Reflexiones sobre el mito de lo Ancestral Atemporal
La historia como proceso
Las filosofías de los objetos han tenido siempre como uno de
sus dilemas centrales el problema de la unidad y la identidad: dónde empieza y
termina una cosa, en base a qué puedo
reconocerle una auto-nomía. Una
incógnita que ya no causa tantos desvelos como solía, pues desde Hegel nadie
estima ya que considerarse la identidad en anterioridad a la diferencia: tiempo equivale a devenir
equivale a diferenciación, y nos instalamos entonces en el pensamiento de los procesos. La historicidad del ser heideggeriana, contra pronóstico, abre en
canal la estructura misma de la historiografía, basada durante siglos en el
recurso a una pólvora ahora mojada como es la periodización. La historia de la arquitectura que hemos estudiado
casi todos los españoles era poco más que una sucesión de períodos, como episodios de un mismo serial televisivo,
cada uno con una cierta consistencia propia, pero al mismo tiempo inscritos en
una narrativa de conjunto: idénticos protagonistas, mismos escenarios,
atmósfera moral única, seleccionando escenas y dejando muchas otras fuera de
plano, o apartadas del montaje final. Con hiatos, to be continued marcando la secuenciación de los capítulos como
encabalgamiento discontinuo de fragmentos continuos.
Periodizar la historia equivale a
descomponerla en objetos estáticos, sintetizados mediante una sintaxis determinada por la
cultura de cada presente. Quiero decir, construcciones ideales como “la Grecia clásica”, “el imperio Otomano” o “el
postfordismo” son artefactos precarios y más o menos discutibles, que funcionan como planicies de cronología muerta,
ubicadas en el “limbo” impasible de lo historiado. Lo esencial a cada período son sus constantes,
sean hábitos o recurrencias estilísticas, tanto más generales cuanto mayor sea
el arco temporal que se computa: siguiendo esa lógica, a menudo se llega a la
temeraria conclusión de que el conjunto de la historia está recorrida por unas
mismas constantes vitales universales a lo humano, propiciando ideas en el
fondo delirantes como lo intemporal o lo ancestral, cruciales para la
legitimación del discurso de la modernidad. Toda la construcción narrativas de
Semper o Hitchcock parte de la identificación de cierta constante implícita a
la historia de la construcción que les permite especular con ciertas Verdades
esenciales de la arquitectura, y luego instrumentalizarlas como
instrumentos de lectura de lo histórico. La pirueta central de toda historiogafía es el código que se utlice como instrumento de desencriptación.
En España, el discurso académico
oficial hace muchísimo hincapié en el axioma de que Arquitectura aparece como
virtud de lo tectónico, como correspondencia profunda y bilateral entre forma y
construcción, más o menos directa en función de la dignidad de cada período. En
cualquier cáedra de este país se nos dirá por ejemplo que hay mucha más “calidad arquitectónica” (sic) en unas
precarias chozas constuidas con paja en Africa, que en un aparatoso castillo
rococó. Un libro como aquel de Pedro de
Llano sobre la arquitectura tradicional gallega llevaba al paroxismo esa
postura, llena de trampas y de olvidos. No son de sorprender los ríos de tinta,
catálogos artístico-patrimoniales y legislación proteccionista al respecto de
horreos, corredoiras y cruceiros, y sin embargo sea tan difícil encontrar
trabajos interesantes sobre la segunda residencia costera de los años 80, la
vivienda unifamiliar de estética narco, o la morfología de aquella vieja
tipología rural que era el disco-pub. En una revista como Tectonica se editan
construcciones “pobres pero ingeniosas y bellas” como sequaderos de pesca en
África, templos de madera escandinavos, graneros en el medioeste americano u
hornos de piedra en centroeuropa: todas ellas tendrían en común la honestidad
de su correlato directo entre función, programa y forma, quedando así inscritos
en el santuario de “lo ancestral” y desligados del enemigo por antonomasia de
la buena arquitectura, que no es otro que Las Modas.
¿Por qué existe la moda, a qué
dinámicas profundas responde la sucesión dialéctica de estilos? El tema ha dado
pie a no pocas tesis doctorales, habida cuenta que en la causalidad, ritmo y
frecuencia que implica la evolución formal depende del criterio que se utilice
para su evaluación. En la academia arquitectónica suele aparecer con frecuencia
el término “Estilo” como la variable sobre la que inciden las modas, y que
vendría a ser poco más que un parámetro caligráfico, pero no sintáctico: así
por ejemplo, el paso de la arquitectura griega a la latina no sería solamente
un cambio de “moda”, pues respondería a la invención de nuevas soluciones
técnicas y funcionales que generaron su propio repertorio estilístico. La
diferencia en cambio entre el estilo dórico y el jónico sí que podría ser leído
como un proceso fashion, pues la ¿esencia? de los proyectos de una y otra
tradición se diferencian únicamente por contingencias estéticas, por dinámicas
de “el gusto”. Y es precisamente ese parámetro, el gusto, uno de los menos
presentes en la historiografía canónica de Benevolo o Frampton, para quien las
apetencias estéticas de una civilización ni merecen ser tenidas en cuenta (por
su déficit intelectual) ni responden más que a determinaciones trascendentales
(sean ·el espíritu de una época”, “la tecnología” o cierta idealización de
la “representación de lo colectivo”).
