La nueva fiebre del oro (negro) y la ciudad neoliberal
Cuando el paro entre arquitectos
desbordó la condición de problema
para convertirse en un auténtico cataclismo, la máquina de propaganda del
sistema (tanto la socialdemócrata como la neoliberal) difundía con insistencia
la idea de que aquello sólo supondría una contrariedad para los profesionales
demasiado apegados a su perezosa “zona de confort”,
incapaces de comprender que una crisis es ante todo una oportunidad.
Resiliencia, liderazgo, reinvención, nomadismo y visión holística eran las Palabras Sagradas que servían para convencernos,
en neolengua eufemística, de que la solución a nuestro desempleo pasaba por
tomar el primer avión a algún destino boyante y, como los antiguos pioneros que
hicieron las Américas, resetear nuestras carreras profesionales en algún país
en el que los fajos
de presidentes muertos fluyesen a buen ritmo. A todos nos han persuadido de
ser valientes y hacer lo que tocaba: convertirnos en Marco Polos de la
globalización y compartir nuestros amplios conocimientos técnicos de
certificación europea con países en vías de desarrollo como China, Brasil, Singapur y por
supuesto la zona cero del capital riesgo
global: el golfo Pérsico, la babilonia del principio de este siglo, la meca del
talento internacional, el hotspot por
excelencia de la arquitectura más espectacular y audaz, el único lugar del
planeta donde las griferías son de oro y los
policías patrullan en Lamborghinis.
Abu Dhabi, Kuwait, Arabia Saudí y sobe todo Dubai sonaban entre los compañeros como
destinos inigualables para sacudirse las telarañas del paro español y
reverdecer laureles bancarios: según se comentaba, con un poco de inglés y un
mucho de branding personal uno podía
aspirar allí a realizar proyectos de ensueño con tecnología punta, colaborar
con los mejores profesionales del mundo entero, participar de uno de los
procesos urbanizadores más ilusionantes y explosivos de las últimas décadas, y llenar
nuestras cuentas corrientes con retribuciones que fácilmente alcanzaban los
cinco dígitos. Y además, allí “te dejan
diseñar” (y no sólo redactar en Autocad como el típico cad-monkey
hispanistaní). Ante ofertas tan golosas la opción de quedarse aquí a sacudir
las manos en la plaza no parecía demasiado atractiva a poco ambicioso que fuese
uno, y en un determinado momento se trazó una línea divisoria tácita entre
aquellos capaces de tomar las riendas de su vida e ir allí donde el manantial
de dinero brota con más prestancia (los
que se fueron) y los panolis ombliguistas que esperan inútilmente a que
escampe la crisis mientras sus saldos bancarios se van tiñendo de rojo (los que nos quedamos). Por supuesto no
tiene sentido simplificar la infinita variedad de casuísticas que se dieron en
ese escenario, pero lo cierto es que la
cabra siempre tira al monte y el destino al que optaron nuestros emigrantes
(en neolengua, expats)
dice mucho de los intereses de cada uno: poco en común tiene el que se fue a
construir escuelas de madera en la selva amazónica, con el que diseña herrajes
de Pladur en Alemania, o quien
redacta planes generales en Shanghai.
Cada destino ofrece sus pros y sus contras, sus potencias y limitaciones
personales y sociales, a la par de diferentes formas de trabajar. Tampoco es lo
mismo currar de chico para todo en un
despacho que sólo diseña unifamiliares, que trabajar como Project Manager MBA en
una multinacional con proyectos de varios kilotones. Y en principio, irse a lo
grande y optar a las condiciones top exigía acercarse a los afluentes del
petróleo, esos reinos y emiratos donde señores con chilaba y babuchas no dudan
en gastar millonadas obscenas en los más delirantes caprichos inmobiliarios. Si
de lo que se trata es de enriquecerse, nada como seguir las enseñanzas de Ali
Baba y sus cuarenta ladrones, y poner una pica en Flandes en el gran agujero
negro del neoliberalismo panamericano que se levanta en torno al Tigris y el Eufrates.
