuarios de un territorio que han conseguido hacer suyo: como uno de los protagonistas comenta a lo largo del film, hay un acuerdo silencioso entre ellos que determina qué está permitido hacer en cada sitio, sin necesidad de redactar un estatuto legislador. La naturalidad con la que los peculiares habitantes del espacio realizan su voluntad deseante, es concomitante con un paraje que, en cuanto aislado del intervencionismo técnico de la cultura hegemónica, mantiene la pureza e imparcialidad moral que hace a la naturaleza ser lo que es. Al menos, en nuestro imaginario.


Lo interesante de la película es que, en sus piruetas argumentales, termina por afirmar el contrapunto tenebroso de lo salvaje cuando se confirma que lo que parecía un paraíso de libertad entre iguales puede ser también un escenario para la muerte. La concepción bucólica e idílica de lo campestre, típica de la clase media que se sirve de la no-ciudad para sus prácticas de  ocio apacible, desdeña el hecho de que la naturaleza no sólo es madre protectora, sino también asesina implacable: toda una herejía para el ecologismo y sus dogmas de corrección política, que rehúye reconocer que los ciclos orgánicos son una sucesión de vida y muerte en el que estamos implicados como verdugos y víctimas. Nietzsche, Bataille o Artaud aceptaban que la crueldad forma parte de la esencia de la tierra, y trascender verdaderamente las leyes del orden civil implica exponerse al riesgo de la propia desaparición. La pulsión de muerte es una fuga troncal a la poesía gay subterránea, la que siempre ha ilustrado las pasiones y desvelos de aquellos que se atreven a saltar la muralla y morder la manzana prohibida que aguarda en los extramuros de la ciudad hegemónica. La película puede ser entonces leída, entre otras maneras, como una bella metáfora de la biosfera como lugar en el que el dulce frescor de la atmósfera encubre a bestias de dientes afilados pertrechadas detrás de los árboles. Un contrapunto siniestro a la pastoralidad queer que estaba ya presente, sutilmente, en muchas de las imágenes de Pierre et Gilles.



 

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