jueves, 14 de noviembre de 2013

Memoria y Moda


Reflexiones sobre el mito de lo Ancestral Atemporal


La historia como proceso

Empecé a interesarme por el problema de la memoria animado por una necesidad personal de comprender el mundo, y no tanto porque lo considerase culturalmente interesante: como todos vosotros, pertenezco a una generación educada en la tradición de lo nuevo, que ha instituido la creatividad (la novedad) como valor intelectual supremo, tan potente que ha sido capaz de eclipsar cualquier otro horizonte.  El conjunto de nuestra civilización maneja de una manera un tanto condescendiente los asuntos de la memoria, que por un lado se subliman y reubican en el epicentro de las identidades colectivas (todos los discursos nacionalistas cuentan con aparatosas narrativas históricas para legitimarse), y por otro se banalizan al relegarlos a un protectorado, como si “las huellas de la historia” fuesen flores raras y frágiles que convienen ser resguardadas ante el canibalismo de la modernidad que todo lo consume. Efectivamente todo lo histórico está expuesto a la intemperie del ahora, el tiempo real que no admite desacato. He estudiado en la medida de las posibilidades la cuestión del fin de la historia, y el tema abre un acrisolado espectro de consecuencias políticas, estéticas, sociales y existenciales. Paradoja entre muchas es el hecho de que la derecha conservadora haya defendido siempre la costumbre y la memoria históricas como tenedores de la sabiduría de la Tradición, mientras ahora es la izquierda la que utiliza la historia como argumento de resistencia frente al ímpetu omnívoro de la revolución neocon. Cada punto de vista, con sus correspondientes olvidos.
Las filosofías de los objetos han tenido siempre como uno de sus dilemas centrales el problema de la unidad y la identidad: dónde empieza y termina una cosa, en base a qué puedo reconocerle una auto-nomía. Una incógnita que ya no causa tantos desvelos como solía, pues desde Hegel nadie estima ya que considerarse la identidad en anterioridad a la diferencia: tiempo equivale a devenir equivale a diferenciación, y nos instalamos entonces en el pensamiento de los procesos. La historicidad del ser heideggeriana, contra pronóstico, abre en canal la estructura misma de la historiografía, basada durante siglos en el recurso a una pólvora ahora mojada como es la periodización. La historia de la arquitectura que hemos estudiado casi todos los españoles era poco más que una sucesión de  períodos, como episodios de un mismo serial televisivo, cada uno con una cierta consistencia propia, pero al mismo tiempo inscritos en una narrativa de conjunto: idénticos protagonistas, mismos escenarios, atmósfera moral única, seleccionando escenas y dejando muchas otras fuera de plano, o apartadas del montaje final. Con hiatos, to be continued marcando la secuenciación de los capítulos como encabalgamiento discontinuo de fragmentos continuos.
Periodizar la historia equivale a descomponerla en objetos estáticos, sintetizados mediante una sintaxis determinada por la cultura de cada presente. Quiero decir, construcciones ideales como “la Grecia clásica”, “el imperio Otomano” o “el postfordismo” son artefactos precarios y más o menos discutibles, que  funcionan como planicies de cronología muerta, ubicadas en el “limbo” impasible de lo historiado.  Lo esencial a cada período son sus constantes, sean hábitos o recurrencias estilísticas, tanto más generales cuanto mayor sea el arco temporal que se computa: siguiendo esa lógica, a menudo se llega a la temeraria conclusión de que el conjunto de la historia está recorrida por unas mismas constantes vitales universales a lo humano, propiciando ideas en el fondo delirantes como lo intemporal o lo ancestral, cruciales para la legitimación del discurso de la modernidad. Toda la construcción narrativas de Semper o Hitchcock parte de la identificación de cierta constante implícita a la historia de la construcción que les permite especular con ciertas Verdades esenciales de la arquitectura, y luego instrumentalizarlas  como instrumentos de lectura de lo histórico. La pirueta central de toda historiogafía es el código que se utlice como instrumento de desencriptación.