Dubai o Arabia Saudí ofrecen
muchas oportunidades, pero están penalizados por un grave problema: allí hay muchos moros. Demasiados. De
hecho, aquello es Morolandia, y a
ver quién es el representante de la “generación
más preparada de la historia” dispuesto a soportar las rarezas de una
civilización medieval, machista, clasista, donde la gente se tira eructos en la
sobremesa y regatean vendiendo alfombras, las mujeres son como monjas de
clausura e instruyen a los niños para ir al cole con mochilas-bomba. Mochilas
Nike, por supuesto. Nótese que hablo con sarcasmo.
En la era de la globalización, el
capital no hace miramientos con las idiosincrasias de cada cultura local: si
tienes oro negro y estás dispuesto a darme una mordida en tus plusvalías, no
voy a ponerte pegas. Si los derechos humanos que promulgo son incompatibles con
las leyes tiránicas con las que gobiernas, no habrá polémica mientras el
contrato que firmemos enriquezca a ambos. Si permites que mis técnicos te
enseñen las muchas ventajas de la civilización anglosajona, no voy a
escandalizarme por las aberraciones medioambientales de tus emprendimientos. Si
compartimos lecho en la orgía del petrodólar, nadie va a inmiscuirse en tus
totalitarismos domésticos. Si quieres
construir un coqueto paraíso fiscal con estética
rhino, no hay problema: ¡hagámoslo juntos! … Ya se sabe que mantener el
precario equilibrio geoestratégico global exige sacrificios por parte de todos,
así que las sombras que pueda proyectar la alianza Washington-Riad son ínfimas
si las comparamos con los beneficios para todas las partes implicadas en el
expolio del oro negro. Incluso si el precio a pagar es la construcción de
algunas de las ciudades más frikis de toda la historia del universo, hacer
negocios con los representantes de nuestras antípodas ideológicas, pactar con
dictadores psicópatas o hacer la vista gorda con aquellos a quien denomino “terroristas”
de cara a la galería. De este modo se entiende que los estados más díscolos de
morolandia (Iran, Irak, Siria, incluso Libia:
aquellos que no se amilanan ante los dictámenes de Wall Street) sean criminalizados por el Consejo Jedi de gobernantes
occidentales, mientras regímenes igualmente sanguinarios son aceptados como
colaboradores del orden mundial, siempre y cuando abran las puertas de sus manjares a nuestros
mercaderes.Pero eso ya lo saben ustedes, y aquí venimos a hablar (incluso si
tangencialmente) de arquitectura y ciudad.
El caso es que, como decimos,
nuestros más indómitos muchachos recién salidos de la facul han ido a ganarse el pan a Morolandia, de la mano de empresonas
internacionales que les proporcionan todo lo necesario para que su estancia en
esos (primitivos) lares sea lo más provechosa posible: por supuesto con sueldos
estratosféricos, smartphone y tablet a cargo de la empresa, plan de
pensiones y seguro médico privado (de hecho en varios de esos reinos ni
siquiera hay salud pública ni seguridad social), cochazos capaces de resistir
las duras condiciones del desierto, y ayudas para la vivienda. Y esto último es
todo un problema: recordemos que lo más
característico de Morolandia es que
aquello está plagado de moros, y a ningún Master en Fachadas Ventiladas por
la Universidad
de Los Angeles le apetece lo más mínimo cambiar sus costumbres cotidianas por
el simple hecho de vivir a 13.000 kilómetros de su sprawl natal. Si queremos persuadir a nuestros técnicos de que la
experiencia pérsica merecerá la pena, urge habilitar para ellos espacios
habitacionales que les ayuden a olvidar en la medida de lo posible que se
encuentran en Morolandia. No se trata únicamente de construir barrios similares
a los occidentales (pues todo lo que se está edificando por allí son réplicas
depauperadas de la arquitectura anglosajona) sino espacios acotados en los que
el expat pueda relacionarse exclusivamente
con sus iguales, montar la barbacoa el 4 de julio y mantenerse aislado de los
moros y sus excéntricas costumbres de habitantes del desierto. Ya se sabe que
agua y aceite no mezclan bien, y la imposibilidad de convivencia armónica entre
nativos y expatriados se resolverá con la curiosa invención urbanística que son
los “compounds”,
metáfora perfecta de lo que se está cociendo por allí desde hace unos 15 años.
