jueves, 30 de enero de 2014

Zoo aesthetics

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Mi mascotita kawaii

Durante los últimos años, una de las tendencias más reproducidas en el mundo de la ilustración marymoderna (viñetas del pinterest, camisetas de Bershka, flyers para fiestas cool, anuncios de telefonía móvil…) está siendo la de dibujar animalitos, con subtextos más o menos alegóricos de comportamientos humanos. Abundan las ilustraciones que recurren a osos, lobos, colibrís o cebras como figura central, en ocasiones retratados con realismo zoológico, y en otras convertidos en máscaras o en criaturas antropomórficas. Por lo general, los artistas que recurren a ese argumento suelen representar a modernos con la indumentaria ad-hoc, pero cuyo busto ha sido sustituido por la cabeza de un caballo, o que monta en bicicleta llevando a un oso polar de pasajero. Esta moda no sólo toma cuerpo en el campo de los lápices y pinceles, sino también en innumerables fotografías en las que el hipster de turno retrata a su mascota con un gorrito, unas gafas de sol, o en un ademán claramente humano.

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Habrá quien considere que el recurso zoomórfico tendrá algo de conciencia ecológica o subjetividad post-humana, como si la representación de los afectos del urbanita a través de la fauna implicase per se el respeto a la dignidad de nuestros adorables compañeros de la zoosfera.  Son invariablemente estampas de atmósfera amable y sentimentalidad apacible, que invisten al reino animal de las emociones más gentiles de nosotros mismos: oscilan entre lo humorístico, lo entrañable, lo vagamente misterioso, y por lo general pretenden invocar “lo salvaje” como pasión de la carne que se adueña de nosotros desde nuestra profundidad biológica. La ilustración de animales humanizados sirve a menudo como señuelo escapista para el habitante de la metrópolis, que como siempre decimos termina por estetizar la naturaleza como una especie de “afuera de la cultura” en el que la vida pueda vivirse en plena armonía con deseos  libres, algo así como una representación posmoderna de “el malestar en la cultura”.
Mi sangre campesina me lleva a recelar de ese tipo de figuraciones zoológicas, propias de la subjetividad imperante entre ciudadanos cuyo único contacto con la naturaleza ha tenido lugar a través de mascotas, muñecos de peluche, documentales épicos de zoología africana, o más penosamente visitas a esas instituciones sórdidas de reclusión que son los parques zoológicos, donde los animales ven anulada su capacidad de acción hasta convertirse en paisaje, atrezzo inerte de una escenografía pintoresquista de sus hábitats originales. El hecho de que los barbudos en bicicleta muestren semejante predilección por los gadgets zoomórficos es sintomático de la relación hombre-biosfera imperante desde que todo es ciudad, en el paroxismo de la naturaleza domesticada por la vía de las representaciones y privada de su vivacidad libre y por tanto amenazante, peligrosa, desconcertante.

El carnaval de los pobres

Como contrafigura de la estética zoológica de los que sólo han interactuado con animales a través de una pantalla o una valla de protección, resulta muy interesante recordar cómo el reino de la fauna ha dado lugar a representaciones bien diferentes en los hábitats que involucraban la convivencia real, plena e incondicionada de las personas con los animales en libertad: el mundo rural. Si el flaneur de bulevares céntricos imagina una naturaleza sedosa y domesticada poblada por cándidos animalitos de piel sedosa a los que acariciar compasivamente, para el campesinado la zoosfera acostumbra a ser figurada como un reino a respetar e idolatrar no por su inocuidad y docilidad, sino precisamente por su esencia indómita, por ser potencia de muerte.
El antagonismo entre la concepción del animal propia del urbanita y la habitual en el folk rural se hace plausible si contrastamos las primorosa ilustraciones de fauna supercute que inundan la blogosfera, con las representaciones tradicionales de la animalidad en los carnavales rurales de nuestro país. Fiesta de orígenes paganos y que en la tradición cristiana se convierte en la gran bacanal anterior a la cuaresma, en las culturas campesinas distaba mucho de ser únicamente la reunión para jugar a las máscaras, bailotear y desfilar luciendo lentejuela que conocemos en las ciudades. En las aldeas de la España pobre, los distintos carnavales acostumbraban a incluir en su fanfarria referencias obscenas al sexo (o incluso los excrementos), mofas a costa de la muerte, virulentas batallas simuladas, travestismo, y un peculiar bestiario de criaturas míticas que figuraban a través de disfraces grotescos las cualidades menos amables de la vida en la naturaleza. La fiesta funcionaba como una lujuriosa purga para los sentidos, pero también para el inconsciente colectivo.
Los personajes típicos de las regiones más pobres y arcaicas no buscan en absoluto una apariencia fotogénica, preciosista ni decorosa, sino que más bien al contrario adoptan formas grotescas, feístas y agresivas que recrean  criaturas dionisíacas que bromean abruptamente con los festejantes. Seres zoomórficos cuyo disfraz se construye mediante harapos y basura, y que se recrean en todas las formas de lascivia carnal posible, como animales salvajes y desbocados que violentan a los transeúntes con gestos de hambre, lujuria y violencia. La turbulencia del carnaval dionisíaco resuena incluso en pueblos cuyas figuras icónicas son aparentemente más estetizantes e inocuas: el bellísimo Peliqueiro de Ourense, pese a que su atuendo es tejido con la minuciosidad de un traje de tauromaquia,  encarna a un personaje violento y ruidoso que castiga a los paisanos con su látigo (fiesta que por otra parte se completa con tradiciones tan disfémicas como lanzamiento de hormigas picantes, harina o farrapos empapados en todo tipo de fluidos).
Sin embargo, los monstruos grotescos de los carnavales más antiguos del rural, pese a su buscada acentuación de la fealdad, tienen una peculiar pero innegable dignidad estética, incluso si sólo se debe a su valiosa evidencialidad antropológica. Desde luego representan una concepción de la naturaleza bien distinta de la tenue cordialidad de los ilustradores urbanos de hombres-mascotas: aquí lo salvaje no es barnizado con la asepsia objetivista del imaginario urbano, sino que conserva su capacidad de intimidación, lógica en sociedades que recibían de la tierra la vida, pero también la muerte. En el caso gallego, quizás nos sirva para comprender los orígenes culturales y estéticos del fenómeno del “Feísmo”, que tanto desconcierto continúa provocando en las instituciones. No me extiendo más con retórica innecesaria: en su abrupta representación de una naturaleza feroz y vigorosa, estas imágenes (tomadas de carnavales rurales de toda España, aunque la tradición es similar en muchas zonas de Europa) hablan por sí solas.

Carnaval de Agüero
Carnaval de Alasua


Carnaval de Bielsa

Carnaval de Laza


 Carnaval de Salcedo



  Carnaval de Tigaday

4 comentarios:

  1. http://nodata.tv/93940

    Vic

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  2. Una animalada…

    Vic

    Bicos

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  3. Viendo hoy una entrada de un blog me acordé de tu post a la vez que me molestó mucho la perversidad de alguna de estas actitudes.

    http://www.dezeen.com/2014/03/30/aluminium-animals-by-eleanor-trevisanutto-disguise-cctv-cameras/?utm_source=feedburner&utm_medium=feed&utm_campaign=Feed%3A+dezeen+%28Dezeenfeed%29

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