Moda y lucha de clases
Los sociólogos han trabajado con
más meticulosidad las correspondencias entre gusto y moda como dinámicas
sociales, existiendo algo así como un canon invisible construido sobre las
ideas de Pierre Bordieu, Walter Benjamin y Georg Simmel. El primero dejaría muy
clara la raigambre marxista de su pensamiento en el clásico “La Distinción. Criterios y basessociales del gusto”, plagado de reminiscencias gramscianas: según su
criterio, el gusto es una función social que permite al bloque hegemónico por
una parte capturar y modular el deseo de la sociedad a través del secuestro
ideológico de sus apetencias, y por otro
sirve para que las clases dominantes se diferencien de las inferiores mediante
la afirmación un repertorio estilístico exclusivo. Esta idea estará presente
también en el trabajo de Simmel, que sagazmente analizó cómo las clases
sociales pudientes van abandonando sus preferencias estéticas a medida que
éstas son adoptadas por las clases bajas.
En ese sentido, la evolución de
las formas de representación y auto-presentación están embebidas en la lucha de
clases, funcionando con la estructura de una carrera en la que los poderosos
huyen de las clases populares que quieren mimetizarse con ellos por la vía de
la estética,. El esquema es diabólico pues invierte la típica lógica a lo David
Harvey de la “reproducción social”: según cierta izquierda el poder intenta
imponer sus valores a los dominados, mientras que en el fenómeno de la moda son
los dominados los que persiguen enfebrecidamente a los poderosos en su huída
estética. Una dinámica en la que el pobre quiere parecerse al rico, desencadenando
una dinámica del gusto que alcanzará su plenitud en la sociedad de consumo pero
que en realidad es tan vieja como el mundo. Un ciclo que alcanza su paradoja
final en la academia arquitectónica y su glorificación de la honestidad y
verdad de lo pobre, que ejemplifiqué con el tipo de material que se publica en
Tectónica: los poderosos (no lo olvidemos: el auténtico promotor de la
academia) intentando romper la carrera de la moda invocando la dignidad suprema
de lo esencial, lo pobre, lo intemporal.
En infinitas ocasiones en las
clases de estética y proyectos se nos ha insistido en que la grandeza de una
Obra Maestra consiste en su capacidad de trascender su tiempo, al ser capaz de
representar instancias sin fechas de caducidad. Supuestamente los grandes
maestros brillan porque su trabajo está por encima de la moda, funcionando así
como las estatuas de Michel Serres, encarnaciones incorruptas de los valores y saberes
arcanos de la Tradición. Por
eso el núcleo ideal de la modernidad DOCOMOMO es tan reaccionario: su
argumentario no sería posible sin la naturalización de ciertos axiomas como
constantes vitales transhistóricas (especialmente lo referente a función y
construcción). En su desatención por la dinámicas del gusto, el racionalismo
pretendía cauterizar las modas mediante el ahormado instrumental de la simbología
que el pueblo se provee para sí mismo, y ya hemos visto lo desastroso de la
jugada: el poder pastoral adoctrinador siempre termina por ser desbordado por
el ímpetu libidinal del inconsciente colectivo, incontenible por no
encuadrable.
Bueno, todo este rollo
especulativo que acabo de soltar sirve de introducción a un encantador paper de
Cornelia Zumbusch sobre el tema de la moda: aunque el personaje central de su
charla es Aby Warburg, la ocasión se presta a una inteligente puesta en valor
de los fenómenos trendy en todos los
múltiples registros culturales de los que participa (la estética, la ideología,
la psicología, la sociología) y cuyas reflexiones pueden servir como punto de
partida para nuevas aproximaciones, menos punitivas, de la dinámica de las modas
en arquitectura. El fondo de la cuestión tiene mucho que ver con las distintas
conceptualizaciones de “Historia”, “Devenir” o “Contemporaneidad” que sirvan de
fundamento a nuestro pensamiento, asuntos sobre los que volveré una vez haya
terminado de empaparme del ideario de Boris Groys.
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