Cordoba Oasis Villa Compound
Los célebres compounds
son los guetos en los que habitan los expatriados occidentales: urbanizaciones
cerradas, estancas y casi autosuficientes en las que el emigrante puede
replicar la vida que hacía en Brighton
o Massachussets sin la necesidad de participar
del frustrante modo de vida moro, y relacionarse únicamente con ciudadanos de
la misma dignidad euro-patricia. En ellos, el rostro pálido tiene a su disposición gimnasios, spas, discopubs,
pizzerías, centros comerciales y demás dotaciones de las que los americanos
consideran esenciales para la constitución de una comunidad bien avenida.
Diseñados como coquetos village green
pintorescos a base de viviendas unifamiliares o chalets adosados, no escatiman
en pequeños prados, piscinas, zonas arboladas o incluso campos de golf
privados, pese a haber sido levantados en auténticos secarrales en los que
antiguamente el nativo pagaba a precio de oro cada gota de agua. Por supuesto, siempre en las inmediaciones de nudos de autopistas que permitan al ingeniero o economista de turno llegar al trabajo lo más rápida y confortablemente posible y sin cruzarse con demasiados moros. La
arquitectura es amable e incluso rústico-romántica, con fachadas porticadas y
atrezzo urbano de reminiscencias mozárabes: ya que estamos en morolandia,
disfracemos nuestro barrio con toques pintorescos de iconografía morisca,
buscando una especie de fusión entre “American
Beauty” y “Las mil y una noches” que recree el embrujo del desierto al gusto del
consumidor de los blueray de Disney.
Siendo como son barrios semifortificados, cada compund define su propio habitante potencial (unos más para
solteros futboleros y bailongos, otros para familias jóvenes, algunos
reservados a altos ejecutivos…), su atmósfera específica, su normativa interna propia
y nombres cada cual más pomposo, del tipo “Córdoba
Oasis Village”, “Green
City”, “Villas
Rosas” o “Villa
Palma”, como si detrás de cada palmera nos esperase una Sherezade. Todos ellos han sido
promovidos, financiados y gestionados por corporaciones occidentales de capital
especulativo: el tipo de empresa que lo mismo vende maíz argentino que
urbanizaciones de alto standing en Dubai o bombas-racimo en Afganistán. Como guinda del pastel, en ellos
es fácil disponer de chachas y aupairs a precio de risa, pues la hora de
trabajo de pakistaníes, indonesios o indios (pues tales son las nacionalidades
que forman la masa laboral de “el
servicio”) cuesta poco más que una bolsa de gominolas.
Palma Springs Compound
Pese a que su formalización deja
claro que se trata de piezas urbanas autoconclusivas y claramente delimitadas,
durante la construcción de casi todos ellos (en torno al año 2000) eran moderadamente permeables a las cudades
en las que se localizaban, como cualquier otra ciudad jardín de las que
conocemos en el urbanismo occidental: discretamente segregadas del tejido
urbano, pero en principio abiertas al transeúnte foráneo ocasional. Sin
embargo, el 12
de mayo del 2003 ocurrió lo inevitable, un acontecimiento que haría de los
compounds las fortalezas herméticas que conocemos hoy en día: ese día se
produjeron tres atentados en sendas urbanizaciones privadas de Riad, causando
decenas de muertos y obligando a sus gestores a cerrarlas completamente a aquellos que no habitan el ellas,
construyendo a menudo muros de seguridad a su alrededor y dotándolas de equipos
de seguridad privada provista de todo tipo de armamento disuasorio. Así, a
día de hoy, los Compounds son, más que parques temáticos franquiciados del American way of life en el epicentro de
morolandia, verdaderos bastiones
amurallados que han radicalizado la escisión entre los nativos y los
inmigrantes high-cost, en lo que
es (y dejémonos de ironías) uno de los más funestos fenómenos urbanos de la
globalización: dos culturas (la occidental y la originaria de aquellos parajes,
con sus luces y sombras respectivas) cohabitando en las mismas ciudades pero
segregados por membranas insalvables, que vienen a explicitar el hecho de que
la globalización de los mercaderes resulta más productiva si se mantienen las
diferencias ideológicas, de clase e idiomáticas entre los trabajadores.