En España, el discurso académico oficial hace muchísimo hincapié en el axioma de que Arquitectura aparece como virtud de lo tectónico, como correspondencia profunda y bilateral entre forma y construcción, más o menos directa en función de la dignidad de cada período. En cualquier cáedra de este país se nos dirá por ejemplo que hay mucha más “calidad arquitectónica” (sic) en unas precarias chozas constuidas con paja en Africa, que en un aparatoso castillo rococó. Un libro como aquel de Pedro de Llano sobre la arquitectura tradicional gallega llevaba al paroxismo esa postura, llena de trampas y de olvidos. No son de sorprender los ríos de tinta, catálogos artístico-patrimoniales y legislación proteccionista al respecto de horreos, corredoiras y cruceiros, y sin embargo sea tan difícil encontrar trabajos interesantes sobre la segunda residencia costera de los años 80, la vivienda unifamiliar de estética narco, o la morfología de aquella vieja tipología rural que era el disco-pub. En una revista como Tectonica se editan construcciones “pobres pero ingeniosas y bellas” como sequaderos de pesca en África, templos de madera escandinavos, graneros en el medioeste americano u hornos de piedra en centroeuropa: todas ellas tendrían en común la honestidad de su correlato directo entre función, programa y forma, quedando así inscritos en el santuario de “lo ancestral” y desligados del enemigo por antonomasia de la buena arquitectura, que no es otro que Las Modas.
¿Por qué existe la moda, a qué dinámicas profundas responde la sucesión dialéctica de estilos? El tema ha dado pie a no pocas tesis doctorales, habida cuenta que en la causalidad, ritmo y frecuencia que implica la evolución formal depende del criterio que se utilice para su evaluación. En la academia arquitectónica suele aparecer con frecuencia el término “Estilo” como la variable sobre la que inciden las modas, y que vendría a ser poco más que un parámetro caligráfico, pero no sintáctico: así por ejemplo, el paso de la arquitectura griega a la latina no sería solamente un cambio de “moda”, pues respondería a la invención de nuevas soluciones técnicas y funcionales que generaron su propio repertorio estilístico. La diferencia en cambio entre el estilo dórico y el jónico sí que podría ser leído como un proceso fashion, pues la ¿esencia? de los proyectos de una y otra tradición se diferencian únicamente por contingencias estéticas, por dinámicas de “el gusto”. Y es precisamente ese parámetro, el gusto, uno de los menos presentes en la historiografía canónica de Benevolo o Frampton, para quien las apetencias estéticas de una civilización ni merecen ser tenidas en cuenta (por su déficit intelectual) ni responden más que a determinaciones trascendentales (sean ·el espíritu de una época”, “la tecnología” o cierta idealización de la “representación de lo colectivo”).

Moda y lucha de clases
Los sociólogos han trabajado con más meticulosidad las correspondencias entre gusto y moda como dinámicas sociales, existiendo algo así como un canon invisible construido sobre las ideas de Pierre Bordieu, Walter Benjamin y Georg Simmel. El primero dejaría muy clara la raigambre marxista de su pensamiento en el clásico “La Distinción. Criterios y basessociales del gusto”, plagado de reminiscencias gramscianas: según su criterio, el gusto es una función social que permite al bloque hegemónico por una parte capturar y modular el deseo de la sociedad a través del secuestro ideológico de sus apetencias,  y por otro sirve para que las clases dominantes se diferencien de las inferiores mediante la afirmación un repertorio estilístico exclusivo. Esta idea estará presente también en el trabajo de Simmel, que sagazmente analizó cómo las clases sociales pudientes van abandonando sus preferencias estéticas a medida que éstas son adoptadas por las clases bajas.
En ese sentido, la evolución de las formas de representación y auto-presentación están embebidas en la lucha de clases, funcionando con la estructura de una carrera en la que los poderosos huyen de las clases populares que quieren mimetizarse con ellos por la vía de la estética,. El esquema es diabólico pues invierte la típica lógica a lo David Harvey de la “reproducción social: según cierta izquierda el poder intenta imponer sus valores a los dominados, mientras que en el fenómeno de la moda son los dominados los que persiguen enfebrecidamente a los poderosos en su huída estética. Una dinámica en la que el pobre quiere parecerse al rico, desencadenando una dinámica del gusto que alcanzará su plenitud en la sociedad de consumo pero que en realidad es tan vieja como el mundo. Un ciclo que alcanza su paradoja final en la academia arquitectónica y su glorificación de la honestidad y verdad de lo pobre, que ejemplifiqué con el tipo de material que se publica en Tectónica: los poderosos (no lo olvidemos: el auténtico promotor de la academia) intentando romper la carrera de la moda invocando la dignidad suprema de lo esencial, lo pobre, lo intemporal.
En infinitas ocasiones en las clases de estética y proyectos se nos ha insistido en que la grandeza de una Obra Maestra consiste en su capacidad de trascender su tiempo, al ser capaz de representar instancias sin fechas de caducidad. Supuestamente los grandes maestros brillan porque su trabajo está por encima de la moda, funcionando así como las estatuas de Michel Serres, encarnaciones incorruptas de los valores y saberes arcanos de la Tradición. Por eso el núcleo ideal de la modernidad DOCOMOMO es tan reaccionario: su argumentario no sería posible sin la naturalización de ciertos axiomas como constantes vitales transhistóricas (especialmente lo referente a función y construcción). En su desatención por la dinámicas del gusto, el racionalismo pretendía cauterizar las modas mediante el ahormado instrumental de la simbología que el pueblo se provee para sí mismo, y ya hemos visto lo desastroso de la jugada: el poder pastoral adoctrinador siempre termina por ser desbordado por el ímpetu libidinal del inconsciente colectivo, incontenible por no encuadrable.
Bueno, todo este rollo especulativo que acabo de soltar sirve de introducción a un encantador paper de Cornelia Zumbusch sobre el tema de la moda: aunque el personaje central de su charla es Aby Warburg, la ocasión se presta a una inteligente puesta en valor de los fenómenos trendy en todos los múltiples registros culturales de los que participa (la estética, la ideología, la psicología, la sociología) y cuyas reflexiones pueden servir como punto de partida para nuevas aproximaciones, menos punitivas, de la dinámica de las modas en arquitectura. El fondo de la cuestión tiene mucho que ver con las distintas conceptualizaciones de “Historia”, “Devenir” o “Contemporaneidad” que sirvan de fundamento a nuestro pensamiento, asuntos sobre los que volveré una vez haya terminado de empaparme del ideario de Boris Groys.

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