Vida en el compound:
En realidad, el fenómeno compound no es más que un ejemplo de la proliferación en todo el planeta de entornos urbanos exclusivos y privatizados que garantizan que cuando uno de esos cerebros fugados se traslada de la mano de una multinacional a robar plusvalías al tercer mundo, pueda hacerlo sin necesidad de mezclarse lo más mínimo con las sordideces (y maravillas) que se expanden más allá de sus murallas. Estos barrios herméticos de clase alta se multiplican desde Rio de Janeiro a Hong Kong, siguiendo el modelo de ciudad neoliberal denunciado hasta la saciedad por Richard Harvey y su fértil escuela de pensamiento geográfico. Muy lejos queda ya el vetusto modelo de la ciudad mediterránea y su acrisolado sincretismo cultural, que propició la aparición de espacios de convivencia (precaria, inestable, incluso problemática en muchas ocasiones) como Venecia, Estambul o la Toledo de las tres culturas. La utopía neoliberal promulga ciudades segmentadas, agregados de piezas finitas y fortificadas en las que lo común es segmentado mediante torretas de vigilancia, escáneres corporales y fronteras simbólicas de todo tipo, en las que casualmente las características raciales, económicas y culturales son las que distribuyen y separan a los diferentes bloques. Un escenario que podrá resultarnos distópico y obsceno a aquellos educados en la tradición humanista, pero que a tenor de su éxito entre los pupilos del capitalismo nómada ilustra los traumáticos desequilibrios de poder que subsisten al inconsciente colectivo panamericano, en la época de una mundialización que en el fondo no quiere ser tal.
Pero las aberraciones que están teniendo lugar estos últimos lustros en los miembros pérsicos de la OPEP no se limitan a la cuestión de los compounds. Si en algo brilla Cyclonopedia es en la fabulación de la increíble concentración de fuerzas demoníacas que orbitan alrededor de las fuentes del petróleo y su akelarre de managers y chupatintas. De hecho, algunas ciudades como Dubai son en sí mismos compounds gigantes pensadas y diseñadas para que los traders y brokers puedan organizar sus turbios negocios en un paraíso artificial construido a golpe de talonario, que durante el día funciona como la City londinense y por la noche como Las Vegas. Resulta paradójico que la camiseta del Barça haya pasado de lucir el logo de una organización filantrópica como UNICEF a otra de credenciales más dudosas como es Qatar Foundation: hace años saltaba a prensa el escándalo de las condiciones de vida de los trabajadores que llevaron a cabo el milagro qatarí, cuando salió a la luz que los albañiles que trabajaban en aquellos fastuosos rascacielos e islas artificiales vivían en condiciones infrahumanas, hacinados en lúgubres pisos patera o, en los casos más extremos, obligados a pernoctar en el mismo edificio en cuya construcción trabajaban. Esclavitud contemporánea sufragada por el indolente espectador occidental: no sólo por los técnicos y turistas que acuden allí a vivir su particular travesía por el desierto, sino por los millones de telespectadores que ignoran que muchas de las infraestructuras del inminente mundial de fútbol qatarí han sido construidas en régimen de semiesclavitud por un ejércitos de trabajadores bajo el umbral de la pobreza.
Nunca está de más escarbar en busca de la información que nos ocultan las imágenes que pueblan los mass media: detrás de las estampas de compañerismo y felicidad familiar que muestran los occidentale en sus barbacoas saudíes, laten las aporías irresueltas de la globalización neocon. Segregación de clase, incompatibilidad cultural, desastres medioambientales e incluso esclavismo contemporáneo son el reverso tenebroso de muchos de los pelotazos financieros y urbanísticos que asolan los países “emergentes”. La contrafigura turbia de un planeta que, bajo el señuelo de la “alianza de civilizaciones”, se encamina a un futuro en el que las ciudades se conformen como agregado de recintos amurallados, segmentos incomposibles de culturas desmembradas. Y aglutinadas en torno al petrodólar y su cotización detrás de una pantalla.
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